¿En quién iba a confiar la niña, sino en el único hombre que en ese alcázar, como ella, jugaba: el Juglar? Mas si a mí nada me dijo, yo, que desde entonces la entretenía con mis pinceles y estampas y miniaturas, la encontré llorando un día, y noté la creciente plenitud de su vientre y sus pechos y ella, llorando, me dijo que lloraba porque desde hacía dos meses había dejado de sangrar.
Arredróme la noticia: ¿qué hacer con la niña inglesa, que con ojos de amor era vista por el joven heredero, Felipe, y que había cometido la indiscreción —peor que el acto — de contarle la verdad al más falaz y turbio de los cortesanos, ese Juglar de agrias facciones, bufón porque ningún motivo de alegría encontraba en su existencia? Inútil era hacerle saber al Juglar que yo compartía el secreto, e instarle a guardarlo. Hubiese puesto un precio a su silencio, como al cabo se lo puso, intrigante pero estúpido, cuando le dijo al padre del Señor que sabía la verdad.
Primero ordenó nuestro insaciable Amo que la infanzona Isabel fuese trasladada durante siete meses al viejo castillo de Tordesillas. para recibir allí disciplinada educación en las artes de la corte, acompañada sólo de un maestre de campo, tres dueñas, una docena de alabarderos y el famoso médico judío, el contrahecho doc tor José Luis Cuevas, sacado de prisión, donde purgaba el delito inconfeso de hervir en aceite a seis niños cristianos a la luz de la luna, tal como lo había hecho un su antepasado con los tres infantes reales, por lo cual el Rey de entonces mandó quemar vivos a treinta mil falsos conversos en la plaza de Logroño. Fue llevado Cuevas a Tordesillas con promesa de quedar exonerado si cumplía bien su oficio en el sombrío castillo, viejo albergue de mucha realeza loca. Asistió Cuevas al parto; maravillóse de los monstruosos signos del niño y riendo dijo que más parecía hijo suyo que de tan hermosa muchacha; rió por última vez: los alabarderos le cortaron la cabeza en la cámara misma del parto, y a punto estuvieron de hacer lo mismo con el recién nacido, de no haberle defendido, como una loba a su lobezno, la joven Isabel, quien apretándolo contra su pecho, dijo:
—Si lo tocan, lo ahorcaré primero y luego me mataré yo misma, y a ver cómo explicáis mi muerte a vuestro Señor. Que la vuestra os avizora: sé que apenas regresemos al alcázar, el Señor os mandará matar como a este pobre doctor hebreo, para que nadie hable de lo aquí ocurrido. Yo he prometido, en cambio, guardar eterno silencio, ante Dios y ante los hombres, si el niño sale vivo de aquí conmigo. ¿Qué valdrá más, mi palabra o la vuestra?
Y con esto, los alabarderos huyeron, pues bien conocían la violenta disposición del padre del Señor, y no dudaron de las palabras de Isabel, quien regresó al alcázar con dos de las dueñas, mientras otra, con el maestre de campo, conducía al niño por ruta diferente. Advertido por mi joven Arria de las fechas aproximadas de los sucesos, rondé el palacio de Tordesillas desde varios días antes, y embozado, con chambergo y ropa de bandolero, asalté a la dueña y al maestre de campo, cabalgué de regreso al alcázar señorial con el bastardo en brazos y lo entregué en secreto a la niña madre, Isabel.
La discreción era mi arma y mi deseo: el heredero, Felipe, amaba a esta muchacha; se casaría con ella; la futura reina me debería los favores más señalados; yo gozaría de paz y protección para proseguir mi vocación de fraile y pintor y, también, extenderlas a hombres como tú. Cronista, y mi hermano el estrellero Toribio. Mas si la verdad se supiese, ¡qué confusión, entonces, qué desorden, qué rencores, qué incertidumbre de mis fortunas! Felipe repudiaría a Isabel; la madre de Felipe, que tantos engaños le había perdonado a su esposo, no le absolvería de esta particular transgresión; incierta sería mi fortuna: ¡derrotado, como Edipo, por el incesto! Busqué por las carcavas de Valladolid a una vieja picaza, renombrada trotaconventos, experta en renovar virgos, y condújela en secreto a la alcoba de Isabel en el alcázar, donde la vieja escofina, con grande arte, remendó el mal de la muchacha y fuese como vino, abejón entre las sombras.
