—Sí; los vasallos siguen trayendo lo que le deben por concepto de rentas; pero cada vez son menos los vasallos y las rentas y más los gastos de la construcción y más también lo que se produce y que ya no pasa por vuestras manos. Las ciudades, Señor… las ciudades acaparan hoy la mayor parte de la riqueza…
—Pero yo sigo recibiendo lo que siempre he recibido: tal es la ley de mis dominios…
—Sí, y buena ley era cuando usted, recibiendo lo que recibía, recibía más que nadie. Pero hoy sigue usted recibiendo lo mismo de siempre, y recibe mucho menos que otros. Las ciudades, Señor. Casi todo va hoy de los campos a la más cercana ciudad, en vez de hacer el largo viaje hasta este palacio, y de la ciudad los mercaderes traen las cosas hasta aquí, y las cobran. Usted sigue recibiendo lo de siempre: tantas cabezas de ganado, tantas fanegas de trigo, tantas balas de heno. Pero debe pagar lo que ya no le es debido a su señorío. Aquí llegan desde lejos los cadáveres, pero no los huevos, las legumbres, el tocino que hoy son entregados al mercado de los burgos. Estos ya no son los dorados tiempos de vuestro padre, Señor…
—¿De qué me hablas? ¿Huevos, verduras? Yo te hablo de la muerte y el pecado y la resurrección de las almas ¿y tú me hablas de tocinos?
—Sin los huevos y el tocino no podría usted hablar del alma. El mundo fuera de los alcázares ha cambiado y usted no se ha dado cuenta. Perdone mi atrevimiento. La gente necesita cada vez menos de usted. La gente ha inventado su propio mundo, sin cadáveres, sin pecados, sin tormentos del alma…
—Entonces de nada sirvió matarlos. Triunfó la herejía. Soy un imbécil, ¿esto me estás diciendo?
—Señor: mi devoción es sólo para vos, e incluye deciros la verdad. Nada sé de teologías. Sólo sé que en vez de fabricar por encargo y para el uso de vuestro dominio, ahora los hombres producen las cosas sin que nadie se las encargue, las venden…
—¿A quién?
—A quiénes, más bien. Pues a los compradores; al azar; reciben dinero; utilizan mediadores; se especializan; hay nuevos poderes levantados, no sobre la sangre, sino sobre el comercio de la sal, el cuero, el vino, el trigo, la carne…
—Mi poder es de origen divino.
—Hay una divinidad mayor, con su perdón, Señor, y se llama el dinero. Y la ley de ese dios es que las deudas, al cumplirse, se pagan. Señor: vuestras arcas están vacías.
—¿Con qué se paga, entonces, el servicio de este palacio, la construcción, los obreros?
—Precisamente, Sire; no hay con qué pagarles ya. Esto quería deciros, con urgencia, una vez concluidas las ceremonias de la muerte. Antes no quise importunaros. Ahora es mi deber haceros saber que la construcción de las criptas para los antepasados y el costoso traslado de todos los cadáveres hasta aquí, consumió lo que quedaba.
Pero las riquezas que el palacio encierra; las rejas de hierro forjadas en Cuenca, las balaustradas de Zaragoza, los mármoles de Italia, los bronces de Florencia, los candelabros de Flandes…
—Todo se debe; nada ha sido pagado, pues vuestro crédito es grande; pero ha llegado el momento de pagar.
—¿Qué? ¿Por qué guardas mi testamento? ¿Qué es ese nuevo papel?
—La lista detallada de lo que se debe; deudas con forjadores, dueños de embarcaciones, carniceros, carpinteros, panaderos, saleros, tejedores, bataneros, tintoreros, zapateros —mire: uno de ellos se queja de que el joven llegado con su Señora madre le obligó a comerse el cuero de sus zapatos; por ello pide indemnización; el capricho deberá pagarse—; talabarteros, pañeros, vinateros, cerveceros, barberos, doctores, taberneros, sastres, mercaderes de seda… ¿Debo continuar, Señor?
