Temerario II - El Trono de Jade (15 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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A Temerario siempre le entusiasmaba entrar en batalla, así que no le puso ninguna objeción y se limitó a mirar abajo, hacia las fragatas.

—Esos barcos parecen mucho más pequeños que la
Allegiance
—comentó el dragón, dubitativo—. ¿De verdad está en peligro?

—Y en un peligro gravísimo. Tienen la intención de hacer fuego de enfilada contra ella.

Mientras Laurence hablaba, estalló otro cohete. Ahora que estaba en el aire a lomos de Temerario, la explosión fue alarmantemente cerca: Laurence se deslumbró y tuvo que cubrirse los ojos con una mano. Cuando los puntos de luz se borraron por fin de su vista, comprobó con espanto que la fragata de sotavento había virado sobre el ancla para cambiar de dirección. Era una maniobra arriesgada, que él mismo no habría realizado tan sólo por conseguir ventaja en la posición; aunque, para ser justo, no podía negar que la habían llevado a cabo con brillantez. Ahora la vulnerable popa de la
Allegiance
estaba completamente expuesta a los cañones de babor del barco francés.

—¡Dios santo, ahí! —dijo en tono perentorio, mientras señalaba hacia abajo, aunque Temerario no podía ver el gesto.

—Ya lo veo —repuso Temerario al tiempo que se lanzaba en picado. Sus costados empezaron a hincharse al reunir el aliento que necesitaba para el viento divino, y su piel negra y reluciente se hinchó como un tambor al expandirse su pecho. Laurence pudo sentir un trepidar lento y palpable formándose bajo la piel de Temerario, heraldo del destructivo poder que estaba a punto de brotar.

El Fleur-de-Nuit había comprendido sus intenciones y venía detrás de ellos. Laurence podía oír el batir de sus alas, pero Temerario era más rápido, y el hecho de pesar más no era ningún estorbo para lanzarse en picado. Sonaron ruidosos estampidos de pólvora cuando los fusileros del dragón dispararon, pero sus intentos eran pura elucubración en la oscuridad. Laurence se pegó más al cuello de Temerario y en silencio le urgió a que incrementara la velocidad.

Bajo ellos, el cañón de la fragata vomitó una gran nube de humo y furia. Las llamas lamieron las portas y proyectaron un espeluznante resplandor escarlata en el pecho de Temerario. Una nueva descarga de fusiles llegó desde la cubierta de la fragata, y el dragón dio un tirón repentino, como si le hubieran golpeado. Laurence, intranquilo, le llamó por su nombre, pero Temerario no había cejado en su ataque contra la nave. Se niveló para disparar contra ella, y el sonido de la voz de Laurence se perdió, aplastado por el terrible retumbar del viento divino.

Temerario no había usado nunca el viento divino para atacar a un barco. Pero en la batalla de Dover, Laurence había visto cómo aquella resonancia letal actuaba contra los transportes de tropas de Napoleón y destrozaba su madera ligera. Aquí había esperado algo similar: la cubierta saltando en astillas, daños en las vergas, incluso tal vez los mástiles rotos. Sin embargo, la fragata francesa estaba sólidamente construida con planchas de roble de más de medio metro de espesor, y sus mástiles y vergas estaban bien asegurados para la batalla con cadenas de hierro que reforzaban el aparejo.

En su lugar, las velas absorbieron la fuerza del rugido de Temerario; durante unos instantes flamearon, y después se abombaron y tensaron llenas de aire. Un buen número de brazas se partió como cuerdas de violín y los mástiles se inclinaron. Aun así aguantaron, entre crujidos de madera y lona, y por un momento a Laurence se le vino el alma a los pies. Al parecer, no habían provocado grandes daños.

Pero si parte del barco no cedía, por fuerza tenía que inclinarse todo. Cuando Temerario dejó de rugir y pasó sobre la nave como un relámpago, toda la fragata viró, quedando de costado al viento, y poco a poco empezó a ladearse. La tremenda fuerza la dejó escorada prácticamente sobre las cabezas de los baos. Los hombres colgaban de las jarcias y de las barandillas pataleando en el aire, y algunos cayeron al océano.

