El grito de «¡Vela a la vista!» se oyó con el primer albor: el
Guillermo de Orange
se veía claramente en el horizonte, dos puntos a estribor desde la popa. Riley entrecerró los ojos para mirar por el catalejo.
—Hoy daremos el toque de desayuno más temprano. El
Guillermo
estará a distancia de saludo antes de las nueve.
La
Chanteuse
se encontraba entre los otros dos barcos, más grandes que ella, y ya estaba enviando saludos al barco de transporte que se acercaba: la propia fragata, transportando a los prisioneros, sería conducida a Inglaterra para ser declarada como botín de guerra. El día era claro y muy frío, el cielo mostraba esos matices de azul especialmente ricos propios del invierno, y la
Chanteuse
tenía un aspecto alegre con sus juanetes y sobrejuanetes desplegados. Era raro que un barco de transporte consiguiese un botín, de modo que debería haber reinado un espíritu de celebración: una bonita nave de cuarenta y cuatro cañones muy marinera, sin duda se vendería a la Armada, y además habría un buen dinero de recompensa por los prisioneros, pero el desasosiego no se había pasado del día a la noche, y la mayoría de los hombres guardaba silencio mientras trabajaba. El propio Laurence no había dormido demasiado bien, y ahora estaba en el castillo de proa observando melancólicamente cómo se acercaba el
Guillermo de Orange.
Pronto volverían a quedarse solos.
—Buenos días, capitán —dijo Hammond, uniéndose a él junto a la regala. Laurence hizo poco por ocultar que aquella intrusión no le hacía ninguna gracia, pero su gesto no causó ninguna impresión inmediata. Hammond estaba demasiado concentrado contemplando la
Chanteuse,
y su rostro reflejaba una satisfacción indecente—. No podríamos haber pedido un comienzo mejor para nuestro viaje.
Había varios miembros de la tripulación cerca, reparando los desperfectos de la cubierta: el carpintero y sus ayudantes. Uno de ellos que estaba en cuclillas, un tipo risueño y de hombros escurridos llamado Leddowes, que había embarcado en Spithead y ya se había convertido en el bufón de la nave, se enderezó un poco al oír este comentario y miró a Hammond con franca desaprobación, hasta que el carpintero Eklof, un sueco grandullón y callado, le dio un golpetazo en el hombro con su enorme puño para que volviera al trabajo.
—Me sorprende que piense así —dijo Laurence—. ¿No habría preferido una nave de primera?
—No, no —respondió Hammond, sin percibir el sarcasmo—. Es lo mejor que podría habernos pasado. ¿Sabe que una de las balas atravesó el camarote del príncipe? Uno de sus guardias murió, y el otro, que estaba malherido, falleció durante la noche. Por lo que sé, su rabia no tiene límite. La Armada francesa ha hecho más por nosotros en una sola noche que meses de diplomacia. ¿Cree que deberíamos presentar ante él al capitán del barco capturado? Por supuesto, les he dicho que nuestros atacantes eran franceses, pero no vendría mal ofrecerles una prueba irrefutable.
—No vamos a hacer desfilar a un oficial derrotado como si fuera un trofeo en un triunfo romano —repuso Laurence con voz inexpresiva. Él mismo había sido prisionero en una ocasión, y aunque en aquella época era poco más que un crío, un joven guardiamarina, aún recordaba la perfecta educación del capitán francés al preguntarle con toda seriedad si respetaría la libertad bajo palabra.
—Claro, entiendo. Supongo que no daría muy buena impresión —admitió Hammond, pero sólo era una concesión a regañadientes, y añadió—: Aunque sería una pena si…
—¿Eso es todo? —le interrumpió Laurence, que no quería escuchar nada más.
—Oh… Le pido perdón. Disculpe mi intromisión —dijo Hammond, titubeante, y por fin miró a Laurence—. Sólo quería informarle de que el príncipe ha manifestado su deseo de verle.
—Gracias, señor —contestó Laurence con un tono que daba por terminada la conversación.
Hammond le miró como si quisiera decir algo más; tal vez urgir a Laurence a que acudiera enseguida, o darle algún consejo para la reunión, pero al final no se atrevió, y se marchó de repente tras una breve inclinación de cabeza.
A Laurence no le apetecía hablar con Yongxing, y aún menos perder el tiempo, y la molestia física de tener que ir haciendo paradas todo el camino hasta la popa del barco y los aposentos del príncipe no contribuyó a mejorar su humor. Cuando los asistentes intentaron hacerle esperar en la antesala, espetó con sequedad:
—Cuando esté listo, que me avise —y se volvió enseguida para irse.
Los sirvientes formaron un corrillo y celebraron una apresurada conferencia. Uno llegó hasta el punto de interponerse en la puerta para bloquearle la salida, y unos instantes después hicieron pasar a Laurence directamente al gran camarote.