Lloró Isabel a causa de sus muchas desgracias; preguntéle por el niño; la atolondrada gimió que, no sabiendo cómo cuidarle, ni alimentarle, ni nada, lo había entregado a manos de su amigo el Juglar, que en parte secreta del castillo le guardaba. Maldije la imprudencia de la joven, pues armas y más armas daba al intrigante bufón, quien, ni tardo ni perezoso, hizo saber cuanto sabía al desaforado Príncipe putañero, nuestro Señor, y pidióle dinero a cambio de guardar el secreto. El Señor llamado el Hermoso, ¿ves?, estaba convencido de que la dueña y el maestre de campo habían abandonado, según las indicaciones del rey, al recién nacido en una canasta en aguas del Ebro. Poco duró, por otra parte, el codicioso proyecto del Juglar, pues esa misma tarde, reunida toda la corte en la sala del alcázar, ofrecióle el Señor nuestro amo una copa de vino para animarle en sus bufonadas, y el incauto mimo, en medio de una cabriola, murió sofocado por el veneno.
Dime a buscar al niño perdido y encontróle en el lugar más obvio: un camastro de paja en la celda ocupada por el Juglar. Y a la dueña de Isabel, Azucena, le entregué al niño. La dueña lo llevó a Isabel y le explicó que, al morir, el Juglar había dejado en su camastro a un niño recién nacido. Ella había decidido ocuparse del niño, pero sus senos estaban secos. ¿Podría amamantarse de las tetas de la perra que acababa de parir en la alcoba de Isabel? Isabel, quien aún sangraba de su propio parto, dijo que sí, y a su tío el Señor luego le dijo:
—Nuestro hijo pasa por serlo del Juglar y de Azucena. No mates a nadie más. Tu secreto está a salvo. Nada diré yo, si no tocas a mi hijo. Si lo matas, todo lo contaré. Y luego me mataré a mí misma.
Pero este feroz y bello Señor no quería matar a nadie, quería amar de nuevo a Isabel, quería querer sin límite, quería poseer a toda mujer viviente, a toda hembra sangrante, y nada podía saciarle; esa misma mañana, en la capilla, vio a Isabel escupir una serpiente en el momento de recibir la hostia, vio los ojos de amor con los que su propio hijo, Felipe, miraba a Isabel, y no pudiendo amarla más, y por ello deseándola con más ardor que nunca, se emborrachó, salió cabalgando en su caballo amarillo, decapitando los trigales a latigazos, encontró a una loba capturada, desmontó, violentó a la bestia, aulló como ella y con ella, se sació de todas sus turbias necesidades, insatisfacciones y ardientes fuegos: animal con animal, el acto no le horrorizó, contra natura hubiese sido amar otra vez a Isabel, bestia con bestia no, era natural: esto me dijo al confesarse conmigo otra noche, cuando Isabel y Felipe acababan de casarse y los cadáveres quemados en la pira del patio eran sacados en carretas; esto me confesó, más todos sus crímenes anteriores, seguro de mi silencio, necesitado de vaciar su atormentada alma ante alguien:
—¿Habré empreñado a una loba?, me preguntó a través de la rejilla, buscando salida a su imaginación monstruosa.
—Calma, Señor, por favor, calma; tal cosa es imposible…
—Casta maldita, murmuró, locura, incesto, crimen, sólo nos faltaba amar como bestia a una bestia, ¿qué le heredo a mi hijo? Cada generación añade taras a la que le sigue; se acumulan las taras hasta conducir a la esterilidad y la extinción; y los degenerados se buscan; una fuerza imperiosa los lanza a encontrarse y unirse…
—La semilla, Señor, se fatiga de crecer sobre el mismo suelo.
