Richard Gordon sentía que iba emborrachándose. Su cara, reflejada en el espejo detrás del mostrador, empezó a parecerle extraña.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó al comunista alto.
—Jack. Nelson Jack.
—¿Dónde ha estado usted antes de venir aquí?
—En muchos sitios —contestó el comunista—. En Méjico, en Cuba, en Sudamérica, y vuelta.
—Lo envidio —dijo Richard Gordon.
—¿Por qué me envidia? ¿Por qué no se pone usted a trabajar?
—He escrito tres libros —contestó Richard Gordon—. Ahora estoy escribiendo uno sobre Gastonia.
—Bien —dijo el alto—. Muy bien. ¿Cómo ha dicho usted que se llama?
—Richard Gordon.
—¡Ah! —exclamó el alto.
—¿Qué quiere usted decir con «¡Ah!»?
—Nada.
—¿Ha leído usted mis libros?
—Sí.
—¿No le gustan?
—No.
—¿Por qué?
—Prefiero no decirlo.
—Dígalo.
—Me parecieron una mierda —dijo el alto volviéndose para alejarse.
—Creo que ésta es mi noche —dijo Richard Gordon—. Esta es mi gran noche. ¿Qué ha dicho usted que quería tomar? —preguntó al pelirrojo—. Me quedan dos dólares.
—Una cerveza —contestó el pelirrojo—. Usted es mi compadre. A mí todos sus libros me parecen muy buenos. Que se vaya a la mierda ese cochino extremista.
—¿No tiene usted uno de sus libros ahí? —preguntó el otro veterano—. ¡Cuánto me gustaría leerlo! ¿Ha escrito usted alguna vez para Cuentos del Oeste o para Ases de la Guerra? Yo podría leer Ases de la Guerra todos los días.
—¿Quién es ese pájaro alto? —preguntó Richard Gordon.
—Ya le he dicho que no es más que un cochino extremista. El campamento está lleno de extremistas. Nos los quitaríamos de en medio, pero, como le digo, la mayoría de los compañeros no pueden recordar en casi todo el día.
—¿Qué es lo que no pueden recordar?
—No pueden recordar nada —dijo el otro.
—¿Me ve usted a mí? —preguntó el pelirrojo.
—Sí —contestó Richard Gordon.
—¿Creería usted que tengo la mujercita más buena del mundo?
—¿Por qué no?
—Pues la tengo. Y está loca por mí. Es como una esclava. «Dame otra taza de café», le digo. «Muy bien, Pop», me contesta. Y me la sirve. Lo mismo en todo. Está loca por mí. Mis caprichos son ley.
—Sólo que, ¿dónde está? —preguntó el otro veterano.
—Ahí está la cosa —replicó el pelirrojo—. Ahí está la cosa, compadre. ¿Dónde está?
—No sabe dónde está —replicó el otro.
—No sólo eso —dijo el pelirrojo—. No sé ni dónde la vi por última vez.
—Ni siquiera sabe en qué país está.
—Pero mira, compadre, dondequiera que esté, esa chica es fiel —dijo el pelirrojo.
—Has dicho una gran verdad —replicó el otro—. Puedes apostarte la vida.
—A veces pienso que quizá sea Ginger Rogers y que se ha dedicado al cine.
—¿Por qué no? —replicó el otro.
—Por otra parte, ahora la estoy viendo en casa esperándome.
—Sí, con el puchero puesto —dijo el otro.
—Sí —replicó el pelirrojo—. Es la mujercita más buena del mundo.
—También mi madre es buena.
—También.
—Pero murió —dijo el otro—. No hablemos de ella.
—¿Usted no es casado, compadre? —preguntó el pelirrojo a Richard Gordon.
—Sí.
Ante el mostrador, cuatro hombres más allá, vio la cara roja, los ojos azules y el rubio bigotito con rocío de cerveza del profesor MacWalsey, que tenía la vista fija enfrente. Mientras Richard Gordon lo observaba, acabó su vaso de cerveza y con el labio inferior se chupó la espuma del bigote. Richard Gordon notó que le brillaban mucho los ojos azules.