Cuando pasaron casi rozando el agua, Laurence se retorció para mirar atrás. En la popa unas bonitas letras de oro rezaban
Valérie,
iluminadas por las linternas que colgaban en las ventanas de los camarotes, y que ahora se columpiaban como locas a punto de volcarse. El capitán conocía su trabajo. Laurence pudo oír gritos que llegaban sobre las aguas, y los hombres ya estaban trepando sobre el costado provistos con todo tipo de anclas y arrojando cabos, listos para intentar adrizarla.

No tuvieron tiempo. Al paso de Temerario, una tremenda ola creada por el poder del viento divino sobre el agua empezaba a levantarse sobre la marejada. Fue subiendo poco a poco, como si tuviera un propósito deliberado. Por unos instantes todo se quedó quieto, la nave suspendida sobre la negrura, la enorme pared de agua borrando incluso la noche. Después, la ola cayó y volcó la nave como si fuera un juguete, y el océano apagó todos los fuegos de sus cañones.

La fragata no volvió a salir a flote. Una pálida espuma se formó en el agua, y unas pequeñas olas dispersas que perseguían a la grande rompieron contra la curva del casco, que sobresalía por encima de la superficie, pero sólo fue un momento. Se hundió enseguida bajo las aguas mientras un estallido de fuegos artificiales dorados alumbraba el cielo. El Fleur-de-Nuit estaba sobrevolando las aguas revueltas en círculos bajos, rugiendo con su voz profunda y solitaria, como si fuera incapaz de comprender la súbita ausencia de la nave.

Laurence no oyó vítores desde la
Allegiance,
aunque tenían que haberlo visto. Él mismo se quedó silencioso y abatido: trescientos hombres, tal vez más, con una mar lisa y cristalina, sin olas. Un barco podía irse a pique en una galerna, con vientos huracanados y olas de quince metros. O podía de vez en cuando ser hundido en combate, arder o estallar tras una larga batalla, o incluso encallar en las rocas. Pero aquella fragata estaba en mar abierto, con una marejada suave y viento de quince nudos, no había recibido un solo impacto y, sin embargo, había quedado aniquilada por completo.

Temerario soltó una tos húmeda y emitió un quejido de dolor. Laurence le dijo con voz ronca:

—Vuelve al barco, enseguida.

Pero el Fleur-de-Nuit ya estaba batiendo las alas con furia hacia ellos. Recortándose contra la siguiente bengala, Laurence pudo ver las siluetas de los atacantes, que esperaban listos para el abordaje, y los bordes blancos de sus cuchillos, espadas y pistolas.

Temerario volaba con torpeza, fatigado. Hizo un esfuerzo desesperado y aceleró para eludirlo cuando se acercó el Fleur-de-Nuit, pero ya no era el más rápido en el aire, y no consiguió sortear al dragón para alcanzar la seguridad de la
Allegiance.

Laurence casi pensó en dejar que le abordaran para que trataran la herida de Temerario. Podía sentir el tembloroso esfuerzo en sus alas, y en su mente no hacía más que ver aquel momento escarlata, el impacto terrible y sordo de la bala. Cada instante que prosiguieran en el aire sólo contribuiría a agravar la herida, pero también podía oír los gritos de los tripulantes del dragón francés, impregnados de un horror y una pena que no precisaban traducción, y pensó que no aceptarían una rendición.

—Oigo alas —jadeó Temerario, con voz aguda y quebradiza de dolor.

