Se sentía muy flojo y se sentó en el asiento del volante y apretó el brazo derecho entre los muslos. Le temblaban las rodillas y a cada temblor sentía un intenso dolor cerca del hombro. Abrió las rodillas, se levantó el brazo herido y lo dejó colgando. En esa postura estaba cuando volvió a pasar la lancha. Los dos hombres sentados en la silla de pescar conversaban. Habían levantado las cañas y uno de ellos le miraba con unos prismáticos. Estaban demasiado lejos para que Harry pudiera oír lo que decían. Tampoco le hubiera servido para nada el oírlo.
A bordo de la lancha alquilada South Florida, que navegaba en el canal de Woman Key porque el mar estaba demasiado movido para salir de la barra, el capitán Willie Adams pensaba: «De modo que Harry ha cruzado anoche. Tiene agallas. Ha debido de correr todo el temporal. La lancha es muy marinera. ¿Cómo se le habrá roto el parabrisas? A mí nadie me hubiera hecho cruzar anoche. Cualquiera me hace traer ahora bebidas de Cuba. Ahora las traen de Mariel. Dicen que el camino está libre.»
—¿Qué ha dicho usted, capitán?
—¿Qué lancha es ésa? —preguntó uno de los que iban en las sillas.
—¿Esa lancha?
—Sí, esa lancha.
—Ah, es una lancha de Cayo Hueso.
—He preguntado de quién es esa lancha.
—No lo sé.
—¿El dueño es pescador?
—Hay quien dice que sí.
—¿Qué quiere usted decir?
—Hace un poco de todo.
—¿No sabe usted cómo se llama?
—No, señor.
—Le ha llamado usted Harry.
—Yo, no.
—Le he oído llamarle Harry.
El capitán Willie Adams miró al hombre que le estaba hablando y vio una cara de buen color, pómulos salientes, labios finos, boca desdeñosa y unos ojos grises muy hundidos que le miraban de debajo de un sombrero de tela y ala ancha.
—Me habré equivocado —contestó el capitán Willie.
—Puede usted ver que el hombre está herido, doctor —dijo el otro alargando los prismáticos a su compañero.
—Puedo verlo sin prismáticos —dijo el hombre a quien habían llamado doctor—. ¿Quién es ese hombre?
—No lo sé —contestó el capitán Willie.
—Ya lo sabrá usted —replicó el de la boca desdeñosa—. Apunte los números de proa.
—Ya los tengo, doctor.
—Vamos allí a echar un vistazo —dijo el doctor.
—¿Es usted doctor? —preguntó el capitán Willie.
—No en medicina —contestó el de los ojos grises.
—No siendo médico, yo no iría allí.
—¿Por qué no?
—Si nos necesitara nos hubiera hecho una señal. Si no nos necesita, lo demás no nos importa. Aquí nadie se ocupa de asuntos ajenos.
—Bueno. Ahora ocúpese usted de los suyos. Llévenos a aquella lancha.
El capitán Willie no cambió de rumbo. El Palmer dos cilindros tosía con regularidad.
—¿No me ha oído usted?
—Sí, señor.
—¿Por qué no cumple la orden?
—¿Quién demonios se cree usted? —preguntó el capitán Willie.
—No se trata de eso. Haga lo que le digo.
—¿Quién se cree usted?
—Muy bien. Para su información, le diré que soy actualmente uno de los tres hombres más importantes de los Estados Unidos.
—¿Qué demonios está usted entonces haciendo en Cayo Hueso?
El otro se inclinó hacia el capitán Willie y le dijo en tono impresionante:
—Es Frederick Harrison.
—No he oído nunca ese nombre —replicó el capitán Willie.
—Ya lo oirá usted —dijo Frederick Harrison—. Y en este pueblecito hediondo lo van a oír todos aunque tenga que arrancarlo de raíz.
—¡Qué simpático es usted! —dijo el capitán Willie—. ¿Cómo ha llegado a ser tan importante?
—Es uno de los funcionarios de más categoría —dijo el otro.
—¡Hombre! —contestó el capitán Willie—. Si tiene tanta categoría, ¿qué hace en Cayo Hueso?
—Ha venido a descansar —explicó el secretario—. Lo van a nombrar gobernador general de…
—Basta, Willie —dijo Frederick Harrison—. Ahora, llévenos a aquella lancha —añadió sonriendo. Tenía una sonrisa reservada para aquellas ocasiones.
—No, señor.
—Mire usted, pedazo de idiota. Lo va usted a pagar…
—Bueno —replicó el capitán Willie.
—Usted no sabe quién soy yo.
—Me tiene sin cuidado.
—Ese hombre es contrabandista, ¿verdad?
—¿Le parece a usted?
—Probablemente habrá una recompensa para quien lo entregue.
—Lo dudo.
—Es un delincuente.
—Tiene familia y tiene que comer y dar de comer a su familia. ¿Qué cree usted que puede comer aquí la gente trabajando para el gobierno por seis dólares y medio semanales?
—Está herido. Eso quiere decir que se ha visto en un jaleo.
—A no ser que se haya pegado un tiro por divertirse.