Al mirarle notó también una impresión de angustia en el pecho. Por primera vez supo lo que siente un hombre al mirar a otro por quien le deja su mujer.
—¿Qué le pasa? —le preguntó el pelirrojo.
—Nada.
—Se le ve que no se siente bien.
—No.
—Se diría que ha visto usted un fantasma.
—¿Ve usted a aquel individuo del bigote? —preguntó Richard Gordon.
—¿Aquél?
—Sí.
—¿Por qué?
—Nada —contestó Richard Gordon—. ¡Maldita sea! Nada.
—¿Le preocupa ese individuo? Le podemos dar una paliza. Lo agarramos los tres y usted lo patea.
—No —dijo Richard Gordon—. No serviría para nada.
—Lo cazaremos cuando salga —replicó el pelirrojo—. No me gusta su cara. Al muy cochino le encuentro cara de canalla.
—Le odio —dijo Richard Gordon—. Me ha destrozado la vida.
—Le daremos una paliza —dijo el segundo veterano—. ¡Qué miserable! Mira, Rojo, busca un par de botellas, que lo vamos a matar. ¿Cuándo quiere usted que lo matemos, compadre? ¿Podemos tomar otro vaso?
—Tenemos un dólar y sesenta centavos —contestó Richard Gordon.
—Entonces será mejor que tomemos otra cosa —dijo el veterano—. Se me hace la boca agua.
—No —dijo el otro—. La cerveza, sienta mejor. Esta es cerveza a presión. Sigue tomando cerveza. Vamos a darle una paliza a ése y después volveremos a tomar otra cerveza.
—No. Déjenlo en paz.
—¿Qué le vamos a dejar? Usted ha dicho que esa rata le ha destrozado su mujer.
—Mi vida. No mi mujer.
—¡Cristo! Perdone. Lo siento, compadre.
—Ha hecho quiebra y ha arruinado al banco —dijo el otro—. Estoy seguro de que ofrecen una recompensa por él. He visto hoy su retrato en la oficina de correos.
—¿Qué estabas haciendo tú en correos? —preguntó el otro receloso.
—¿No puedo ir a buscar una carta?
—¿Por qué no las recibes en el campamento?
—¿Crees que he ido a la caja de ahorros?
—¿Qué has estado haciendo en correos?
—He entrado al pasar.
—Toma esto —le dijo el otro largándole un puñetazo.
—Ya están otra vez los compañeros de celda —dijo alguien. Agarrándose, pegándose a puñetazos y a rodillazos, los echaron por la puerta a empujones.
—Que se peguen en la acera —dijo el joven de las espaldas anchas—. Se pegan tres o cuatro veces todas las noches.
—Son dos bronquistas —dijo otro veterano—. Rojo era buen peleador en otros tiempos, pero tiene rale.
—Los dos la tienen.
—Rojo la atrapó boxeando en un ring —dijo un veterano pequeño—. Su rival tenía rale y estaba lleno de llagas en la espalda y en los hombros. Cada vez que entraban en un clinch le restregaba el hombro a Rojo en la nariz o en la boca.
—¡Qué idiotez! ¿Por qué ponía Rojo la cara?
—Así boxeaba Rojo en los clinchs. Bajaba la cabeza y el otro le restregó el morro.
—Eso es un cuento. Nadie ha atrapado rale boxeando.
—Te parecerá a ti. Mira, Rojo era uno de los mejores que has conocido. Yo lo conocía bien. Estaba en mi compañía. Era un buen boxeador, lo que se dice un buen boxeador. Además estaba casado con una chica muy buena, lo que se dice buena. Y así me muera si no fue Benny Sampson quien le contagió la rale.
—Entonces, siéntate —dijo otro veterano—. ¿Cómo se contagió Poochy?
—En Shanghai.
—¿Y tú?
—Yo no la tengo.
—¿Y Suds?
—En Brest, cuando volvía a Estados Unidos.
—No habláis más que de eso. ¿Qué importa tener rale o no tenerla?
—Tal como somos ahora, nada —dijo el otro—. Tan feliz se es teniéndola.
—Poochy es más feliz. No sabe dónde está.