—¿Que nacería de mi ayuntamiento con bestia? ¿Impulsóme una oscura necesidad de renovar la sangre con cosa viviente pero inhumana?
—Pese a la sabiduría clásica, Señor, la naturaleza a veces da extraños saltos, dije ingenuamente, pensando así absolverme de todo conocimiento respecto a la paternidad del niño y promover la creencia corriente de su origen: ved ese niño, añadí, no hijo de hombre y loba, sino de juglar y fregona, que tan monstruosos signos de degeneración porta…
—¿Qué?, gritó el Señor, quien nunca había visto al niño.
—Una cruz en 1a. espalda; seis dedos en cada pie…
Ahora aulló el Señor llamado el Hermoso, aulló y su grito animal retumbó por las bóvedas de la iglesia, y se alejó gritando, ¿no conoces la profecía del César Tiberio?, ¿el signo de los usurpadores, los esclavos rebeldes, he engendrado a los esclavos y a los rebeldes que habrán de usurpar mi reino, mis hijos parricidas, el trono levantado sobre la sangre del padre?
Supe que ordenó matar al niño, pero éste había desaparecido, como desaparecieron esa misma noche, para gran tristeza de Felipe, sus compañeros Ludovico y Celestina; supe que ordené) que todos los sábados se diese caza a los lobos errantes hasta exterminarlos. Sólo yo entendía la razón detrás de estas órdenes. Di gracias cuando el Señor murió, después de jugar muy recientemente a la pelota; el príncipe Felipe ocupó su lugar y mi señora Isabel ascendió al que le correspondía.
Grán severidad y discreción guardó Isabel como esposa del nuevo Señor, Don Felipe, y yo jamás imaginé que el virgo recosido por la urraca de las carcavas de Valladolid se mantenía intacto. Constante fue mi respetuosa amistad con la Señora; procuraba entretenerla, como siempre, con mis esmaltes y miniaturas, y dándole a leer los volúmenes de amor cortesano del De arte honeste arnandi de Andreas Capellanus, pues miraba detrás de su dignidad una melancolía creciente, como si algo le faltase; a veces suspiraba por sus muñecas y sus huesos de durazno, y yo me decía que demasiado veloz había sido el tránsito de mi Señora de su condición de niña extranjera a esta de reina solitaria y secreta madre de un niño perdido. La plebe murmuraba: ¿cuándo nos dará esta extranjera un heredero español? Se anunciaron felices preñeces, seguidas siempre de malhadados abortos.
Nada más desgraciado, sin embargo, que el accidente que por entonces sobrevino a mi Ama, estando su esposo de guerra en Flandes contra los herejes adarnitas y los duques que les protegían. La humillación de los treinta y tres días y medio que pasó arrojada sobre las baldosas del patio del alcázar transformó la voluntad de mi Señora: desató fuerzas, pasiones, odios, anhelos, memorias, sueños que, sin duda, latían desde hace mucho en su alma y sólo esperaban un hecho asombroso, a la vez terrible y absurdo, como éste, para manifestarse plenamente. Un ratón, pues, y no el miembro viril de nuestro Señor, royó la virginidad restaurada de mi Señora. Llamóme a su alcoba, cuando al fin regresó a ella; me pidió que terminara la labor iniciada por el mur; 1a. poseí, acabando de romper la red de hebras adelgazadas que allí cosió la trotera de Valladolid. La abandoné en medio de un sueño delirante, maldiciéndome a mí mismo por haber roto mi promesa de castidad: voto renovable, sí, y menos sagrado que mi resolución de entregar todos los jugos de mi cuerpo a mi arte. A perfeccionarle dediqué estos años.