—Ahórrese la gracia. Ahora va usted a la lancha y nos la vamos a llevar con hombres y todo.
—¿Adónde?
—A Cayo Hueso.
—¿Tiene usted autoridad?
—Ya le he dicho a usted quién es —dijo el secretario.
—Muy bien.
El capitán hizo fuerza en el timón, viró y se acercó tanto al borde del canal que la hélice levantó un remolino de fango. Después se acercó adonde estaba la otra lancha entre mangles.
—¿Tiene algún arma a bordo? —preguntó Frederick Harrison al capitán Willie.
—No, señor.
Los dos pasajeros se habían ya puesto en pie para mirar a la otra lancha.
—Eso es mejor que pescar, ¿eh, doctor? —preguntó el secretario.
—El pescar es una tontería —contestó Frederick Harrison—. Si se pesca un pez espada no se sabe qué hacer con él. No puede uno comerlo. Esto es verdaderamente interesante. Me alegro de conocerlo de primera mano. Herido como está, no se nos puede escapar. Hay demasiada mar. Conocemos su lancha.
—Realmente lo va usted a capturar solito —le dijo el secretario con admiración.
—Y sin armas —añadió Frederick Harrison.
—Sin los aspavientos de la policía federal.
—Edgar Hoover exagera su propaganda —dijo Frederick Harrison—. Creo que ya le hemos tolerado bastante. Vaya acercándose —dijo al capitán Willie. El capitán desembragó y la lancha siguió sin motor.
—¡Eh! —gritó el capitán Willie a la otra lancha—. No asoméis la cabeza.
—¿Qué es eso? —exclamó Harrison enojado.
—Cállese —le replicó el capitán Willie, que llamó a la otra lancha—: ¡Eh! Largaos al pueblo y no os asustéis. No importa la lancha. Se la van a llevar. Descargad las bolsas y largaos al pueblo. Tengo a bordo un tipo que parece ser un esbirro de Washington. Dice que es más importante que el presidente. Quiere echaros mano. Cree que sois contrabandistas. Tiene los números de la lancha. Yo no os he visto, de modo que no sé quiénes sois. No podría identificaros…
Las dos lanchas se separaron. El capitán Willie siguió gritando:
—No sé qué sitio es éste donde os he visto. No sabría volver aquí.
—Está bien —gritaron desde la canoa contrabandista.
—A este personajón lo voy a llevar de pesca hasta que anochezca —gritó el capitán Willie.
—Está bien.
—Le gustaría pescar —gritó casi desgañitándose el capitán Willie—. Pero el tipo dice que no puede comer la pesca.
—Gracias, hermano —dijo la voz de Harry.
—¿Es hermano suyo? —preguntó Frederick Harrison. Estaba congestionado, pero no se le había extinguido su sed de información.
—No, señor —contestó el capitán Willie—. Casi todos los de las lanchas nos llamamos hermanos mutuamente.
—Entraremos en Cayo Hueso —dijo Frederick Harrison, pero sin gran convicción.
—No, señor —replicó el capitán Willie—. Ustedes me han alquilado la lancha para todo el día y quiero que disfruten de lo que han pagado. Aunque me ha llamado usted idiota, disfrutará de la lancha todo el día.
—Llévenos a Cayo Hueso —dijo Harrison.
—Sí, señor —contestó el capitán Willie—. Más tarde. Mire usted, el pez espada es tan bueno como el alción. Cuando los vendíamos en La Habana a Ríos nos pagaban lo mismo que por los alciones; diez centavos la libra.
—Cállese de una vez —dijo Frederick Harrison.
—Creía que a usted, que es del gobierno, le interesarían esas cosas. ¿No tiene usted que ver en eso de los precios de los comestibles? ¿No es de esos que hacen que cuesten más?
—Cállese —dijo Frederick Harrison.
Harry había descargado la última bolsa de la lancha contrabandista.
—Dame el cuchillo de pescar —dijo al negro.
—Ha desaparecido.
Harry apretó los dos arranques y puso en marcha los dos motores. El segundo lo había puesto cuando la crisis económica llevó al auge a las lanchas que se alquilaban para pescar. Agarró el hacha y con la mano izquierda cortó la cuerda del ancla junto a la bita. «Se hundirá y la recogerán cuando recojan la carga —pensó—. Iré con la lancha a Garrison Bight, y, si se la van a llevar, que se la lleven. Tiene que verme un médico. No quiero perder un brazo además de perder la lancha. La carga vale tanto como la lancha. No se me ha roto gran cosa, pero un poco que se rompa duele mucho.»
Metió el embrague de babor y salió de entre los mangles. Los motores funcionaban suavemente. La lancha del capitán Willie estaba ya a dos millas de distancia y enfilaba hacia Boca Grande. «Creo que la marea ha subido ya bastante para ir por los lagos», pensó Harry.
Metió el embrague de estribor y los motores rugieron. Notó que la proa se levantaba y que los verdes mangles se movían en la misma dirección al faltarles agua en las raíces. «Espero que no se la llevarán —pensó—. Espero que me pondrán bien el brazo. ¿Cómo iba yo a saber que nos iban a hacer fuego en Mariel cuando hace seis meses que vamos y venimos? Así son los cubanos. Alguien no ha pagado a alguien y nosotros recibimos los balazos. Muy propio de cubanos.»
