—Escúchese a los enanos, Teodoro, ellos huelen a los traidores, tienen un gran olfato para la deslealtad, esa gracia les han hecho los dioses a cambio de sus contrahechas figuras. Si un enano pregunta por qué se le permite vivir a éste o a aquél, siendo tan traidores a mi persona, que de inmediato se ejecute a los delatados, así sean Fabiano o Cintia mis amores; dime de quién desciendo, recuérdame mi dura estirpe. Teodoro…
—De los Lucios, César, pero te cambiaste el prenornbre cuando los de la familia así llamada fueron condenados por robo en despoblado y asesinato. De las Claudias, César. De la primera Claudia que para demostrar que su castidad no podía ser puesta en duda, se echó unas cuerdas sobre los hombros y arrastró desde los bancos lodosos del Tíber un barco atascado, cargado de objetos sacros…
—… ¡qué mujeres, Teodoro, qué hembras…!
—De la segunda Claudia, condenada como traidora por el senado porque un día la muchedumbre de las calles le impidió el paso en su litera y ella, descendiendo, pidió públicamente que su hermano Pul— quer resucitara y perdiese otra vez, como lo había hecho en vida, otra flota ante el enemigo y así hubiese menos muchedumbre en Roma y los patricios pudiesen pasearse sin contratiempos.
—…eso, eso, qué mujeres, siempre han despreciado al vulgo…
—Y la segunda Claudia ni siquiera al ser juzgada se vistió de luto para pedir clemencia. Clemencia para los esclavos y los castrados, dijo, no para una mujer que desea encontrarse a todos sus amigos y admiradores en el Averno, del otro lado de las perezosas y negras aguas del río estigio…
—…eso, eso, Teodoro, esa línea culmina conmigo; mira, busca en tus archivos y en tus recuerdos, busca el testimonio más oscuro, más desconocido, más olvidado, de una rebelión contra mí; una rebelión individual, surgida de la muchedumbre, pero que signifique la revuelta contra nosotros, que siendo singulares representamos una ética colectiva, encarnada en templos y leyes marmóreos, que sólo yo y nadie más que yo puede convertir en polvo y escarnio, no el vulgo, no la muchedumbre, no las hormigas que devoraron mi serpiente: nuestra ley romana, Teodoro, idéntica para todos y en un vasto y unificado imperio sustentada: Roma única, de nadie puedes ser sino del único Tiberio: muere conmigo, Roma; y tú, hijo de retórico, busca, vete con tus sandalias de palma y encuentra lo que te pido y déjame gozar de mis niños y efebos y ninfas, ¿qué les pasa?, ¿ya se cansaron?, pronto, consulten a Elefantis, otra postura, pronto, mi placer no admite intermedios, y ustedes están aquí para mi placer, no para el suyo, pronto, Elefantis al auxilio…
(ii)
Yo, Teodoro, el narrador de estos hechos, he pasado la noche reflexionando sobre ellos, escribiéndolos en los papeles que tienes o algún día tendrás entre tus manos, lector, y considerándome a mí mismo como otra persona: tercera persona de la narración objetiva; segunda persona de la narración subjetiva: sí, el segundo de Tiberio, su observador y criado; y sólo ahora, en la reclusión del cubículo lleno de papeles amontonados que he ido recogiendo a lo largo de mis viajes, sentado en un camastro de tablones, cerca de una ventana sin vista al mar, sin más paisaje que las rocas desnudas y ocres de Capri, puedo considerarme, en mi soledad, que es mi escasa autonomía, primera persona: yo, el narrador.
He asistido a estos hechos; a los más monstruosos, pues comprendería la lubricidad del emperador si, en efecto, los niños que él llama sus pescaditos fuesen niños normales, o hermosas hembras las llamadas Lesbia y Cintia, o bellos jóvenes Fabiano., Persio y Gayo; pero tener que asistir a estas orgías, aceptando la belleza que Tiberio imagina e impone a sus secuaces sexuales mientras mis ojos miran lo que miran, es algo capaz de turbar la serenidad del hombre más discreto y ecuánime: ciegos son los pobres niños, enanos Cintia y Gayo, jorobado Persio, albino Fabiano y Lesbia un monstruo que perdió la parte inferior del rostro, desde la nariz hasta la barbilla, de manera que la cara de la pobre mujer es sólo un inmenso hoyo cicatrizado en partes, y abierto en otras para que degluta la comida molida, un rostro presidido por dos ojos enloquecidos que intentan decirme: Tú que me miras con compasión, explícame cómo he llegado hasta aquí, que hago aquí, por qué repito estos actos que no comprendo, por qué me someten a esta befa y a esta tortura…
Quisiera explicarle que el César está atento al nacimiento de seres deformes, indaga en los circos, en los puertos asolados por enfermedades repentinas, en las apartadas montañas donde el incesto es soberano, en los barrios subterráneos de las ciudades criminales, y de allí manda traer hasta su villa imperial a estos pobres seres obligados a enterarse del libro de la poetisa Elefantis y a representar una belleza cuyos patrones ha inventado el César, no sé si para que su propia normalidad y proporción se impongan comparativamente, o para que, comparados con su senectud e impotencia, los monstruos se sientan, a pesar de todo, bellos porque aún pueden hacer, con sus cuerpos deformes, lo que nuestro emperador ya no puede hacer con el suyo.