Había dos agujeros en las paredes, uno enfrente del otro; los habían cubierto con fajos de seda azul para tapar el viento, pero aun así los largos pergaminos escritos que colgaban de las paredes se movían y tableteaban de vez en cuando por la corriente. Yongxing estaba sentado con la espalda muy tiesa en un sillón drapeado en tela roja, junto a un pequeño escritorio de madera lacada. Pese a los movimientos de la nave, su pincel se movía sin temblar del tintero al papel, sin dejar caer una gota de tinta, y los caracteres aún frescos formaban hileras y columnas perfectas.
—Creo que deseaba verme, señor —dijo Laurence.
Yongxing completó una línea final y dejó el pincel sin responderle de inmediato. Tomó el sello real, lo apoyó en una almohadilla de tinta roja y lo estampó en la parte inferior de la página. Después plegó ésta, la dejó a un lado, sobre otra similar, y las guardó ambas en una tela encerada.
—Feng Li —llamó.
Laurence se sobresaltó. Ni siquiera había reparado en el asistente vestido con un anodino traje de algodón azul oscuro que estaba en el rincón y que ahora se acercó al príncipe. Feng era un hombre alto, pero estaba tan encorvado todo el rato que lo único que podía ver Laurence era la línea perfecta que atravesaba su cabeza, por delante de la cual su cabello oscuro estaba afeitado. El asistente dirigió a Laurence una rápida mirada, curiosa y callada, después levantó en alto toda la mesa y se la llevó a un extremo de la estancia sin derramar una gota de tinta. Luego se apresuró a traer un reposapiés para Yongxing y se retiró de nuevo al rincón: era evidente que su amo no tenía intención de mandarle fuera para la entrevista.
El príncipe se sentó muy tieso con los brazos reposando en el sillón y no ofreció a Laurence un asiento, aunque había dos sillas más apoyadas contra la pared más alejada. Esto estableció de entrada el tono de la entrevista: Laurence sintió cómo los hombros se le ponían rígidos incluso antes de que Yongxing empezara a hablar.
—Aunque sólo se le ha traído aquí por necesidad —dijo Yongxing en tono gélido—, usted cree que sigue siendo el compañero de Lung Tien Xiang y que puede seguir tratándole como si fuera de su propiedad. Ahora ha ocurrido lo peor: él ha sufrido una grave herida como consecuencia de su comportamiento cruel e insensato.
Laurence apretó los labios. No confiaba en que fuera capaz de dar una respuesta remotamente civilizada. Él mismo había cuestionado su propio juicio, tanto antes de conducir a Temerario a la batalla como durante la larga noche siguiente, al recordar el sonido de aquel terrible impacto y el de la penosa respiración del dragón. Pero que se lo cuestionara Yongxing era otra cosa.
—¿Eso es todo? —contestó.
Yongxing tal vez había esperado que se arrastrara o que le pidiese perdón. Ahora, la ira que provocó en él aquella breve respuesta despertó su locuacidad.
—¿Es que no tiene usted principios? —preguntó—. No muestra usted arrepentimiento. Habría llevado a Lung Tien Xiang a su muerte como quien lleva a un caballo a tropezar en una zanja. No volverá a volar con él, y mantendrá lejos de él a esos viles sirvientes suyos. Voy a enviar a mis propios guardias para que lo…
—Señor —respondió Laurence sin rodeos—, puede usted irse al diablo —Yongxing se calló, más asombrado que ofendido por aquella interrupción, y Laurence añadió—: En cuanto a sus guardias, si uno solo de ellos planta el pie en mi cubierta, haré que Temerario le arroje por la borda. Buenos días.
Saludó con una breve inclinación y no se quedó para aguardar una respuesta, si es que Yongxing la tenía, sino que se dio la vuelta y salió directamente del camarote. Los asistentes se le quedaron mirando al pasar, pero esta vez no intentaron cortarle el paso. Laurence caminó con rapidez, obligando a su pierna a obedecer a su voluntad. Pagó aquel alarde: cuando llegó a su propio camarote, al otro extremo de la interminable eslora del barco, la pierna había empezado a palpitarle y temblarle con cada paso como si estuviera paralizada. Se alegró de llegar a la seguridad de su sillón y de calmar su agitación con una copa de vino en privado. Tal vez había hablado con intemperancia, pero no se arrepentía en absoluto. Al menos, Yongxing se habría enterado de que no todos los oficiales ni caballeros ingleses estaban dispuestos a inclinarse y besar el suelo ante sus caprichos de tirano.
Por satisfactoria que fuera aquella decisión, sin embargo, Laurence no podía dejar de reconocer que su desafío se había visto reforzado en buena medida por la convicción de que Yongxing nunca cedería en el punto central, esencial, de separarle de Temerario. El Ministerio, personificado en Hammond, tal vez tuviera algo que ganar a cambio de tanto arrastrarse; por su parte, Laurence no tenía gran cosa que perder. Éste era un pensamiento deprimente; dejó la copa y se quedó sentado en un estado de silenciosa melancolía, frotándose la pierna dolorida, que tenía apoyada sobre un arcón. En cubierta sonaron seis campanadas, y oyó el tenue silbido de la flauta y el trajín y ajetreo de los marineros que acudían a desayunar a la cubierta de las literas, más abajo, y también captó el fuerte olor del té que subía desde la cocina.