—Pero, Guzmán, antes cuanto has enumerado se producía aquí mismo, en el alcázar…
—Ahora sólo hay obreros que construyen el palacio y religiosos que sirven a la muerte. Hay honra. No hay dinero.
—Y tú, Guzmán, ¿qué propones?
Guzmán caminó hasta la puerta de la recámara; apartó la cortina que separaba a la alcoba de la capilla. Detrás de ella, apareció un viejo encorvado. La corta capa de pieles le protegía de los fríos de la madrugada y de la larga espera nocturna en la capilla de piedra: pero el abrigo no calentaba el cristal de roca de sus facciones talladas y famélicas ni la nieve azul de su mirada.
Un gorro de martas le cubría la cabeza; los dedos largos y nudosos jugueteaban con el medallón de plata que colgaba sobre el pecho escuálido: las calzas negras apenas lograban amoldarse a las piernas de varilla. La boca sin labios dibujó una sonrisa obsequiosa: el vejete se inclinó ante el Señor, le profesó fidelidad, agradeció el honor de ser recibido; había esperado muchas horas, de noche, en esa capilla helada y sin más compañía que los muertos, pero suntuosamente aderezada: ¿cuánto habían costado las balaustradas, los mármoles, las pinturas, los sepulcros mismos?; una fortuna, sin duda, una fortuna, la calidad de la hechura, el costo del transporte, luego la instalación, que también tenía precio…
No, no se quejaba de la espera; había observado, había visto; había admirado la gran construcción; nadie, sino el servicio real, la conocía por dentro; y la curiosidad era grande, tan grande como la fama de este palacio interminable; y él tenía razones para apreciar especialmente este lugar y no se quejaba del fatigoso viaje desde Sevilla para conocerlo y ofrecer sus servicios al Señor y conocer también e! lugar donde su hija, raro fruto de un matrimonio tardío, se preparaba para profesar; extrañas mozas las de hoy, Señor, que en vez de aprovechar todo lo que un padre anciano y próximo a morir, enriquecido en el comercio y en las artes del préstamo, podía ofrecerle, prefería venir a encerrarse en un claustro de este palacio; seguramente la voz del pueblo tenía razón, e hija de hombre viejo, alguna tiene seso, y la que es loca, de sí lo tiene todo; y es más: hija de Sevilla, una buena por maravilla; la sangre está cansada, e hijo tardano es huérfano temprano; cansada la sangre pero no la mente, sobre todo si durante toda una vida se ha afilado, día con día, en el cálculo del ejercicio mercantil, de la mal llamada usura que no es sino un acto de piedad, y en todo caso uso hace maestro, y mercader soy que ando, ni pierdo ni gano, y he tenido buen olfato para saber cuándo se aumenta el precio de los metales y cuándo se baja el precio de la sal, poniéndome para ello de acuerdo con los colegas del Báltico y del Adriático, pues mercader que su trato no entienda, cierre la tienda; invertir aquí, retirarse allá, que dinero de avaro va dos veces al mercado, maravillosa palabra, dinero, Señor, dinero, acariciarlo, sembrarlo, verlo crecer como un árbol abonado por el comercio y la artesanía al mayoreo, la minería, el transporte marítimo, la administración de tierras y los préstamos a príncipes necesitados de fondos para la guerra, la exploración, la construcción de palacios.
