Repite las palabras con un tono suave y desencantado, sin el clamor original que debió justificarlas. Sus manos palpan el polvo suelto cada vez que repite el verbo de su deseo, regresa. Guarda un largo silencio y tú escuchas el seco crepitar de las ramas que alimentan este fuego que debe defendernos contra la noche fría de la Sierra Madre. Afuera, nuestros hombres aceitan las bicicletas, cortan la madera para los pontones y pasan en largas filas cargando los puentes enrollados que mañana retirarán de las barrancas. La enramada de arrayanes nos protege; y, más que ella, la bruma que desde la tarde se desprende de la cima del Cofre de Perote. La Vieja Señora se sienta con las piernas cruzadas. La describes como un aeda de anchas faldas rotas que cuenta su propia historia con las hesitaciones de quien habla de un acontecer ajeno. No te cuenta una leyenda; ella te ha dicho que las leyendas se aprenden de memoria; basta cambiar una palabra para que dejen de serlo. Su largo silencio ni es sereno ni es neutral; no es una memoria, es una invención que busca su continuidad, su apoyo, en la hora de la selva que nos rodea.
Dices que la ves allí, cerrada, temblando, murmurando con los labios el sonido de un tambor de duelo, y te dices que el terror es el estado verdadero de toda criatura, autosuficiente, ajeno a cualquier relación dinámica: el terror, estado de unión sustantiva con la tierra, y anhelo de despegarse para siempre de la tierra. La historia —ésta, otra, la de muchos, la de uno solo— no puede penetrar los cuerpos aterrados, a un tiempo paralizados sobre la tierra y arrojados fuera de ella. Seguramente, la Vieja no puede saber si ese ruido, en verdad, se acerca o si su proximidad es idéntica a la voluntad del miedo. Sólo cuando siente la naturaleza impermeable a su cuerpo, la Vieja te dice que escucha ese gemido cada vez más próximo, que siente el tacto de otras manos sobre su cuerpo pero que no podría asegurar si ambas sensaciones son una amplificación de los ritmos esenciales del cerebro, como si el terror fuese un poderoso electrodo aplicado al cráneo y atento al vigor variable de las ondas.
Sólo una vez, nunca repetible: dice escuchar de nuevo ese tambor; pero en ese mismo instante, como de muy lejos, sale al encuentro del acorde la disonancia de algo que podría describirse como el rumor de un vidrio, roto con anterioridad, que se recompone en sus piezas, utilidad y reflejo: un montón de vidrio roto que se levanta del piso, como si el momento de la ruptura hubiese sido grabado en una cinta magnética que ahora, en reversa, Jo reconstruye; el vidrio: un espejo humeante.
El primer escuadrón pasa por el cielo bajo y la Vieja Señora mueve los labios a sabiendas del ultraje. Al mismo tiempo, alguien toca la única campana de la iglesia de esta aldea. Ella, que en medio de las acechanzas de la acción insiste en mantener la distancia de la narración, asumiendo la necesidad de analizar, más que los sucesos, la manera como los sucesos se exteriorizan y relacionan, dice que los aviones y la campana, al ponerse de acuerdo, proclaman su mutua ausencia en el instante de encontrarse: el ruido fugitivo de los cazas parece negar la convención melódica del bronce, pero en realidad una nueva sonoridad —de allí, te asegura la mujer, tu silencio embelesado— se convoca a sí misma a partir del accidente.
Rozas la mano de la Vieja. Ella parece redoblar la atención. Tú tocas fugazmente lo que ella está tocando siempre. Ambos reconocen ese tacto de pelusa y caparazón, alas de pluma y patas de insecto.
—Va muy adelantado, le dices tranquilamente. ¿Qué es?
—Un regalo. Me describieron la forma. Trato de acercarme al modelo. Es muy difícil.
Y pega un manotazo sobre tus dedos curiosos.
—¡Quieto! Espera a que termine.
Arropa el chal sobre sus hombros, fingiendo un frío repentino; un estremecimiento asciende a sus orejas: pabellones de porcelana translúcida. Luego ríe como si se imitara a sí misma; repite la carcajada de una ocasión perdida, pero ahora la risa no es cristalina y audaz, como lo fue sin duda aquella vez, la vez que ella intenta recuperar. Es una parodia de otra risa que ahora te llega encadenada y rota: la diferencia entre la plenitud de una ola y la fragilidad del vidrio. Entonces, sólo por un instante, imaginas que la voz de la Vieja es para ti como el rumor del tambor para ella.
Pero en seguida tus sentidos se distraen. Las soldaderas preparan el desayuno y a la choza llegan los olores enervantes del chile deshebrado, desmenuzado, abierto en rajas, mezclado con los tomates frescos, la cebolla picada y el aguacate molido. Una mano extiende dos escudillas desde la entrada; las tomas y las colocas junto a la mujer. Ella deja de escuchar, de hablar, de recordar (te das cuenta, o imaginas, que hace todo esto al mismo tiempo) y devora, en cuclillas, la comida como si en este momento se hubiese inventado y ofrecido (y amenazado con retirar para siempre de las manos) el alimento. Te mira con algo de burla en los ojillos que apenas distingues detrás de la tela blanca, levantada y arrugada encima del labio superior a fin de comer. Te dice, con la boca llena, que come por el gusto de comer: un gusto suficiente. Dice que no es el momento de pensar o justificar nada. La comida la asienta, la radica aún más en el suelo; es el plomo de un cuerpo (dice) demasiado ligero.
