De modo que esta conversación sólo sirvió para que Laurence tuviera una fuente adicional de preocupación. Ya había motivos de sobra, además de la escasez de comida y de la escala en Costa del Cabo, que ahora era inevitable. Entre la herida de Temerario y la rotunda oposición de Yongxing a cualquier trabajo en vuelo, los aviadores estaban prácticamente ociosos; los marineros, por el contrario, habían estado muy atareados reparando los daños del barco y haciendo acopio de provisiones, lo que había provocado multitud de problemas bastante previsibles.
Con la intención de ofrecer a Roland y a Dyer algo de distracción, Laurence los había convocado a ambos a la cubierta de dragones poco después de la llegada a Madeira para examinarlos de sus deberes escolares. Los dos se le habían quedado mirando con expresiones tan culpables que Laurence no se sorprendió al descubrir que habían abandonado los estudios por completo desde que se convirtieran en sus mensajeros. Tenían muy pocas nociones de aritmética, ninguna en absoluto de matemáticas más avanzadas, nada de francés, y cuando les dio el libro de Gibbon que había subido a cubierta para leerle a Temerario más tarde, Roland se puso a tartamudear con tal torpeza que Temerario desplegó la gorguera y empezó a corregirla de memoria. Dyer lo hizo un poco mejor; cuando le preguntó, demostró que al menos se sabía la tabla de multiplicar casi entera y que tenía cierto sentido de la gramática. Roland se estrellaba en cuanto pasaba del ocho y se mostró sorprendida al saber que la oración hasta tenía partes. Laurence dejó de preguntarse cómo podía hacer que rellenaran el tiempo libre; tan sólo se reprochó por haber sido tan laxo con su educación, se nombró a sí mismo su maestro y se dedicó a su nueva tarea con ahínco.
Los mensajeros siempre habían sido algo así como las mascotas de la tripulación, y desde la muerte de Morgan todos mimaban aún más a Roland y Dyer. Los demás aviadores contemplaban con gran diversión su pelea diaria con los participios y las divisiones, pero sólo hasta que los guardiamarinas de la
Allegiance
empezaron a hacer sonidos de burla. Entonces los alféreces asumieron el deber de vengar el insulto, y hubo unas cuantas peleas en los rincones más oscuros de la nave.
Al principio Laurence y Riley se divirtieron comparando los estúpidos pretextos que les daban por la colección de ojos morados y labios sangrantes, pero aquellas riñas pueriles tomaron un cariz más ominoso cuando los más viejos empezaron a ofrecer excusas similares. El profundo resentimiento de los marineros, que se fundaba en buena medida en el injusto reparto de las tareas y en el temor que sentían por Temerario, empezaba a expresarse en un cruce de insultos casi diario que ya no tenían nada que ver con los estudios de Roland y Dyer. Los aviadores se sentían ofendidos a su vez por lo que consideraban una completa falta de gratitud hacia el valor demostrado por el dragón.
El primer estallido de verdad se produjo justo cuando doblaron el cabo Palmas, giraron hacia el este y se dirigieron hacia Costa del Cabo. Laurence estaba sesteando en la cubierta, mientras la sombra del cuerpo de Temerario le protegía de los rayos directos del sol. No llegó a ver por sí mismo lo que había sucedido, pero se despertó al oír un golpe sordo y gritos repentinos, y cuando se puso en pie vio que los hombres formaban un círculo. Martin agarraba del brazo a Blythe, el aprendiz del armero. Uno de los oficiales de Riley, un guardiamarina veterano, estaba tendido en cubierta, mientras que Lord Purbeck gritaba desde la cubierta de popa:
—¡Cornell, póngale grilletes a ese hombre ahora mismo!
Temerario levantó la cabeza y rugió. Por suerte, no invocó el viento divino, pero aun así aquel ruido tremendo y ensordecedor hizo que los hombres se apartaran corriendo, muchos de ellos pálidos de miedo.
—¡Nadie va a encerrar en prisión a ninguno de mis hombres! —dijo Temerario, furioso, azotando el aire con la cola. Se levantó y extendió las alas en toda su longitud, y todo el barco se estremeció. El viento soplaba de popa desde la costa del Sáhara, navegaban con las velas en ceñida para mantenerles rumbo sureste, y las alas de Temerario actuaban como una vela independiente y en sentido contrario.
—¡Temerario! Deja de hacer eso ahora mismo. Enseguida, ¿me oyes? —dijo Laurence con voz áspera. Nunca había hablado así, no desde las primeras semanas de vida de Temerario, y el dragón se dejó caer al suelo sorprendido y enrolló las alas en un gesto instintivo—. Purbeck, si no le importa, déjeme mis hombres a mí. Apártese, maestro de armas —añadió Laurence, dictando órdenes a toda velocidad: no estaba dispuesto a dejar que aquella escena fuera más lejos ni degenerara en una pelea abierta entre aviadores y marineros—. Señor Ferris, llévese a Blythe abajo y confínele.
—Sí, señor —dijo Ferris, que se abrió paso entre la multitud empujando a los aviadores para disolver los corrillos de gente enojada incluso antes de llegar donde estaba Blythe.