Ah, este palacio debería terminarse, ¿no lo creía el Señor?, sería una lástima que se quedara a medias, como un cascarón, como si le hubieran caído encima las maldiciones del cielo: era la obra de la vida del Señor, ¿verdad?, por esto le recordarían los siglos venideros, para levantarlo había talado y secado este antiguo vergel de Castilla, había arrancado a los labriegos de sus tierras y a los pastores de sus montes, y los había puesto a trabajar como peones, a cambio de un sueldo, muy bien, muy bien, más sabe que yo le enseñé, los productos no tienen por qué pertenecerles a los productores, ¿qué pueden hacer los que producen si no están allí las piernas del intermediario para llevar lo producido al mercado y las manos del prestamista para proveer en caso de mala cosecha, de temporal, de accidente, de dispendio? Condenados hemos sido, Señor, y sin embargo, insisto, de caridad es nuestra misión. Y no siempre hemos sido bien pagados. He conocido en mi larga vida grandes de estas patrias españolas que por puro delirio de lujo y honor y apariencia han plantado sus tierras, después de ararlas, con plata, como si el metal pudiese retoñar y rendir frutos sembrado; los he conocido que cocinan con cirios de cera preciosa para impresionar a sus propios pinches y para impresionarse a sí mismos; los he conocido que al final de una fiesta mandan quemar vivos treinta caballos, por el puro gusto del dispendioso espectáculo que así les hace crecer, creen ellos, por sobre el común de los mortales. Lo peor es que han asesinado, a veces, a los prestamistas que acuden a auxiliarles. Ved, pues, Señor, la necesidad y los peligros de mi miserable oficio.
En todo caso, cada puta hile y coma y el rufián que aspe y devane, los productos deben ser de quienes les dan alas, los transforman, les hacen multiplicar su valor, ¿no lo creía así el Señor?, los tiempos habían cambiado, los códigos de antaño dejaban de tener su viejo uso y valor, antes la enfermedad y el hambre hacían acariciar esperanzas ultraterrenas, pero basta con trabajar, Señor, dedicar la vida a la dura labor y cosechar sus frutos aquí mismo, en la tierra y, a pesar del bajo origen, los favores del mérito, si no los de la sangre: el dinero hace al hombre entero y los duelos con pan son menos; yo vivo, Alto Señor, de lo que gano y de lo que cambio; ello no me impide serviros y apoyar con mis fatigas un poder basado en lo que ya se tiene porque se heredó. Que no se me juzgue duramente; a. nuevos tiempos, nuevos usos; los interdictos de nuestra fe, que tan severa ha sido con los de mi oficio, correspondían a un mundo deshecho, enfermo, hambriento, Señor, a un mundo estancado; la estigma pecaminosa arrojada sobre la práctica de la usura por los cristianos obligó a los judíos a servir esta función necesaria; pero si perseguís a los hebreos, ¿quién la cumplirá, y será condenado un acto de necesaria caridad cuando lo practican cristianos viejos como yo, Señor? Acéptese pues mi ocupación como signo de una fe fortalecida, saludable, que puede prometer dos paraísos: uno aquí y otro allá, éste ahora y el otro después: ¿no resulta admirable esta promesa?; y piénsese, en fin, que mis pecados, de ser tales, son compensados y quizás hasta perdonados porque mi dulce hija, mi única heredera, a quien yo, naturalmente, le dejaré todo mi dinero, se prepara en este mismo palacio para el encierro eterno y las nupcias con Cristo.
Así, tarde o temprano, Señor, mis cuantiosos bienes habrán de pasar a manos de las buenas monjas de vuestro palacio pues Inés, mi hija, habrá hecho voto personal de pobreza. De esta suerte, lo que ahora estoy más que dispuesto a prestaros para que podáis pagar vuestras deudas, a un módico interés del veinte por ciento anual, no sólo os resolverá problemas presentes sino futuros: mi dinero, gracias a la Inesilla, regresará al caudal del Señor, lo mismo que la muchacha, a quien desde la capilla vi salir esta noche de vuestra alcoba, regresará a demostrarle su devoción al Señor como el Señor le demuestra devoción al padre de Inés de mil maneras, pues seguramente, en esta ocasión, quien dineros ha de cobrar muchas vueltas no ha de dar, y quien así acude en ayuda del Señor algo más que el interés de un préstamo ha de recibir, pues el Señor puede hacer de una pulga un caballero y permitirme, en mi vejez, gozar de mayo y añadir honra a riqueza. Saldréis ganando, Sire, créedmelo, saldréis ganando.