Tras terminar su copa y aliviarse un poco el dolor de la pierna, Laurence consiguió ponerse en pie de nuevo, cruzó hasta el camarote de Riley y llamó a la puerta. Su intención era pedirle que apostara a unos cuantos infantes de marina para mantener apartados de la cubierta a los guardias a los que había amenazado. Fue una sorpresa bastante desagradable comprobar que Hammond ya estaba allí, sentado ante el escritorio de Riley, con una sombra de inquietud y de culpa consciente en su gesto.
—Laurence —dijo Riley, después de ofrecerle un asiento—, he estado hablando con el señor Hammond acerca de los pasajeros —Laurence reparó en que el propio Riley parecía cansado y nervioso—. Me ha llamado la atención que todos ellos han estado bajo cubierta desde que llegaron estas noticias sobre los barcos de la Compañía de las Indias. Esto no puede seguir así durante siete meses: tenemos que dejar que salgan al puente y tomen el aire de alguna manera. Estoy seguro de que usted no pondrá ninguna objeción. Creo que debemos dejar que paseen por la cubierta de dragones, ya que no nos atrevemos a dejar que se acerquen a los marineros.
Ninguna sugerencia podría haber sido peor recibida ni llegar en peor momento. Laurence miró a Hammond con una mezcla de rencor y algo muy parecido a la desesperación. Aquel hombre parecía poseído por un genio maligno de los desastres, al menos desde su punto de vista, y la perspectiva de pasar un largo viaje sufriendo sus maquinaciones diplomáticas una tras otra le parecía cada vez más tétrica.
—Lamento los inconvenientes —dijo Riley al ver que Laurence no respondía de inmediato—, pero no se me ocurre qué otra cosa podemos hacer. Seguro que no es por falta de sitio, ¿verdad?
Esto también era indiscutible: con tan pocos aviadores a bordo y la dotación de la nave casi completa, no era justo pedir a los marineros que cedieran una parte de su espacio, y además eso sólo empeoraría las tensiones ya existentes. Desde el punto de vista práctico, Riley tenía toda la razón, y era su derecho como capitán del barco decidir dónde podían estar a sus anchas los pasajeros. Pero la amenaza de Yongxing había convertido aquel asunto en una cuestión de principios. A Laurence le habría gustado sincerarse con Riley, y lo habría hecho de no estar Hammond presente, pero…
—Quizás al capitán Laurence le preocupa que puedan irritar al dragón —se apresuró a intervenir el diplomático—. ¿Puedo sugerir que establezcamos un sector para ellos que esté claramente delimitado? A lo mejor se podría poner una cuerda, o una raya de pintura.
—Eso funcionaría muy bien, siempre que usted tenga la amabilidad de explicarles cuáles son los límites, señor Hammond —dijo Riley.
Laurence no podía protestar abiertamente sin dar una explicación, y prefería no exponer sus actos delante de Hammond, ya que eso daría pie a que éste los comentara. No cuando probablemente no tenía nada que ganar. Riley se solidarizaría con él (o al menos eso esperaba Laurence, aunque de golpe no estaba tan seguro); pero, solidarizándose o no, el problema seguiría estando allí, y Laurence no sabía qué otra cosa podía hacerse.
No se resignaba. No se resignaba en absoluto, pero no quería quejarse y poner en un brete aún peor a Riley.
—También les dejará claro, señor Hammond —dijo—, que ninguno de ellos subirá con armas a la cubierta, ni mosquetes ni espadas, y si se produce alguna acción tendrán que volver bajo cubierta al instante: no toleraré ninguna interferencia con mi tripulación ni con Temerario.
—Pero, señor, hay soldados entre ellos —protestó Hammond—. Estoy seguro de que querrán hacer instrucción de vez en cuando…
—Pueden esperarse hasta que lleguen a China —dijo Laurence.
Hammond le siguió fuera del camarote y le interceptó en la puerta de sus propios aposentos. En el interior, dos miembros del equipo de tierra acababan de traer dos sillas más, y Roland y Dyer estaban ocupados poniendo los platos sobre el mantel: los demás capitanes de dragones iban a desayunar con Laurence antes de marcharse.
—Señor —le dijo Hammond—, por favor, concédame un momento. Debo pedirle disculpas por haberle enviado a ver al príncipe Yongxing de este modo, sabiendo que estaría de tan mal humor, y le aseguro que tan sólo me culpo a mí mismo por las consecuencias y por la discusión que han tenido. Sin embargo, debo suplicarle que sea tolerante…
Laurence escuchó hasta ahí frunciendo el ceño y después, con creciente incredulidad, preguntó:
—¿Me está diciendo que usted ya sabía…? ¿Que le ha hecho esa propuesta al capitán Riley a sabiendas de que les había prohibido el acceso a la cubierta?