Se refería a otro dragón, y Laurence escrutó en vano la impenetrable oscuridad de la noche. ¿Inglés o francés? De repente, el Fleur-de-Nuit volvió a arremeter contra ellos. Temerario reunió fuerzas para otro convulsivo estallido de velocidad y entonces, siseando y escupiendo, Nitidus apareció allí, sobre la cabeza del dragón francés, batiendo a toda velocidad sus alas de color gris plateado. El capitán Warren estaba de pie en su lomo, sujeto por el arnés, y agitaba el sombrero con ímpetu mientras le gritaba a Laurence:

—¡Marchaos! ¡Marchaos!

Dulcia también había venido y estaba al otro lado, mordiendo los flancos del Fleur-de-Nuit y obligando al dragón francés a retroceder para responder el ataque. Los dos dragones ligeros eran los más rápidos de su formación, y aunque no llegaban al peso del gran Fleur-de-Nuit, podían hostigarlo durante un rato. Temerario ya estaba girando en un lento arco, moviendo las alas en temblorosos barridos. Mientras se acercaban a la nave, Laurence pudo ver cómo la tripulación se apresuraba a despejar la cubierta de dragones para su aterrizaje, ya que estaba sembrada de astillas, extremos de cabos y trozos de metal retorcido: la
Allegiance
había sufrido grandes daños por el fuego de enfilada enemigo, y la segunda fragata seguía disparando andanadas constantes contra las cubiertas inferiores.

Temerario no aterrizó en realidad, sino que prácticamente se derrumbó sobre la cubierta e hizo sacudirse toda la nave. Laurence ya estaba soltándose de las correas antes de posarse. Se deslizó por la cruz del dragón sin agarrarse al arnés. Su pierna cedió bajo él cuando cayó pesadamente en cubierta, pero se levantó a duras penas y corrió trastabillando junto a la cabeza de Temerario.

Keynes ya había puesto manos a la obra, y estaba manchado hasta los codos de sangre negra. Para ofrecerle mejor acceso, Temerario se inclinó muy despacio sobre un costado, con la ayuda de muchas manos, mientras los hombres del arnés sostenían la luz para el cirujano. Laurence se arrodilló junto a la cabeza de Temerario y apretó su mejilla contra el suave hocico del dragón. La sangre caliente le empapó los pantalones, y los ojos le escocían, nublados de lágrimas. Habló sin saber muy bien lo que decía ni si tenía algún sentido. Temerario le respondió con un soplo de aire cálido, aunque no habló.

—Aquí, ya lo tengo. Ahora las pinzas. Allen, déjese de blandenguerías y aparte la cabeza —dijo Keynes, en algún lugar detrás de Laurence—. Bien. ¿Está caliente el hierro? Vamos a hacerlo ahora. Laurence, consiga que no se mueva.

—Aguanta, mi querido amigo —le pidió Laurence, acariciando el hocico de Temerario—. Tienes que estar lo más quieto posible. Aguanta sin moverte.

Temerario respondió sólo con un siseo. Su respiración era un fuerte resuello que salía a través de sus ollares rojos, llameantes. Un latido, dos; entonces exhaló un fuerte chorro de aliento y la bala con pinchos hizo un sonido metálico cuando Keynes la dejó caer en la bandeja que tenía preparada. Temerario volvió a quejarse con un pequeño silbido cuando el cirujano aplicó el hierro caliente a la herida. Laurence casi dio un respingo al percibir el olor a carne chamuscada.

—Ya está, terminado. Una herida limpia. La bala había ido a parar contra el esternón —dijo Keynes.

Un soplo de viento despejó el humo, y de repente Laurence pudo oír de nuevo los restallidos y el eco de los fusiles, y todos los demás ruidos de la nave. El mundo volvía a tener forma y significado.

Se incorporó a duras penas, tambaleándose, y ordenó:

—Roland, usted y Morgan vayan a ver si hay velas y trozos de guata de los que puedan prescindir. Tenemos que poner algo acolchado a su alrededor.

—Morgan ha muerto, señor —dijo Roland, y a la luz de la linterna Laurence vio de pronto que su rostro estaba surcado de lágrimas, no de sudor: franjas pálidas en medio de la mugre—. Dyer y yo iremos.