No sé; ni mi función es averiguarlo, optando por soluciones, comprometiéndome emotivamente en todo esto. Cumplo una simple función de testigo. Sin decirlo, Tiberio requiere un testigo de su carácter; y esa necesidad es la que nos salva, y nos salvará siempre, a quienes, de otra manera, seríamos los primeros en morir arrojados a los leones. Una vez asistí a una venación c on el emperador; un hombre luchó en la arena contra las bestias y al final fue devorado por ellas. Me sorprendió no encontrar una sola centella de miedo en los ojos de ese gladiador, era un hombre tranquilo; nada esperaba, nada perdía.
Quizás yo también soy un perdido; mi muerte es aplazada por la necesidad cesárea de tener un testigo. El debe saber que yo escribo, que dejo constancia de estos hechos y que los romanos del futuro sabrán de ellos. En consecuencia, sabe que no consigno hechos halagüeños. Y sin embargo, lo permite; es más, lo quiere. Porque acaso yo no soy sólo testigo de los hechos, que son meras acciones, sino ante todo del carácter, que es agente. Las acciones cambian, y diversos hombres pueden actuarlas; el carácter no cambia, y sólo un hombre puede ser su agente. El carácter final de Tiberio siempre ha sido su carácter, aunque en la primavera de su vida nadie, acaso ni él mismo, lo advirtiese; el hombre bueno no se vuelve malo, ni el malo bueno. El poder no altera el carácter de un hombre: sólo lo revela. Sepamos esto y entenderemos siempre el carácter de los poderosos. Por lo menos, el poder posee esta virtud: quien lo detenta, ya no puede mentir; la luz de la historia es demasiado poderosa y de nada le servirá al poderoso ser hipócrita, pues el ejercicio del poder revelará el tamaño de su hipocresía. Así equilibra la sabia naturaleza el hecho de darle mucho a pocos y poco a muchos: los pocos no pueden ocultar la verdad, y ésta es la penitencia de su fuerza; los muchos no pueden dejar de verla, y éste es el premio de su debilidad.
Un hombre como yo, que comprende estas cosas, debe, sin embargo, optar entre dos actitudes al escribir la historia. O bien la historia es sólo el testimonio de lo que hemos visto y podernos, así, corroborar; o bien es la indagación de los principios inconmovibles que determinan estos hechos. Para los antiguos cronistas griegos, que vivían un mundo inestable, avasallado por invasiones, guerras civiles y catástrofes naturales, la reacción era clara: la historia sólo se ocupa de lo permanente; sólo lo que no cambia puede ser conocido; lo cambiante no es inteligible. Roma ha heredado esta concepción, pero le ha dado un propósito práctico: la historia debe estar al servicio de la legitimidad y de la continuidad; el accidente del devenir debe apoyar el acto de la fundación. El derecho de Roma es un acto que define los accidentes varios, individuales, de la paternidad, la posesión, el matrimonio, la herencia, el contrato. Ninguno de estos hechos sería legítimo sin referencia al principio, al acto, a la norma general, superior a los individuos, que los legitima. ¿Y cuál es la base de esta legitimidad? La nación misma, la nación romana, su origen, su fundación. ¿Y cuál es la proyección de esta legitimidad? El mundo entero, puesto que la nación romana encarna principios universales capaces de convertir a la pura naturaleza, al cosmos, en mundo social e histórico, en ecúmena. Este es el privilegio de Roma; por eso ha sido capaz de conquistar al mundo, de imponer la unidad, de ser caput muñáis; pero cabeza de un mundo concebido como extensión del acto intangible de nuestra ley, nuestra moral, nuestra administración civil y militar, no de un mundo natural en el que el accidente priva sobre el acto y que, en consecuencia, es un mundo destinado a la dispersión. Nuestro éxito es la mejor prueba de esta verdad: somos el ánfora que da forma al vino de la pura creación.
Ante estas verdades y disyuntivas, yo escojo ser el testigo del accidente fatal que es mi amo Tiberio, preguntándome en virtud de qué azares pudo vestir la púrpura imperial un hombre que niega todas las virtudes fundadoras de una sociedad tan preocupada por legitimarse y legitimar sus conquistas. ííe conocido ei oriente: ¿por qué mienten nuestros preceptores al comparar la supuesta corrupción levantina con la igualmente supuesta creencia en la simplicidad, fuerza y bondad de Roma? ¿Y por qué, creyéndolo, se fomenta secretamente el vicio en Roma, los cultos de Venus y Baco, mientras que a los poetas se les presiona para que exalten las virtudes representadas por un gobierno que mantiene el orden, tan desastrosamente alterado después del asesinato de Julio César aquel aciago día de marzo? ¿Y por qué extraña contradicción eximen todas estas necesidades de verdadera responsabilidad a nuestro amo Tiberio?