—Eh, Wesley —dijo al negro volviéndose para mirar al sollado donde yacía cubierto con una manta—. ¿Cómo te sientes?
—Bien —contestó Wesley—. No me siento peor.
—Te sentirás peor cuando el médico te la sondee —contestó Harry.
—Es usted inhumano —dijo el negro—. No tiene sentimientos humanos.
«El viejo Willie es un buen hombre —pensó Harry—. Buen hombre. Hemos hecho mejor en venir que en esperar. Era una tontería esperar. Me sentía mal y perdí el juicio.»
A proa, veía ya la blancura del hotel La Concha, los mástiles de la radio y las casas del pueblo. Se veían también los ferries de automóviles en el muelle Tumbo, donde se desviaría él para enfilar Garrison Bight. «¡Qué tipo es Willie! —pensó—. Les estaría amargando la vida. ¿Quiénes serían aquellos idiotas? Que me ahorquen si no me siento muy mal ahora mismo. Estoy muy mareado. Hemos hecho bien en volver. No era bueno esperar.»
—Mr. Harry —dijo el negro—. Siento no haberle podido ayudar a descargar las bolsas.
—Ningún negro sirve para nada si le han dado un tiro, y tú eres un verdadero negro, Wesley.
Sobre el rugido de los motores y el chapoteo de la lancha en el agua sentía un extraño y desolador murmullo en su corazón. Siempre se sentía así cuando volvía a casa al final de un viaje. «Espero que me arreglen el brazo —pensó—. Tengo que usarlo mucho todavía.»
Harry Morgan
Invierno
Habla Albert:
—Estábamos en el bar de Freddy y llegó el abogado alto y delgado y preguntó:
—¿Dónde está Juan?
—No ha vuelto todavía.
—Sé que ha vuelto y tengo que verlo.
—Claro, usted lo denunció, consiguió que lo acusen y ahora va a defenderlo —dijo Harry—. No venga aquí a preguntar dónde está. Probablemente lo tiene usted en el bolsillo.
—Mierda —dijo el abogado—. Tengo un empleo para él.
—Entonces vaya a buscarlo a otra parte —replicó Harry—. Aquí no está.
—Te digo que tengo un empleo para él.
—Usted no tiene un empleo para nadie. Es usted una peste.
En aquel momento entró el viejo del largo pelo canoso que le cae por encima del cuello. Se dedicaba a vender cosas de goma y venía a comprar medio litro. Freddy se lo sirvió y el viejo encorchó la botella y cruzó con los pies a rastras la calle.
—¿Qué te ha pasado en el brazo? —preguntó el abogado a Harry, que tenía la manga suelta con un imperdible en el hombro.
—No me parecía lindo y me lo corté —contestó Harry.
—¿Tú y quién más lo cortasteis?
—Yo y el médico —contestó Harry. Había estado bebiendo y le duraban todavía los efectos—. Yo lo tuve quieto y el médico me lo cortó. Si los cortaran por meterlos en bolsillos ajenos, a usted no le quedarían ni manos ni pies.
—¿Qué te pasó que tuvieron que cortártelo? —preguntó el abogado.
—No pregunte demasiado.
—¿Por qué no? Quiero saber qué te pasó y dónde estabas.
—Vaya usted a molestar a otro. Usted sabe dónde estaba y lo que sucedió. Calle la boca y no me moleste.
—Quiero hablar contigo —dijo el abogado.
—Hable.
—Aquí no, al fondo.
—Yo no quiero hablar con usted. De usted no puede venir nada bueno. Es usted una peste.
—Tengo algo para ti. Algo bueno.
—Bien, le voy a oír por una vez —dijo Harry—. ¿De qué se trata? ¿De Juan?
—No, no se trata de Juan.
Fueron al fondo, detrás del extremo del mostrador, adonde estaban las cabinas, y no aparecieron en bastante tiempo. En su ausencia entraron la hija de Lucie la Grande con la chica con quien andaba siempre y se sentaron al mostrador a tomar coca-cola.
—Dicen que no van a permitir a las chicas en la calle después de las seis de la tarde en ningún local —dijo Freddy a la hija de Lucie la Grande.
—Eso dicen.
—El pueblo se va a poner espantosamente aburrido —dijo Freddy.
—Ya lo es. Sale una a tomar un sandwich y una coca-cola y la detienen y le echan una multa de quince dólares —replicó la otra.
—A eso se dedican ahora —dijo la hija de Lucie la Grande—. A detener a gente divertida. A todo el que tenga cara alegre.
—Si en este pueblo no sucede algo, las cosas van a ir muy mal.
En aquel momento aparecieron Harry y el abogado, y el abogado le dijo:
—Bueno, ¿estarás allí?
—¿Por qué no los trae aquí?
—No. No quieren venir aquí. Ha de ser allí.
—Bien.
Harry se acercó al mostrador y el abogado salió.
—¿Qué quieres tomar, Al? —me preguntó Harry.