—¿Qué es rale! —preguntó el profesor MacWalsey al que estaba a su lado.
El otro se lo dijo.
—¿Cuál será el origen de esa palabra? —dijo el profesor MacWalsey.
—No lo sé —contestó el otro—. Yo la he oído desde que me alisté.
—Me gustaría saberlo —dijo el profesor MacWalsey—. La mayoría de esas palabras son antiguas palabras inglesas.
—¿Por qué le llaman rale? —preguntó a otro el veterano que estaba al lado del profesor MacWalsey.
—No lo sé.
Nadie parecía saberlo, pero todos disfrutaron de la atmósfera de una seria conversación filológica.
Richard Gordon acabó por estar al lado del profesor MacWalsey.
Cuando Rojo y Poochy empezaron a pegarse, se vio empujado y no se resistió.
—Hola —le dijo el profesor MacWalsey—. ¿Quiere tomar una copa?
—Con usted, no —contestó Richard Gordon.
—Creo que tiene usted razón. ¿Ha visto alguna vez algo parecido?
—No —contestó Richard Gordon.
—Es muy extraño —dijo el profesor MacWalsey—. Son asombrosos. Yo siempre vengo aquí por la noche.
—¿No se ha visto en ningún lío?
—No. ¿Por qué me voy a ver?
—Los borrachos son pendencieros.
—Nunca me ha pasado nada.
—Hace un par de minutos que un par de amigos míos querían darle a usted una paliza.
—¡Hombre!
—Les debía haber dejado.
—No creo que cambiaran las cosas —replicó el profesor MacWalsey con su rara manera de hablar—. Si le molesto, me voy.
—No —dijo Richard Gordon—. No me disgusta estar cerca de usted.
—Bueno —dijo el profesor MacWalsey.
—¿Usted ha estado casado alguna vez? —preguntó Richard Gordon.
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—Mi mujer murió durante la epidemia de gripe en 1918.
—¿Por qué quiere usted volver a casarse?
—Creo que ahora haría mejor marido.
—Y ha elegido usted mi mujer.
—Sí —contestó el profesor MacWalsey.
—Maldito sea —replicó Richard Gordon al mismo tiempo que le daba un puñetazo en la cara.
Alguien le agarró del brazo. Consiguió soltarse, pero alguien le dio un tremendo golpe por detrás de la oreja. Vio que el profesor MacWalsey, que estaba con su cara roja, parpadeando, ante el mostrador, alargaba la mano para agarrar otro vaso de cerveza en sustitución del que le había volcado él. Echó el brazo atrás para darle otro puñetazo, pero, al echarlo, detrás de su oreja volvió a estallar otra vez algo y las luces brillaron, giraron y se apagaron.
Se encontró de pie en el umbral del bar. Sentía un fuerte dolor de cabeza. La habitación se bamboleaba y oscilaba suavemente. Vio que la gente le miraba. A su lado estaba el joven ancho de espaldas, que le dijo:
—No venga aquí a armar broncas. Bastantes arman esos borrachos.
—¿Quién me ha pegado? —preguntó Richard Gordon.
—Yo. Ese individuo es un buen parroquiano. Hay que tomar las cosas con calma. No hay que armar grescas.
Richard Gordon, a quien le flojeaban las piernas, vio que del grupo se le acercaba el profesor MacWalsey.
—Lo siento —le dijo el profesor—. Yo no quería que le pegara. No le reprocho a usted el que se sienta como se siente.
—¡Maldito sea! —exclamó Richard Gordon arrancando hacia él.
Fue lo último que recordó más tarde, porque el joven de las espaldas anchas se plantó, bajó un poco los hombros y le dio otro puñetazo, y esa vez Richard Gordon cayó de bruces al suelo de cemento. El que le pegó se dirigió después al profesor MacWalsey:
—Ya está, Doc. No volverá a molestarlo. ¿Qué le pasa a este hombre?
—Tengo que llevarlo a casa —replicó el profesor MacWalsey—. ¿No tendrá nada serio?
—Nada.
—Ayúdeme a meterlo en un taxi —dijo el profesor MacWalsey. Entre los dos, con la ayuda del chofer, lo metieron en un viejo taxi modelo T.