Observándolo todo con mirada severa, Laurence añadió en voz alta:
—Señor Martin, acuda a mi camarote enseguida. Todos los demás vuelvan a sus tareas. Señor Keynes, venga aquí.
Permaneció allí otro rato, hasta que quedó satisfecho: habían abortado el peligro inminente. Se apartó de la regala, confiando en que la disciplina ordinaria bastaría para dispersar al resto de la multitud. Pero Temerario seguía acurrucado y prácticamente pegado al suelo, y le miraba con expresión triste y asustada. Laurence estiró la mano para acariciarlo y dio un respingo cuando el dragón se apartó de él. Aunque no se alejó tanto como para quedar fuera de su alcance, fue un evidente arrebato de enfado.
—Perdóname —se disculpó Laurence mientras dejaba caer la mano con un nudo en la garganta—. Temerario… —se calló, pues no sabía qué decir, ya que no podía permitir que Temerario actuara de ese modo: podía haber provocado daños de verdad en la nave, y aparte de eso, si se acostumbraba a comportarse así los marineros no tardarían en tenerle tanto miedo que no serían capaces de hacer su trabajo—. ¿Te has hecho daño? —preguntó en cambio cuando Keynes acudió a atender al dragón.
—No —respondió Temerario en voz muy baja—. Estoy perfectamente.
Se dejó examinar en silencio, y Keynes dictaminó que el esfuerzo no le había causado ningún daño.
—Tengo que ir a hablar con Martin —dijo Laurence, sin saber aún qué decir. En vez de contestarle, Temerario se enroscó y se tapó la cabeza con las alas. Tras un largo rato, Laurence abandonó la cubierta y bajó.
El ambiente en el camarote era cálido y sofocante, incluso con todas las ventanas abiertas, y no estaba precisamente calculado para mejorar el temperamento de Laurence. Martin estaba paseando agitado de un lado a otro de la cabina; se le veía desaliñado, con un traje barato de verano, una barba de dos días en la cara (que ahora se veía colorada) y el pelo demasiado largo y caído sobre los ojos. No se dio cuenta del alcance real de la cólera de Laurence, sino que rompió a hablar en el mismo momento en que el capitán entró:
—Lo siento mucho. Ha sido mi culpa. No debería haber abierto el pico —dijo, mientras Laurence cojeaba hasta su asiento y se desplomaba sobre él—. No puede usted castigar a Blythe, Laurence.
El capitán había llegado a acostumbrarse a la informalidad de los aviadores, y normalmente no se habría opuesto a que alguien, de pasada, se tomara una libertad como ésa, pero que Martin se lo permitiera dadas las circunstancias era algo tan flagrante que Laurence se enderezó en la silla y le miró fijamente, con la indignación pintada en el rostro. Martin palideció bajo su piel pecosa, tragó saliva y se apresuró a añadir:
—Quiero decir, capitán, señor.
—Haré lo que deba para mantener el orden entre mis tripulantes, señor Martin, y al parecer hay que hacer más de lo que yo creía necesario —dijo él, esforzándose por moderar el volumen de su voz. Estaba realmente furioso—. Va a contarme ahora mismo lo que ha pasado.
—Yo no quería —se excusó Martin, apocado—. Ese tío, Reynolds, lleva haciendo comentarios toda la semana, y Ferris nos recomendó que no le hiciéramos caso, pero cuando he pasado a su lado ha dicho…
—No me interesan sus batallitas —le interrumpió Laurence—. ¿Qué hizo usted?
—Oh… —repuso Martin, sonrojándose—. Yo sólo dije… Bueno, le respondí algo que preferiría no repetir, y entonces él… —Martin se detuvo. Parecía no saber demasiado bien cómo terminar la historia sin que pareciese que acusaba otra vez a Reynolds, y terminó sin convicción—: En cualquier caso, señor, estaba a punto de retarme a duelo, y fue entonces cuando Blythe le derribó de un puñetazo. Lo hizo sólo porque sabía que yo no podía batirme, y no quería ver cómo me negaba a ello delante de los marineros. De verdad, señor, es culpa mía y no suya.
—En eso no le llevaré la contraria —espetó Laurence en tono brutal y, en su cólera, se alegró al ver cómo Martin agachaba los hombros como si le hubieran golpeado—. Y cuando tenga que ordenar que azoten a Blythe el domingo por agredir a un oficial, espero que recuerde bien que él estará pagando porque usted no ha sabido controlarse a sí mismo. Puede retirarse. Se quedará confinado bajo cubierta y en su camarote durante toda esta semana, salvo cuando llamen a los infractores.
Los labios de Martin se movieron, pero su «Sí, señor» apenas se escuchó, y cuando salió de la estancia lo hizo casi tambaleándose. Laurence se quedó sentado en la silla y respirando con dificultad, casi jadeante en aquella atmósfera cargada. Poco a poco la ira le abandonó, a pesar de sus esfuerzos, y dejó lugar a una opresión más lacerante y pesada. Blythe no sólo había salvado el buen nombre de Martin, sino también el de los aviadores en su conjunto: si Martin hubiese rechazado abiertamente un desafío pronunciado delante de toda la tripulación, aquello habría mancillado la reputación de todos, sin importar que el reglamento de la Fuerza Aérea prohibiera de manera expresa batirse en duelo.
