»Al fin me dijo que no podía aclarármelo más sin peligro, me dio un champú y me lo onduló. Yo tenía miedo hasta de mirarme en el espejo. Me hizo raya a un lado y me lo levantó con unos ricitos detrás de las orejas. Todavía estaba mojado y no podía darme cuenta del aspecto que tenía. Lo único que veía era que había cambiado del todo y me extrañaba a mí misma. Después me puso una redecilla y bajó el secador y yo seguía teniendo miedo. Cuando saqué la cabeza del secador, me quitó la redecilla y las horquillas, me peinó y el pelo parecía de oro.
»Al salir me vi en un espejo. El pelo brillaba tanto como el sol y lo sentía tan blando y sedoso cuando lo tocaba, que no podía creer que era mío y la emoción me sofocaba.
»Fui a pie al café del Prado, donde me esperaba Harry. De la emoción me sentía muy rara por dentro, como a punto de desmayarme. Harry se puso en pie al verme llegar y no podía quitarme los ojos de encima y con una voz ronca y rara me dijo:
»—¡Jesús y María! ¡Qué bonita estás!
»—¿Te gusto rubia? —le pregunté.
»—No hablemos de eso —me contestó—. Vámonos al hotel.
»—Muy bien, vámonos —le dije yo. Tenía veintiséis años entonces.
»Así era siempre conmigo y así era yo siempre con él. Él decía que no había conocido ninguna como yo y yo sé que no había hombres como él. Lo sé demasiado bien ahora que ha muerto.
»Tengo que empezar a hacer algo. No tengo más remedio. Pero cuando tiene una un hombre como aquél y va un cubano piojoso y lo mata, no se puede empezar en seguida, porque parece que no le queda a una nada dentro. No es como cuando se iba de viaje. Entonces volvía siempre, pero ahora no cuento con nadie en todo el resto de mi vida. Además me he hecho grandota y soy fea y vieja y no está él para decirme que no. Ahora tendría que pagar a un hombre para acostarme con él, y creo que no lo desearía. Así son las cosas. No puede ser peor.
»Además era muy bueno para mí y hombre sólido, y siempre hacía dinero de alguna manera y yo no tenía que preocuparme del dinero, no tenía que preocuparme más que de él, y ahora ha desaparecido todo eso.
»Lo que importa no es lo que le sucede al que muere. No me importaría ser yo la muerta. El médico dijo que al fin no sentía más que cansancio. Ni siquiera se despertó. Me alegro de que tuviera una muerte tranquila, porque, ¡Cristo!, tuvo que sufrir mucho en la lancha. ¿Pensaría en mí? ¿En qué pensaría? Me figuro que en esos casos no se piensa en nadie. Debió de sufrir mucho. Pero al final no sintió más que cansancio. Ojalá fuera yo la muerta. Pero no sirve para nada el desearlo. No vale la pena desear nada.
»No pude ir al entierro. Pero la gente no lo comprende. No saben cómo me siento. Porque los hombres buenos escasean. Las demás no los tienen. Nadie sabe lo que siento yo, porque no saben cómo era él en esa cuestión. Yo lo sé demasiado bien. ¿Y qué voy a hacer si vivo veinte años más? Nadie me lo va a decir más y ya no me queda más que ir tirando y empezar a hacer algo en seguida. Eso es lo que tengo que hacer. Pero lo que yo quisiera saber es qué diablos hacer de noche.
»¿Cómo se pasa la noche cuando no se puede dormir? Hay que darse cuenta de lo que es perder un marido. Yo creo que se la da una de veras. De todo se da una cuenta en esta cochina vida. Ya lo creo. Yo empiezo a darme cuenta ahora. Se muere una por dentro y todo resulta fácil. Se muere una y se queda como está la mayor parte del tiempo la mayoría de la gente. Eso es lo que pasa. Yo creo que eso es lo que le pasa a una. Bueno, yo he empezado bien. Yo he empezado bien, si es eso lo que hay que hacer. Me figuro que es eso lo que hay que hacer. Sí, eso es. A eso se reduce. Bueno. Entonces, yo he empezado bien. Llevo ventaja a todo el mundo.»
Afuera hacía un día resplandeciente y fresco de invierno subtropical. Las ramas de las palmeras se agitaban al soplo de un leve viento del norte. Por delante de la casa pasaban en bicicleta unos invernantes que iban riéndose. Al otro lado de la calle graznó un pavo real.
De la ventana se podía ver el mar ceñudo, nuevo y azul a la luz del invierno.
En el puerto entraba un gran yate blanco. A siete millas, pequeño y perfilado contra el mar azul, se veía en el horizonte un buque petrolero que peinaba el arrecife al hacer rumbo oeste para no gastar combustible contra la corriente.
FIN DE “TENER Y NO TENER”
ERNEST MILLER HEMINGWAY, (Oak Park, Illinois, 21 de julio de 1899 - Ketchum, Idaho, 2 de julio de 1961) fue un escritor estadounidense, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1954.
Trabajó como periodista del
Star de Kansas City
hasta la Primera Guerra Mundial, en la que participó como conductor de ambulancias, siendo herido en el frente austroitaliano. En 1924 trabajó de corresponsal del
Toronto Star
en París.
Durante la guerra civil española trabajó como corresponsal de guerra en Madrid y la experiencia inspiró una de sus más grandes obras,
Por quién doblan las campanas
, y su única obra teatral,
La quinta columna
. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se instaló en Cuba, donde había trabajado, con exilados de la Guerra Civil Española para el contraespionaje.
En 1960, después que Fidel Castro tomara posesión de su casa La Vigía, cambió su residencia a Idaho. Sufrió procesos depresivos graves, que le valieron ser hospitalizado dos veces, y se suicidó un año después, disparándose un tiro con una escopeta.
[1]
Federal Emergency Relief Administration.
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