—Peradonai Eloim, Adonai Jehová, Adonai Sabaoth, dijo Don Juan, Verbum Pyhtonicum, Mysterium Salamandrae, Conventus Sylphorum, Antra Gnomorum, Daemonia Coeli Gad, Veni, Veni, Veni!
Y no pasó, señor Don Juan, nada; la momia siguió allí, tiesa y tendida en la cama; y la Señora cayó sin fuerzas sobre la arena.
Más cosas nos ha pedido, dijeron al unísono las criadas, y Don Juan les pidió un hábito monacal, jubón y calzas de príncipe, una blanca túnica y una corona de espinas, y mientras ellas se iban a reunir los encargos de la Señora, Don Juan, escondido bajo el capuz del monje, se llegó hasta la plañidera celda de la novicia sor Angustias y allí tocó quedamente con los nudillos. La hermana le abrió, arrodillada, desnuda y con un látigo penitenciario en la mano, y la espalda y los pechos lacerados. Abrazóse sor Angustias, al ver al monje, a sus rodillas y le dijo padre, he pecado, padre, aleja de mí los malos pensamientos, padre, no quiero soñar más con los cuerpos de los hombres que aquí trabajan, los sobrestantes y los plomeros, los aguadores y los albañiles, y Don Juan le acarició a la muchacha la cabeza rapada, la ayudó a levantarse, la abrazó con ternura y le dijo que no sufriera más, que pensara más bien en su estado conventual como en uno de suma libertad, pues no pudiendo casarse, debía ser libre en el convento y libre en el amor, sin las ataduras de la ley humana que a mujer legítima constriñen a la fidelidad hacia un solo hombre, su marido, en tanto que una monja era delectable objeto del amor de todos los hombres, y con estas razones la condujo al camastro de tablones desnudos de la celda, tiernamente la despojó de los jirones de camisa sangrante y besó las sangrantes llagas de la novicia, que sentía dolor y placer parejos cuando los labios del monje así la besaban, y Don Juan la consolaba, acariciando sus pechos estallantes y su palpitante escapulario de vello entre las piernas, no te quiero para siempre, te quiero para hacerte libre, para hacerte mujer, acéptame a mí para que aprendas a aceptar a todos los hombres sin vergüenza: digo que no te quiero para siempre, sor Angustias; no me quieras tú a mí para siempre tampoco, ni a hombre alguno: eres libre, Angustias, ven, Angustias, créeme que me amo a mí mismo más de lo que jamás podría amarte a ti, y qué linda eres, y cómo brillan tus llagas sobre tu carne aceitunada, y cómo me duele, amándome tanto a mí mismo, tener que amarte a ti un momento, y cómo me refugio y salvo del amor de mí en tus hondas selvas y redondas carnes, Angustias; libérame: libérote. Llora de gusto, monjita, llora; ruega que un día regrese; no sé si podré; más mujeres hay en el mundo que estrellas en el cielo, y tiempo me faltará para amarme amándolas.
Más cosas le trajimos, dijeron Azucena y Lolilla, robadas de todas partes, hasta de las farmacias secretas del monje Toribio en la torre de las estrellas, escurriéndonos al compás de las ratas por túneles y escaleras, por pasillos y calabozos, y ella ha preparado un nuevo ungüento con cincuenta gramos de extracto de opio, treinta de betel, seis de cincoenrama, quince de beleño, otros tantos de belladona, igual cantidad de cicuta, doscientos cincuenta de cáñamo de la India, cinco de cantárides y además goma agragante y azúcar en polvo: mire su merced Don Juan, aquí está todo escrito en este papel que ella nos dio para no olvidar los recados y cuyos nombres desciframos con pena en los frascos de porcelana del monje Toribio; y encima dijo que cumpliría, esta vez, el rito que a voces llamó del Clavo, no, del Clavel, Azucena, no, de la Clavícula, Lolilla, la Clavícula dijo ella y digo yo: ha tomado dos velas de cera bendita y con una rama de ciprés, también traída por nosotras y tallada a la luz de la luna menguante, ha clavado las velas en la arena, se ha colocado dentro de un círculo trazado en la arena y ha dicho:
—Emperador Lucifer, amo de los espíritus rebeldes, séme favorable, dijo Don Juan, dale a esta forma que aquí ves inerte el movimiento del gran Lucífugo, hazle surgir del infierno que es como un gran embudo dividido en siete zonas con siete mil celdas donde se esconden siete mil escorpiones y mil toneles de negra turba hirviente, hazle venir a mí con sus dominios propios que son los del conocimiento, la carne y la riqueza, ahora que invoco las poderosas palabras de la Clavícula, capaces de atormentar al mismo Demonio, dijo Don Juan temblando y ocultando el rostro pasajeramente envejecido, crispado, intolerablemente aguzado, entre los pliegues del brocado: Aglon Tetagram Vaycheon Stimulamathon Erohares Retrasammathon Clyoram Icion Esition Existien Eryona Onera Erasyn Moyn Meffias Soter Emmanuel Sabaoth Adonai, yo te convoco, Amén.