—¿Está usted seguro de que no le pasará nada? —preguntó el profesor MacWalsey.
—Cuando quiera usted que vuelva en sí déle un tirón de orejas. Échele agua. Pero esté prevenido por si quiere volver a pelear. No se deje agarrar, Doc.
—No —contestó el profesor MacWalsey.
Richard Gordon quedó con la cabeza en una postura rara y tenía una especie de estertor al respirar. El profesor MacWalsey puso un brazo debajo de su cabeza y se la sostuvo para que no se golpeara contra el asiento.
—¿Adonde vamos? —preguntó el chofer.
—Al otro extremo del pueblo. Más allá del Parque. A lo largo de la calle del sitio donde venden mújoles.
—La Rock Road —dijo el chofer.
—Eso es —replicó el profesor MacWalsey.
Al pasar por el primer café, el profesor MacWalsey dijo al chofer que se detuviera. Quería comprar cigarrillos. Dejó suavemente la cabeza de Richard Gordon en el asiento y entró al café. Cuando volvió al taxi, Richard Gordon había desaparecido.
—¿Adonde ha ido? —preguntó al chofer.
—Allá va.
—Alcáncelo.
Cuando le alcanzó el taxi, el profesor MacWalsey se apeó y se acercó a Richard Gordon, que iba tambaleándose en la acera.
—Venga, Gordon —le dijo—. Vamos a casa.
Richard Gordon le miró:
—¿Vamos?
—Quiero que vaya a casa en este taxi.
—Vaya usted a la mierda —dijo Richard Gordon.
—Venga, hombre. Quiero que llegue a casa sano y salvo.
—¿Dónde está su pandilla? —preguntó Richard Gordon.
—¿Qué pandilla?
—La pandilla que me ha pegado.
—Le ha pegado el matón de la casa. Yo no sabía que iba a pegarle.
—Mentira —replicó Richard Gordon largándole un puñetazo a la cara roja, pero falló, cayó de rodillas y se levantó lentamente. Tenía el pantalón roto en las rodillas, pero no lo sabía—. Venga a pegarse conmigo —dijo con voz ronca.
—Yo no me pego con nadie —dijo el profesor MacWalsey—. Si viene al taxi le dejo solo.
—Vaya usted a la mierda —le dijo Richard Gordon echando a andar.
—Déjelo —dijo el chofer—. Ya está bien.
—¿Cree usted que está bien?
—Ya lo creo. Perfectamente.
—Me preocupa —dijo el profesor MacWalsey.
—No puede meterlo en el taxi sin pelear —replicó el chofer—. Déjelo que se vaya. Ya está bien. ¿Es hermano suyo?
—En cierto sentido —contestó el profesor MacWalsey.
Miró a Richard Gordon, que se alejaba en la calle, hasta que lo perdió de vista a la sombra de los grandes árboles cuyas ramas caían hasta tocar el suelo y hundirse para crecer como raíces. Lo que pensaba mientras le seguía con la mirada no era agradable. «Es un pecado mortal, y una gran crueldad, y si bien técnicamente la religión de uno puede permitir el último resultado, no puedo perdonarme a mí mismo. Por otra parte, un cirujano no puede desistir de operar por miedo a hacer daño al enfermo. Pero, ¿por qué todas las operaciones hay que ejecutarlas en la vida sin anestésico? Si yo hubiera sido mejor de lo que soy, le habría dejado pegarme. Así se habría sentido mejor. ¡Pobre diablo! ¡Pobre hombre sin hogar! Debería haberme quedado con él, pero sé que no me hubiera podido soportar. Estoy avergonzado y descontento de mí mismo y detesto lo que he hecho. También es posible que todo resulte mal. Pero no tengo que pensar en eso. Ahora recurriré al anestésico que vengo usando desde hace diecisiete años y que no necesitaré mucho más tiempo. Aunque es probable que ya no sea más que un vicio para el que invento excusas. Al menos es un vicio que me sienta bien. Pero quisiera poder ayudar a ese pobre hombre a quien estoy haciendo daño.»