—Muy bien. ¡La llave!
John se puso de pie de nuevo.
—La he dejado puesta.
—Entonces, cójala. No voy a subir al maldito coche sin haberme asegurado de que no me ha mentido. ¡Deme la llave!
Él retrocedió hasta el coche.
Tara todavía no se ha dado cuenta de que hay alguien más dentro, pensó John, de lo contrario ya lo habría obligado a bajar con la llave. Claro, los faros del coche la cegaban. No puede ver nada de lo que hay detrás.
Pensó si podía sacar partido de esa ventaja. El hecho de que Tara Caine creyera tener un único adversario, a pesar de que en realidad fueran dos, podía ser un as en la manga. Ojalá el as no hubiera sido Samson Segal.
Cuando estuvo junto al coche, se dio la vuelta y abrió la puerta del conductor. En el último segundo tuvo que reprimir una exclamación de sorpresa: el asiento del pasajero estaba vacío.
Con un rápido vistazo constató que el asiento trasero estaba igualmente vacío, igual que el maletero.
Samson Segal había salido del coche. Por detrás, sin duda. John no lo habría creído capaz de hacerlo. Debía de haber descubierto el botón para desbloquear las puertas que estaba junto al volante y debía de haberlo pulsado, seguramente se había arrastrado hacia la parte trasera del coche, había abierto un poco el maletero y había salido a hurtadillas.
¿Y ahora qué? ¿Qué se proponía?
John sintió una gran inquietud. Había un par de arbustos a ambos lados de la carretera y, pese a no tener hojas en esa época del año, estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve. Debía de haberse escondido por detrás, John no era capaz de imaginar otra opción.
Eso podía salir condenadamente mal.
Le había dicho que no se moviera, pensó, furioso. Cuando lo atrape, se va a enterar.
—¿Tardará mucho? —gritó Tara.
John quitó la llave del contacto.
Temía que Samson estuviera pensando en cometer una locura. Era el peor momento imaginable para que se hiciera el héroe. Estaba desesperadamente enamorado de Gillian y, sin duda alguna, estaba lo suficientemente loco como para intentar erigirse como su salvador, aunque en realidad cualquier intento estuviera destinado al fracaso.
No debería haberlo traído aquí conmigo. Ha sido una mala idea desde el principio.
Con la llave en la mano, se acercó poco a poco a las dos mujeres. Le habría gustado volver la mirada a derecha e izquierda para intentar ver a Samson y poder hacerse una idea de lo que planeaba, pero no se atrevió. Tara se habría dado cuenta de que buscaba algo o a alguien con la vista. No podía cometer el error de subestimar a Tara Caine.
—De acuerdo —convino John—, aquí tengo la llave.
—Démela. ¡Como ha hecho con el móvil!
Lanzó la llave para que se deslizara por encima de la nieve, pero apuntó de tal manera que quedara alejada del teléfono. No quería ponerle las cosas tan fáciles.
—¿Por casualidad no irá armado, ex poli? —preguntó Tara.
—No.
—¡Quítese la chaqueta y arrójela bien lejos de donde está!
John obedeció. Ella lo registró con la mirada, pero no encontró ningún bulto revelador en el jersey que indicara la presencia de una funda para pistola. Tuvo que darse por satisfecha con ello, puesto que las circunstancias no le permitían cachearlo más a fondo.
John observó cómo Tara se ponía en cuclillas muy despacio. Con el lazo de alambre obligaba a Gillian a que la acompañara en todos los movimientos mientras seguía amenazándola en el cuello con la navaja. Sin embargo, se acercaba un momento crítico para Tara. Solo tenía dos manos. Con una tenía que sostener el lazo. Con la otra, primero tenía que coger el móvil y metérselo en el bolsillo y luego tendría que contorsionarse bastante para alcanzar la llave. ¿Sostendría la navaja entre los dientes? ¿O con la otra mano? John sabía que era el momento de reducirla, porque no sería capaz de apuñalarla en un acto reflejo. Tal vez sería la única oportunidad que se le presentaría. John calculó la distancia que lo separaba de las dos mujeres. Demasiada. No sería lo suficientemente rápido.
Como si hubiera podido leerle el pensamiento, Tara se detuvo de repente antes de coger el teléfono.
—Atrás —ordenó—. ¡Hasta el coche! ¡Y enseguida!
La orden llegó acompañada de un tirón al lazo de alambre. Gillian gimió y se llevó instintivamente las dos manos a la garganta, aunque no logró meter ni un dedo entre el alambre y la piel. El lazo estaba demasiado tirante.
John no tuvo más remedio que obedecer. Poco a poco, retrocedió.
—Así está bien —dijo Tara cuando él llegó junto al coche. Con cuidado, agarró la navaja con la mano del lazo y utilizó la otra para recoger el móvil y metérselo en el bolsillo de la chaqueta.
A continuación intentó alcanzar la llave, aunque no lo consiguió. Estaba demasiado lejos.