Y no pasó, señor Don Juan, nada; la momia siguió allí, tiesa y tendida sobre la cama; y la Señora cayó sin fuerzas sobre la arena.
Vistió Don Juan, aprovechando nueva ausencia de las fregonas, la túnica blanca, manchóla con su propia sangre y coronóse de espinas. Y así llegó hasta la celda de la Superiora, la Madre Milagros, de noche, y encontrando la puerta abierta, entró con gran sigilo y vio a la santa mujer arrodillada en un reclinatorio, con las manos unidas en plegaria ante una dulce imagen de Jesús Redentor. Acercóse en silencio Don Juan, paso a paso, hasta ocultar con su cuerpo la imagen divina y aparecer, ante los ojos deslumbrados de la Madre Milagros, en medio de la penumbra, como una viva encarnación del Cristo al que ella dirigía sus plegarias. La devota hembra sofocó un grito cercano al llanto; Don Juan llevóse un dedo a los labios y con la otra mano acarició la cabeza de la Superiora, y luego murmuróle con gran suavidad: —Esposa…
Los ojos de la Madre Milagros se llenaron de lágrimas, y ese llanto era combate entre la incredulidad y la fe.
—Salve, llena eres de gracia, el Señor es contigo, dijo con dulzura Don Juan. No temas, Milagros, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo. Tu hijo será grande, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.
La turbada mujer repitió, sin saberlo, las palabras que había aprendido de niña: —¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?
—¿No estás casada conmigo? —sonrió Don Juan—. ¿No hiciste voto de amarme?
—Sí, sí, desposada estoy con Cristo, pero tú…
—Mírame bien… mira mi túnica… mira mis llagas… mira la corona de mi suplicio…
—Oh Señor, habéis escuchado mis súplicas, habéis honrado a la más indigna de tus siervas, oh Señor…
—Levántate, Milagros, toma mis manos, ven conmigo, la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, ven conmigo a tu lecho, Madre…
—He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra.
Y Madre, le dijo Don Juan en la cama a la Superiora, el Señor
sabe honrar a quien honor merece, y nadie más que tú, santa y bella, bellísima y pura; pura sí, dijo entre suspiros la Madre Milagros, mas no bella, una vieja, Señor, una mujer de treinta y ocho años, aya y pastora de este rebaño de juveniles sórores, no, Milagros, vieja aquella Isabel parienta de María que creía ser estéril y dio a luz al Bautista., Juan llamado, ¿y yo también pariré, Señor, eres tú el Santo Espíritu que viene sobre mí?, ay Milagros, Madre Milagros, deber y honor de las elegidas ha sido ser lecundadas por el espíritu divino antes de pertenecer a hombre mortal alguno, a nadie perteneceré sino a ti. Señor, te lo juro, pues larga espera tendrás. Madre, larga espera entonces, sierva soy del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Nuestra Ama, señor Don Juan, nos ha expuesto al trabajo y al peligro de encontrar animales, algunos en los corrales de este palacio, otros en las más cerc anas laderas de la sierra, colocando a veces trampas. a veces obligándonos a huir con terror de una bestia acechante, a veces sui riendo que pasáramos la noche esperando el grito atrapado de algún bruto, quejumbrosas las dos, señor Don Juan, abrazadas entre los peñascos o cobijadas por el grande miedo de la selva negra, abandonándole esas noches a usted y añorando su compañía tan amable: un chivo y una lechuza, un perro y un topo, un gato negro y dos serpientes: eso pudimos traer a la recámara de nuestra Señora, donde ella había puesto un crucifijo volteado sobre la cama de la momia, rodeándola de cirios rojos, copones que nos obligó a robar de la capilla de su marido y hostias fabricadas con nabos negros; y en la arena, con la vara de ciprés, la Señora escribió la letra
V y luego
I
T
R e
I de nuevo y una
O y para terminar una