Sé que mis preguntas implican una tentación: la de actuar, la de intervenir en el mundo del accidente y poner mi grano de arena en la azarosa playa de los hechos. Si sucumbo a ella, puedo perder la vida sin ganar la gloria; mi reino no es el de la necesidad, es el de la frágil libertad, que a pesar de la necesidad, pueda ganarme. — A la tentación de actuar opongo una convicción: puesto que ni quiero ni puedo influir sobre los hechos del mundo, mi misión es conservar la integridad y el equilibrio internos de mi mente; y ésa será mi manera de reconquistar la pureza del acto original; seré mi propia ciudadela y a ella me retiraré para salvarme de un mundo hostil y corrupto. Seré mi propia ciudadela y, en ella, mi propio y único ciudadano.
Confieso aquí que la sola tentación a la que realmente sucumbo es a la de presentarme a mí mismo, cuando de mí mismo escribo en la tercera persona, bajo una luz más digna, más simpática. La verdad no es tan bella.
Pero esa tentación de actuar… esa tentación demasiado humana…
(iii)
César: Nada más oscuro he podido encontrar entre mis papeles, o en los nichos más hondos de mi memoria, le dijo Teodoro a Tiberio ese mediodía, mientras el emperador desnudo, antes de comer, se acercaba al gran fuego y los criados le rociaban con agua fría y luego le frotaban el cuerpo con aceite: nada más oscuro, nada más olvidado.
Eres Mercurio, heraldo de los dioses, rió Tiberio. No, César, una simple rata de archivos y humilde viajero de oriente; considera mi método: primero pensé en algo que nadie jamás había pensado; es decir, pensé lo imposible, lo que ignoraba, a partir de tu propia premisa: encontrar el testimonio más desconocido de una rebelión individual surgida de la muchedumbre. Repasé la historia de Roma; está demasiado documentada. Luego revisé la de las provincias, una por una, hasta llegar a una de las más pobres, apartadas e insignificantes, la Judea. Examinando su historia, encontré un hecho reciente (y por ello desconocido, pues sólo lo antiguo tiene tiempo de ser memorable) que me llamó la atención.
Uno de tus procuradores, Poncio Pilatos por nombre, subordinado al gobernador romano de Siria y protegido de tu favorito Seiano, fue depuesto y obligado a suicidarse el año pasado, a causa de una queja de sevicia de los llamados samaritanos, que hace siglos poblaron y dominaron la parte norte del reino de Israel Me pregunté, César, ¿qué cosa puede forzar la abdicación y muerte de un procurador de Tiberio, por oscuro que fuese; qué fuerza puede poseer una secta o tribu de la desértica Judea para lograrlo; por qué; qué antecedentes existen?
Recordé súbitamente una imagen que había olvidado: pasaba yo, hace cinco o seis años, por Jerusalén rumbo a Laodicea, en el caluroso mes del Nisán. Cruzaba la ciudad, a la altura de la plaza llamada de Antonio o Gabbath, donde se hallaba reunida una chusma hebrea. Pude ver, de lejos, a dos figuras de pie en el atrio del pretorio; un hombre vestía la toga y se lavaba las manos ante la multitud; junto a él estaba, con la cabeza colgante y coronada de espinas, una figura de burla, un mendigo barbado, lacerado, sangrante, inmóvil. ¿Qué sucede?, pregunté a mi guía; y él me contestó:
—El procurador de César dicta justicia aquí.
Pasamos; tenía sed; estaba cansado; quería llegar a Laodicea. No volví a recordar, hasta hoy, el incidente. Pero a partir de él, pude imaginar las respuestas a mis sucesivas preguntas. El procurador está encargado así de impartir la justicia como de conservar la paz; la única amenaza contra la paz de Judea es el mesianismo hebreo, que sostiene la venida de un redentor del pueblo judío, descendiente del rey David, que restaurará la soberanía política de Israel. Estos redentores o mesías han sobrado en Judea, señor; agítese una palmera del desierto y de ella caerán veinte dátiles y diez redentores. Mi pesquisa se angostaba: ¿tuvo algo que ver el procurador Pilatos con uno de estos casos?, ¿fui yo mismo, aquella tarde de canícula, testigo inconsciente del encuentro del procurador y uno de esos profetas judíos?
Desenterré los papeles menos consultados de nuestros archivos; pude hallar al fin un mínimo informe burocrático en que se cuenta la ejecución, hace apenas cinco años, de un mago, profeta o picaro hebreo, de costumbres dudosas, pues fraternizaba con prostitutas y vivía con doce obreros, llamado El Nazir, o sea, el santo de Dios. Este El Nazir decía descender de David y ser el Mesías profetizado, el rey de los judíos. Vagó algunos meses por los lugares apartados de la Judea, predicando esta singular rebelión que coincide con lo que me solicitaste, César: una revuelta puramente individual aunque surgida de la muchedumbre, pues El Nazir era hijo de carpintero y nació en un establo. Decía, sin embargo, ser hijo de Dios, nacido sin obra de varón, y aseguraba que de nada valen el poder y la riqueza terrenos, pues lo único importante es salvar el alma y ganar el reino de los cielos, o sea el reino de ese único Dios, supuesto padre de El Nazir.