En ese momento, John vio aparecer a Samson por detrás del Jaguar. Realmente había conseguido escabullirse por los arbustos sin que nadie se diera cuenta, había rodeado el coche y se encontraba ya a pocos pasos por detrás de las dos mujeres. Tenía la ventaja que John habría necesitado para reducir a Tara: por encima de todo, estaba lo suficientemente cerca. Y además de eso, ella ni siquiera sabía que Samson estaba allí. Con un poco de maña, incluso podría acercarse todavía más sin que ella se diera cuenta.
Con un poco de maña…
El término «maña» relacionado con Samson le pareció absurdo, pero John decidió aferrarse a esa mínima esperanza que, a pesar de todo, seguía existiendo. Él tampoco había podido hacer nada más que cumplir las órdenes de Tara y en ese momento estaba condenado a esperar lo que sucediera a continuación. Entretanto, Samson había empleado el tiempo para situarse en una posición más ventajosa. Tenía posibilidades de conseguirlo. No podía echar a perder esa oportunidad.
Tara se levantó de nuevo mientras obligaba a Gillian a hacer lo mismo.
Tuvo que moverse unos dos pasos hacia un lado para poder recoger la llave. John pudo ver la rabia en su rostro. Quedaba claro que se había dado cuenta de que John había apuntado mal a propósito.
Ahora, pensó John, ¡ahora!
Tal vez funcionó la telepatía, porque Samson echó a correr de repente. Él, que se caracterizaba por su comportamiento vacilante, titubeante e inseguro, se precipitó hacia delante con decisión. En menos de un segundo alcanzó a las dos mujeres, justo a tiempo, porque Tara oyó o intuyó el movimiento que tenía lugar a su espalda y se dio la vuelta. Samson chocó contra ella con tanto ímpetu que Tara ni siquiera tuvo tiempo de defenderse. Soltó a Gillian y cayó al suelo. Seguía con la navaja bien agarrada en la mano, en cuestión de un segundo podía imponerse al coraje de Samson y apuñalarlo entre las costillas, puesto que tras el golpe él se había quedado de piedra.
Sin embargo, John ya había tenido tiempo de llegar hasta allí. Empujó a Samson hacia un lado, apoyó una rodilla sobre el tórax de Tara y la desarmó con un único y hábil movimiento. A continuación se enderezó y la obligó a levantarse poco a poco mientras le agarraba un brazo a la espalda.
—Ni un movimiento en falso —la advirtió—, o le dolerá.
De repente, ella pareció aturdida, puesto que no dijo nada, ni tampoco ofreció ningún tipo de resistencia.
En un momento se vio derrotada y se sintió incapaz de imaginar siquiera la manera de cambiar esa situación.
No obstante, John no bajó la guardia ni un momento. No solo seguía siendo peligrosa, sino que además no tenía nada que perder.
—Y ahora, al coche —dijo John— y despacio. Paso a paso. Si hace lo que le diga, no tendré que hacerle daño, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
A John le habría gustado preocuparse por Gillian, pero eso tendría que esperar. Lo primero era garantizar la seguridad de todos ellos. Con el rabillo del ojo pudo verla acurrucada en medio de la carretera, parecía tan conmocionada como Tara. Pero ella al menos había encontrado a alguien que la consolara: Samson estaba agachado a su lado y le acariciaba el pelo con torpeza. Ella no lloraba, pero tenía la cabeza apoyada en el hombro de él en un gesto que no demostraba tanta necesidad de protección como un agotamiento extremo.
El hombre parecía conmovido. Emocionado.
John se alegraba de todo corazón.
Tal vez ese fuera el gran momento de la vida de Samson Segal. Y se lo había ganado a pulso.
Cuando giró por Thorpe Hall Avenue, John se dio cuenta de que, efectivamente, algo había actuado en su alma como una especie de bálsamo. No pudo evitar sonreír cuando se percató de que él, precisamente él, había reaccionado con un sentimiento de felicidad ante la mera visión de aquellas casas unifamiliares de cuidados jardines, las calles acogedoras y los parques llenos de árboles. Habían quitado la nieve de las aceras, en algunos jardines había muñecos de nieve y sobre las matas peladas y los setos se acumulaban gruesos mantos de nieve. No había vuelto a nevar desde hacía varios días, pero el frío viento del norte había mantenido helada la que había caído con anterioridad. La semana siguiente prometía ser más cálida y todo ese esplendor reluciente se derretiría hasta desaparecer, los restos de la nieve de los bordes de la carretera se afearían con la suciedad y pronto llegaría el mes de febrero con sus lluvias. Ese día, sin embargo, el barrio parecía sacado de un cuento de Navidad.