Ahora, si el caballero aquí presente dispone el papel, la pluma, la tinta, las arenas secantes y los sellos, podemos proceder a un acuerdo; tengo frío, tengo sueño, la noche ha sido larga y en mi larga espera he soñado horribles pesadillas, sentado detrás del cancel de las monjas. Perdón por mi excesiva parlería; procedamos; se hace tarde: procedamos.
El Señor, entumecido de cuerpo y alma, tomó la pluma. Pero antes, angostando la vidriosa mirada, preguntó:
—Siento una curiosidad, caballero. Si tantos son vuestros poderes de mercaderes y usureros, ¿por qué aceptáis el mío?
El viejo prestamista inclinó la cabeza: —La unidad, Sire, la unidad. Sin cabeza visible, los cuerpos se disgregan. Sin suprema instancia, todos nos devoraríamos como lobos. Gracias, Sire.
Como a los halcones enfermos, así atendió ese amanecer Guzmán a su Señor, con untos y cocidos e infusiones varias, según lo reclamaban las dolencias del amo, echado sobre la cama, sin fuerzas, agotado por los siempre aplazados males que en un instante saben reunirse verduguillo en mano; por el desvelo, el amor y el creciente horror de su conciencia.
—Tome, Señor, le servía Guzmán, tome este cocimiento de grama que es remedio admirable contra las dificultades de la orina y sobre todo contra aquellas que proceden de llagas de la vejiga, y déjeme untarle en los pies la hiel caliente y húmeda del gato montés, que resuelve y ablanda el mal de gota.
—¿Quién abrió la lucarna, Guzmán?; la alcoba se ha llenado de mosquitos, es verano, las aguas muertas de esta llanura son aguas viejas y de ellas se alimentan los mosquitos.
—No se preocupe, Señor, he puesto un vaso con sangre de oso debajo de la cama, y a él acudirán todos los mosquitos y morirán ahogados.
—Yo, yo me ahogo…
—Pero, Señor, debe estar contento, ese viejo usurero sevillano nos ha devuelto la vida, podrá terminarse el palacio, debería usted recompensarle, además es el padre de la novicia, nómbrele usted, por lo menos, Comendador, es viejo, déle ese gusto antes de morir.
Gimió el Señor: —¿Quién es ese viejo, quién es realmente, es el Diablo, este hombrecillo capaz de venir aquí, a humillarme, a ofrecerme dinero a cambio de mi vida, es el horrible pecado de la simonía, quiere mi alma a cambio de su dinero?
—Es el progreso, Señor, y el viejo sevillano no ejerce profesión diabólica, sino liberal.
—¿Liberal? ¿Progreso?
—Progresar como el sol en su curso diario, o como progresaron los cadáveres de vuestros abuelos hasta aquí, pero ahora aplicado al camino ascendente de una sociedad entera; y liberal, Señor, propio de hombres libres y opuesto a servil.
Pues el sol en el horizonte nace y en el horizonte muere, y asi concibo que tu progreso morirá de las mismas causas que lo engendraron; y en cuanto a lo de liberal, contrasentido es que sean los siervos quienes pretendan serlo; no conozco estas palabras.
—No hay más conocimiento que la acción, Señor.
Hay la dignidad hereditaria, Guzmán, que ni se compra ni se vendí'.
Hay la dignidad del riesgo, Señor, se puede vivir con y como los ángeles o el demonio, se puede escoger, se es libre para ascender o descender conociendo, así, nuestros propios límites.
—No, Guzmán, no hay más jerarquía humana que la posesión de un alma inmortal y su patrimonio en la vida eterna.
—No, Señor, hay el azar, hay la fortuna y hay la virtud que constantemente ponen en jaque esa jerarquía y la transforman, el hombre es gloria, burla y enigma del mundo y el mundo mismo es un enigma descifrable para gloria o para burla de los hombres.