L y a la momia la cubrió con una sábana negra y en esa sábana había una cruz rodeada de un círculo, que dijo la Señora ser la cruz de Salomón; en seguida hincóse y nos pidió que tuviéramos al chivo bien tomado de la hueca cornamenta y exponiéndose a morir de un fuerte coz, besóle el culo y luego, enloquecida y con la frente arrugada por esa estrecha corona de plomo, clavóle en la panza el cuchillo que robamos de la fragua de Jerónimo; y sin esperar a que se calmaran los chorros de sangre que manaban del chivo, como dándole un susto al miedo, lanzóse contra los ojos de la lechuza, el cuello del perro, la negra seda del gato, las abiertas fauces de la serpiente y el veloz cuerpecillo del topo, que ya buscaba un escondrijo en la arena; las bestias se defendieron a su manera, rasguñando, ladrando, escarbando, picando, aleteando, retorciéndose, pero nada pudieron contra la pasmosa furia de la Señora, que gritaba esas palabras, veni, veni, veni, mientras degollaba, rasgaba, clavaba, destripaba a las bestias.
Las arenas de la recámara, señor Don Juan, aún no acababan de chuparse la sangre derramada; la Señora, nuestra Señora, yace cerca de los nuevos cadáveres, rasguñada, herida, exhausta. Nosotras trajimos dos serpientes del monte; ella sólo mató a una. Ay señor Don Juan, auxílienos; que no nos devuelvan a la sierra a buscar más bestias; ése es oficio del maestro don Guzmán, y aun él corre peligros entre los chacales y los puercos salvajes; y nosotras, pobrecitas fregonas, sólo servimos para ir a buscar la cagada del lagarto, mas no estas serpientes que se han quedado escondidas en la arena del cuarto de la Señora, ay.
Pero fuera de estos terrores que nos traen meadas las enaguas, no pasó nada, señor Don Juan, nada: la momia sigue allí, inmóvil; la Señora abre su ventana; la Señora escucha el triste lamento de una flauta que le llega desde las forjas, los tejares, las tabernas de esta obra.
Con ojos de turbia resignación, la Dama Loca mira el sombrío conjunto de la cripta y capilla señorial; su resignación es un triunfo; todo está en su lugar; se han aliado, corno preciosos metales, el dolor y la alegría, el luto y el lujo, las tinieblas y la luz, dales, Señor, reposo eterno, y que el eterno fulgor les ilumine, aleluya, aleluya; adosada en su carretilla, la vieja Reyna mutilada no tenía, en cambio, ojos para las correrías de Barbarica; la enana saltaba de tumba en tumba, todas profanadas, de manera que cada cuerpo en ellas yacente semejaba el de su cruel y generosa ama, pues a éste faltábale un brazo, a aquél la cabeza, a la de más allá la nariz, a la de más acá una oreja, y Barbarica sólo podía murmurar: oh, mi esposo amado, mi pobre príncipe menguado pero hermoso, ya no te escondas, ya no juegues con tu chiquitica, sal de tu escondrijo, no me humilles, liberaste a los indignos la noche de nuestras bodas, no me desprecies a mí mientras enalteces a los vermes salidos de alquerías y aljamas, no me niegues ya tu mandragulón tan deseado, no me dejes pasar mi noche de bodas sin que me metas el padre, no me hagas creer que eres sodenítico amarionado, te ofrezco mis teticas pintadas y rebosantes, te ofrezco mi pegujar bien poblado, de hembra normal y sin proporción con la mezquindad de mis otras partes, ay principito, ay bobito, ¿quién te sacó de tu condición de mendigo, de tu triste estado de andrajoso náufrago, el día que te encontramos en las dunas y a punto de ser descuartizado por la ralea, quién traía en su baúl de mimbre los afeites, las pomadas, los pinceles, las pinturas, las falsas barbas que transformaron tu apariencia, quién, mi bobito lindo? Nada podías ver en la oscuridad de esa carroza de cuero de mi Ama, sólo la escuchabas a ella sin verme ni sentirme a mí; ni me viste ni me oíste, aunque creiste que las