Los dos salieron corriendo sin esperar a que él asintiera, llamativamente pequeños entre las fornidas figuras de los marineros. Laurence los siguió con la mirada un momento, y después se volvió endureciendo el gesto.

El alcázar estaba tan manchado de sangre que había zonas que brillaban de un color negro lustroso, como si estuvieran recién pintadas. Por la masacre provocada y los pocos daños que había sufrido el aparejo, Laurence pensó que los franceses debían de haber utilizado proyectiles de metralla, y de hecho pudo ver fragmentos de cascos rotos sobre la cubierta. Los franceses habían abarrotado los botes, que eran bastantes, con todos los hombres de los que podían prescindir: había doscientos hombres desesperados y luchando por abordar la nave, enfurecidos por la pérdida de su barco. En algunos lugares había cuatro y hasta cinco atacantes agarrados a las cuerdas de abordaje, o colgados de la batayola, y los marineros ingleses que intentaban contenerlos tenían tras ellos toda la cubierta ancha y vacía. Los disparos de las pistolas y el entrechocar de las espadas sonaban con claridad. Había marineros clavando sus largas picas en la masa de atacantes que no dejaban de trepar y empujar.

Laurence nunca había visto un abordaje desde una distancia tan rara, tan intermedia, a la vez cerca y sin embargo apartado. Se sentía extraño e inquieto, y sacó las pistolas para tranquilizarse. Sólo conseguía ver a unos cuantos de su tripulación: faltaban Granby, y Evans, y también su teniente segundo. Abajo, en el castillo de proa, la cabeza rubia de Martin brilló unos segundos a la luz de las linternas cuando saltó para dar un tajo a un enemigo; después recibió un golpe de un enorme marinero francés que llevaba una porra y desapareció de la vista.

—Laurence.

Escuchó su nombre, o algo parecido a su nombre, pronunciado de una forma extraña en tres sílabas, algo así como «Lao-ren-tse», y se volvió a mirar. Sun Kai apuntaba hacia el norte, siguiendo la dirección del viento, pero el último resplandor de los fuegos artificiales ya se estaba desvaneciendo, y Laurence no pudo ver adónde quería señalarle.

Sobre sus cabezas, el Fleur-de-Nuit profirió un rugido, hizo una súbita guiñada para apartarse de Nitidus y Dulcia, que seguían acosándolo por los flancos, se dirigió hacia el este a gran velocidad y no tardó en desaparecer en la oscuridad. Casi pisándole los talones llegó el profundo rugido ventral de un Cobre Regio, y los chillidos más agudos de los Tanatores Amarillos. Sobrevolaron el barco disparando bengalas en todas las direcciones, y la ráfaga de viento que levantó su pasada hizo restallar todos los obenques.

La fragata francesa que aún quedaba apagó todas las luces a la vez, con la esperanza de huir en la noche, pero Lily guió a la formación hasta el barco en un vuelo lo bastante bajo para hacer que sus mástiles traquetearan. Hicieron dos pasadas más, y después, en un estallido carmesí que enseguida empezó a desvanecerse, Laurence vio cómo la bandera francesa era arriada lentamente, mientras que en la cubierta de la
Allegiance
los atacantes dejaban caer sus armas y se arrojaban al suelo en señal de rendición.

Capítulo 5

… y la conducta de su hijo fue en todos los sentidos tanto heroica como caballerosa. Su pérdida debe afligir a todos aquellos que compartieron el privilegio de conocerle, y sobre todo a aquellos que tuvimos el honor de servir a su lado y de ver en él ya formado el noble carácter de un sensato y valiente oficial y un leal servidor de su país y de su rey. Ruego que puedan ustedes encontrar algún consuelo en el seguro conocimiento de que murió como había vivido, valeroso y sin temer a nada salvo a Dios Todopoderoso, y en la convicción de que encontrará un lugar de honor entre aquellos que lo han sacrificado todo por su nación.

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