Y sin embargo no podía ser indulgente en aquel asunto. Blythe había golpeado a un oficial delante de testigos, y él debía condenarle a un castigo lo bastante severo como para satisfacer a los marineros, y de paso conseguir que todos se abstuvieran en el futuro de ese tipo de bromas. Además, la sentencia la ejecutaría el ayudante del contramaestre, un marinero, que no iba a perder la ocasión de tratar con dureza a un aviador, sobre todo por una ofensa como aquélla.
Tendría que ir a hablar con Blythe, pero antes de que llegara a levantarse, alguien llamó a la puerta y entró. Era Riley. Venía sin sonreír, vestido con la casaca, con el sombrero bajo el brazo y el nudo de la corbata recién hecho.
Se acercaron a Costa del Cabo una semana después con una atmósfera de resentimiento instalada y viva entre ellos, tan palpable como el calor. Blythe se había puesto enfermo tras la brutal flagelación y aún yacía casi sin sentido en la enfermería. Los demás miembros del equipo de tierra estaban haciendo turnos para sentarse a su lado, abanicar los verdugones de su espalda y convencerle de que bebiera agua. Como ya habían comprobado hasta dónde llegaba el temperamento de Laurence, no expresaban su rencor contra los marineros ni en palabras ni en acciones directas, sino en miradas hurañas y amenazadoras, murmuraciones y abruptos silencios cada vez que se acercaba un miembro de la tripulación del barco.
Laurence no había cenado en la sala grande desde el incidente. Riley se había ofendido por el hecho de que reprendiera a Purbeck en la cubierta, y por su parte Laurence se había enfadado cuando Riley se negó a ser más flexible y dejó claro que no estaba satisfecho con la docena de latigazos, que era lo máximo a lo que Laurence quería sentenciar a Blythe. En el calor de la discusión, Laurence había dejado caer alguna indirecta sobre lo poco que le gustaba ir al puerto esclavista, Riley se había ofendido por alusiones y, aunque no habían llegado a gritarse, su relación ahora era de una fría formalidad.
Pero lo peor de todo era que Temerario estaba muy deprimido. Había perdonado a Laurence su minuto de dureza y había acabado comprendiendo que era necesario castigar aquella ofensa de alguna manera. Pero cuando llegó el momento de llevar a cabo el castigo real, no se resignó en absoluto, y cuando Blythe empezó a chillar al final de la flagelación, él no dejó de gruñir salvajemente. Al menos eso produjo algún bien: Hingley, el aprendiz del contramaestre, que se había puesto a manejar el látigo con más entusiasmo del habitual, se asustó y los dos últimos golpes fueron más suaves, pero el daño ya estaba hecho.
Desde entonces Temerario estaba triste y silencioso, se limitaba a contestar únicamente con monosílabos y no comía bien. Los marineros, por su parte, estaban tan descontentos con la levedad de la sentencia como los aviadores con su brutalidad. El pobre Martin, que como castigo tenía que curtir pieles con el encargado de los arneses, se sentía más atormentado por la culpa que por la pena y pasaba todos sus ratos libres junto al lecho de Blythe. La única persona satisfecha con la situación era Yongxing, que aprovechó la oportunidad para mantener conversaciones más largas con Temerario en chino; eran privadas, ya que el dragón no hacía ningún esfuerzo por incluir a Laurence en ellas.
No obstante, Yongxing pareció menos complacido a la conclusión de su última charla con Temerario, cuando éste siseó, desplegó la gorguera y prácticamente derribó a Laurence al enroscarse a su alrededor en gesto posesivo.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Laurence, tratando en vano de asomarse por encima de los enormes costados negros que le rodeaban. Las constantes injerencias de Yongxing le producían una terrible irritación y estaba a punto de perder la paciencia.
—Me ha estado hablando de China y de cómo funcionan allí las cosas para los dragones —contestó Temerario, evasivo, por lo que Laurence sospechó que la situación que le habían descrito le gustaba—. Pero después me ha dicho que debería tener un compañero más digno que tú y que te van a despedir.
Cuando lo convenció al fin de que se desenroscara, Yongxing se había ido «encendido de rabia», según informó Ferris con un regocijo poco apropiado para un teniente, pero Laurence no estaba nada contento.
—No voy a dejar que angustien a Temerario de esta manera —le dijo enojado a Hammond mientras trataba en vano de convencerle para que le llevara un mensaje muy poco diplomático al príncipe.
—Está siendo usted muy estrecho de miras con este asunto —le dijo Hammond, lo que enojó a Laurence aún más—. Si durante el transcurso de este viaje se puede convencer al príncipe Yongxing de que Temerario no va a querer separarse de usted, mejor para nosotros; así estarán más dispuestos a negociar cuando lleguemos por fin a China —hizo una pausa y preguntó con una expectación que terminó de enfurecer a Laurence—: ¿Está usted seguro de que no querrá?