manos que te desvestían eran las de mi señora la Reyna loca, quien no tiene ya las suyas, y eran las mías las que rasgaban tu jubón y retiraban tus calzas, y era yo la que se escapaba por el hoyo abierto en el piso de la carroza, oculto por mi baúl de mimbre, y con la agilidad de mi corto tamaño escapé, corrí entre las ruedas y las patas lentas de los caballos hasta la carroza fúnebre, con tus miserables ropas hechas bulto entre mis pechugas, y allí desvestí al fiambre del Príncipe llamado el hermoso, que en vida fue esposo de mi Ama y padre de nuestro Señor actual y en muerte fue embalsamado con semblanza incorruptible por la ciencia del doctor del Agua, y le puse tus ropas de tahúr y regresé por donde había venido al carruaje de mi Dama y allí te vestí con el gorro y los medallones, la capa de pieles y el jubón de brocados, las calzas y las zapatillas del cadáver, y así tuvo lugar la milagrosa transformación que tal asombro y alharaca armó entre nuestro séquito; esto me debes; ser príncipe y no mendigo; fui recompensada y mi Ama dióte mi manita regordeta y cariñosa en matrimonio; y tú, que todo se lo debes a mis tretas y artificios, ahora me niegas el goce de tu dinguilindón entre mis muslitos rechonchos, ah malvado, ah picaro, ya no juegues con tu pobre Barbarica, tu mujer ante Dios y ante los hombres, déjate ver, déjate amar, sé mi conserva, toma mis copos, bobito, bobito…
Así diciendo, la enana Barbarica llegóse hasta la tumba reservada por el Señor don Felipe para su padre, el hermoso Señor putañero, y vio con desconcierto que era la única con la lápida bien puesta sobre el zoco funerario. Fuerza sacó de deseo y sudó, jadeó, esforzó todos sus miembros cortos y rechonchos como los de una niña de seis meses, hasta apartar la plancha de bronce y entonces gritó, se santiguó, chilló como gato de desván, tembló como azogada, pues en el hondo espacio de ese sepulcro yacían, lado a lado, dos hombres idénticos, idénticamente vestidos, idénticamente ajuareados hasta en los nimios detalles de anillos y medallas, y ambos eran el príncipe, su príncipe, dormidos dentro de esa tumba como dos gemelos gestándose dentro del vientre de una madre de piedra, recostados los dos sobre el espantoso despojo del marido embalsamado de la Dama, y éste vestía las ropas rasgadas del náufrago, dos, dos, Dios mío, redoblas mi placer, gruñó Barbarica, pero sólo me lo ofreces para quitármelo, pues muertos están los dos, ay, la puta que los parió, ay, que me muero con virgo intacto, ay, que mi noche de bodas la he de vivir intocada, entre muertos que ya no se les para el tencón, y sin más alcahueta para remedio de mis males que la muerte misma, ayayay, y metida dentro de la tumba, la enana primero besó los labios del Señor embalsamado y vestido con las ropas rasgadas del náufrago, y el beso le supo a acíbar, y esos labios bien muertos estaban; luego besó la boca abierta de uno de los dos príncipes idénticos, y el beso le supo a sangre seca de paloma herida; la enana arrancó el bonete de este príncipe, vio su cráneo rapado y supo que era el pobre casca- frenos con el que la habían casado, y esos labios sangrantes de su esposo tenían aliento de locura y sacrificio, mas no de vida. Guiñó un ojo apapujado la enana, olió con sus chatas naricillas, olió mierda, recordó, apartó las piernas y bajó las calzas del príncipe idiota su marido, hurgó con sus manitas entre las heces verdosas, sintióse a punto de vomitar, repitió varias veces, ay que huele, que huele que trasciende, mas no dejó de hurgar entre las cacas del bobo hasta hallar lo que esperaba hallar; la negra perla, la llamada Peregrina, y se la guardó velozmente entre los senos apretados después de limpiarla sobre el jubón del dormido joven su esposo de amores nunca consumados.