Salía a menudo por parajes de la tierra, en busca de rostros, paisajes, edificios y actitudes que dibujaba al carbón y guardaba celosamente, incorporando estos detalles de la realidad cotidiana a las figuras y espacios del gran cuadro que en secreto pintaba en un hondo forno del nuevo palacio que el Señor construía en conmemoración de su victoria sobre los duques y herejes de la viciosa provincia flamenca. Topéme, así, una mañana que recorría los campos de Mon— tiel, con una carreta conducida por un rubio muchacho, a cuyo lado se sentaba un ciego de ojos verdes, tostado por el sol, y que entonaba una flauta. Pedíle permiso al ciego para apuntar sus rasgos en mis papeles. Él accedió con una sonrisa irónica. El muchacho agradeció el descanso; se acercó a un pozo vecino, sacó una cubeta llena de agua y se desnudó, bañándose a baldazos de agua. Dejé de ver al ciego que no podía mirarme, para mirar la espléndida belleza de ese joven, semejante a las perfectas figuras de Fidias y Praxiteles. Entonces, con asombro cercano al horror, me fijé en el signo de la espalda: una cruz encarnada entre las cuchillas; y al mirar sus pies desnudos, supe que contaría seis dedos en cada pie.
Dominé el temblor de mi puño. Me rnordí la lengua para no decirle al ciego lo que sabía: ese muchacho era el hijo de mi Señora, el hermano de nuestro actual Señor, el bastardo desaparecido la noche en que se aliaron la boda y el crimen. Dije, en cambio, ser fraile y pintor de la corte, al servicio del muy alto príncipe don Felipe, y entonces fue el ciego el que se turbó y sus facciones luchaban entre el deseo de huir y el afán de saber. Pregúntele qué cosa acarreaba en su carreta, bajo pesadas lonas. Alargó una mano, como para proteger su carga, y me dijo:
—No toques nada, fraile, o el muchacho te quebrará los huesos aquí mismo.
—Pierde cuidado. ; A dónde te diriges?
—A la costa.
—Larga es, y da la cara a muchos mares.
—Eres bien fisgón, fraile. ¿Te paga bien tu Amo para andar de correveidile por su reino?
—Aprovecho su protección para atender secretamente mi vocación, que no es la de delator, sino la de artista.
—¿Y qué clase de arte será el tuyo?
Deliberé conmigo mismo unos instantes. Quería ganarme la confianza del ciego que acompañaba al hijo perdido de mi Señora. No quería, sin embargo, contarle lo que yo sabía. Traté de atar cabos: este hombre, de alguna manera, estaba relacionado con la desaparición del niño; quizás lo había recibido de otras manos; pero acaso él mismo lo había robado del ensangrentado alcázar, aquella noche; ¿y quiénes habían desaparecido al mismo tiempo que el niño? Los compañeros de Felipe: Celestina, Ludovico. Conocí al estudiante rebelde; no podía reconocerle en el ciego. Asumí el riesgo, sin saber si me ganaría la buena fe del ciego o una paliza de su joven acompañante; di una honda estocada en la oscuridad.
—Un arte, le contesté, similar a tus ideas, pues lo concibo como un acercamiento directo de Dios al hombre, una revelación de la gracia innata en cada ser humano, que nació sin pecado y, así, puede obtenerla inmediatamente, sin que medien las agencias de la opresión. Tus ideas encarnan en mi pintura, Ludovico.
El ciego estuvo a punto de abrir los ojos; te juro, amigo Cronista, que una luz de extraña esperanza cruzó sus párpados obstinadamente cerrados; apreté su puño cobrizo con mi pálida mano; el muchacho devolvió la cubeta al pozo y se acercó, desnudo, secándose con sus propias ropas, a nosotros.
—Me llamo Julián. Puedes contar conmigo.
Cuando regresé al palacio, encontré a mi Señora agitada por un sueño que acababa de tener. Pedí que me lo contara, y lo hizo. Contestéle, fingiendo estupor, que yo había soñado lo mismo: un joven náufrago arrojado sobre una playa. ¿Dónde? Mi sueño, le dije, tenía sitio: la costa del Cabo de los Desastres. ¿Por qué? El lugar de mi sueño, le dije, tenía historia: las crónicas abundan en noticias de varineles hundidos allí con los tesoros de las Molucas, Cipango y Catay, de naos desaparecidas con toda su tripulación gaditana y con todos los cautivos de la guerra contra el infiel. Pero también, para compensar, se habla de veleros abatidos contra las rocas porque en ellos huían parejas de enamorados.