Esperaba que a Gillian no le diera por arrancarle la cabeza si se presentaba sin avisar. Ella le había dicho que por la tarde quería tomar el tren hacia Norwich y estaría en casa hasta las dos y media. John esperaba poder llevarla en coche hasta la estación. El día anterior la había llamado y le había dicho que quería tener una conversación con su antigua colega, la sargento McMarrow, en Scotland Yard. Gillian le había pedido que la llamara si se enteraba de algo acerca de Tara, a la que habían trasladado a Londres. Él le había prometido hacerlo, con mucho gusto. Cualquier oportunidad de hablar con ella le parecía bien.
Se había reunido con Christy sobre todo para disculparse, pero Gillian no tenía por qué saberlo. Por supuesto, había hablado con la policía acerca de muchas cosas. También acerca de Samson.
—No puedo prometerte que no te traiga problemas —le había dicho ella—. Le han abierto una investigación policial a Segal y tú lo estuviste ocultando. Da igual cómo haya terminado todo, no hace falta que te diga que…
—Claro —la interrumpió él—. Lo sé.
—Yo intercederé en tu favor, por supuesto. Y también a favor de Segal. Si no lo he entendido mal, fue él quien os salvó en Peak District.
—Exacto. No sé qué habríamos hecho si él no hubiera intervenido.
Ella lo miró con los ojos entornados.
—Como ya te dije el otro día, estabas muy bien informado, John. Si no dispones de aptitudes clarividentes y, dicho sea de paso, no creo que así sea, estabas al corriente de detalles a los que no deberías haber tenido acceso. Supongo que sigues sin querer darme información al respecto, ¿no?
—No.
—Me lo imaginaba —dijo ella.
—¿Qué pasa con Caine? —preguntó John.
—Está en prisión preventiva. Tenemos la declaración de Gillian Ward acerca de todo lo que Tara Caine le contó. Aunque entretanto ella también ha confesado.
—Y supongo que todo encaja.
—Vaya si encaja. —Christy enumeró los delitos—: El asesinato de Lucy Caine-Roslin. El asesinato de Carla Roberts. El asesinato de la doctora Anne Westley. El de Thomas Ward. El secuestro e intento de asesinato de Gillian Ward. Eso ya basta para condenarla a varias cadenas perpetuas. Menuda chiflada, ¿no? Y eso que siempre aparentaba ser tan profesional, tan seria. Pero debió de ser precisamente ese carisma lo que le allanó el camino. Carla Roberts no la conocía personalmente, pero probablemente debía de haber sido por eso por lo que había abierto la puerta: porque inspiraba confianza.
A esas alturas, John ya conocía toda la historia de Gillian. Aquella misma noche en Peak District se lo había contado todo. Nerviosa, desesperada y, a pesar de todo, demostrando compasión por aquella mujer que había sido su mejor amiga.
—Tara Caine también es una víctima —dijo John—. Sufrió lo indecible. La certeza de que pasará el resto de sus días entre rejas no debe de ser algo precisamente agradable.
Christy se encogió de hombros.
—Así es la vida a veces. Ya sabes que las cosas no son simplemente blanco o negro. Pero no olvides que tres personas absolutamente inocentes han perdido la vida con todo esto. Carla Roberts y Anne Westley eran dos ancianas completamente inofensivas que no fueron capaces de ver o de juzgar correctamente la situación desesperada de otra persona y eso tampoco las convertía en culpables de nada. Asimismo, Thomas Ward no le había hecho ningún daño a nadie, se limitó a cruzarse en el camino de una demente con ansias de venganza. Y respecto a la anciana Caine-Roslin: puede que hubiera sido una madre lamentable y por supuesto habría merecido pasar un tiempo en la cárcel por lo que le hizo a su hija. Pero la manera que Tara Caine encontró de resolver el problema no fue la correcta. No podía matarla, por comprensible que a ella pudiera parecerle. Nuestra sociedad no puede permitir ese tipo de comportamientos.
—Lo sé. Por supuesto que lo sé.
John detuvo el coche frente a la casa de Gillian. En medio de tanta nieve, con el mirador que daba al jardín delantero y los ventanales con travesaños, parecía una casita de azúcar. Pudo comprender que no quisiera seguir viviendo allí. No solo porque hubiese sido allí donde había encontrado el cadáver de su marido, asesinado a tiros en el comedor, lo que debía de convertir la casa en un lugar insoportable. Es que además ya no era adecuada para Gillian, como lo había sido para ella y su familia, un nido pequeño e idílico con su frontón, su torreta y los árboles frutales en el jardín.
Esos tiempos habían quedado atrás para siempre. Del modo más atroz posible, Gillian se había convertido en otra persona.
John salió del coche, recorrió el sendero del jardín y llamó a la puerta. Esperaba que ella no hubiera partido antes de lo planeado, pero la puerta se abrió enseguida.
Gillian.
Eran poco más de las dos y John había esperado encontrarla más o menos preparada para marcharse. Sin embargo, apareció con unas mallas negras, un jersey grueso y los pies descalzos enfundados en unas pantuflas.
—Oh —exclamó ella—. No esperaba que viniera nadie a verme.