A lo lejos, los bombardeos se reinician. Es la indicación de que el día se aproxima. Pero la Vieja Señora, impermeable en la serenidad como lo es en el terror, discurre ajena a la amenaza renovada que la nueva aurora nos promete. Su pausa prolongada es como una disolvencia cinematográfica, como si esperara la autorización de los primeros rayos de sol para reanudar el relato y como si esta luz naciente, hoy, en la sierra veracruzana, fuese en realidad la luz congelada de un día previsto, prometido, sin sorpresas.
El fuego se está apagando.
Abres los brazos en un gesto normal de desperezamiento que puede confundirse con una alabanza a ese sol apenas aparecido que ya transforma el frío de la noche en el fresco calor del amanecer tropical (anuncio, a su vez, de una larga jornada húmeda, abrasante, implacable). Pero en el perfil angosto de la mujer, apenas visible detrás de la blanca tela que le cubre la cara (iluminada toda la noche, desde la tierra, por la débil fogata, como ahora, desde el oriente, por el sol errabundo) hay una cifra. Tú mismo te preguntas si esa luz naciente se aclara a sí misma o nos aclara a nosotros. Pero no puedes dejar de pensar que sólo repites la pregunta que la prisionera se formula en silencio.
Como todas las mañanas, los Phantom pasan volando bajo y veloz, ametrallando al azar; todos nos protegemos; ocultamos la cabeza entre las piernas y bajo las manos unidas sobre la nuca. A lo lejos, los aviones dejan caer la carga completa de bombas de fragmentación, giran sobre el cielo, ganan altura y desaparecen. La Vieja empieza a reír sin motivo, luego se arrastra sobre el piso, meneando la cabeza, hasta encontrar lo que busca. El brusco movimiento; el terror de morir cada mañana; pero apenas pasa esa amenaza acostumbrada e instantánea, la normalidad se restaura con una velocidad milagrosa. La Vieja, igual que todos, se había doblado sobre sí misma como un feto; había arrojado lejos lo que traía entre manos. Y ahora, como si no hubiese sucedido nada, lo recobra con naturalidad, lo acaricia una y otra vez, luego encuentra esa vieja vasija llena de cola y empieza a trabajar. Casi no hay luz (la fogata se apaga; no vale la pena encender otra; el día se está iniciando). Permanecen en silencio después del miedo. Se miran de vez en cuando. Esperan. Ella mueve las manos con agilidad. Le preguntas:
—¿Qué es?
—Acércate.
—¿Puedo verlo?
—Hay poca luz. Ven. Toca. No tengas miedo.
—¿Entonces ya terminaste?
Sabes que sonríe y que su sonrisa son dos respuestas: hace tiempo que lo terminé; no lo terminaré nunca.
—Puedes acercarte. ¿Qué te figuras que es?
—Tiene la forma de un pájaro.
—Sí, pero es gratuita. Casi un accidente.
—Es como tocar un pájaro. Son plumas, estoy seguro.
—¿Y en el centro? ¿En el centro mismo?
—Un momento… no, no son plumas… diría… diría que son… hormigas…
—Te equivocas otra vez. Son arañas. Animales sin tiempo.
—Pero esas guías… esa nervadura… que parece dividir la tela…
—Puedes llamarla tela, si quieres…
—…que parece divirla en zonas… de plumas… y luego separar las plumas de ese… campo de arañas, dices… un campo de arañas en el centro mismo, sí…
—Toca, toca, deja correr tus dedos. Sigue las nervaduras. Hasta el extremo.
—Déjame sentir… son ramas… muy delgadas… casi filamentos… pero terminan… terminan… como dardos…
—Flechas. Las flechas van dividiendo el campo. El campo conocido. Lo parcelan. Hace falta luz. Ojalá pudieras ver los colores.
—Está amaneciendo.
—Son parcelas de plumas verdes, azules, granate, gualda.
—Pronto lo podremos ver, juntos.
—Cada campo y su color indican el tipo de ave que allí se puede cazar. Es más: éstas son las plumas verdaderas de las aves que habitan cada sector de la selva. El quetzal, el colibrí, la guacamaya, el faisán dorado, el pato silvestre, la garza. Cada zona es irregular, ¿sientes?, menos la del centro. Ésa es regular; es una circunferencia perfecta. Es la parte vedada del bosque. Allí no hay plumaje; de allí no puede derivarse el sustento; allí nada se puede cazar, y matar, para satisfacer el hambre del cuerpo; allí habitan los dueños de las palabras, los signos, los encantamientos. Su reino es un campo de arañas muertas que yo pego con cola a eso que tú llamas tela. Y los límites de la tela son los del mundo conocido. No se puede ir más lejos. Pero se quisiera ir más lejos. Las puntas de las flechas indican todas hacia afuera. Hacia el mundo desconocido. Son límite; también son invitación. La frontera entre el hogar y el prodigio. Esto me dijo, en su lengua, la india que me entregó esta ofrenda la primera vez que pisé esta tierra.
Recuerdas la escasa información que pudiste obtener, dada la dificultad de las comunicaciones. Entró al país con visa de turista, pero era antropóloga profesional. Al menos eso decían los papeles. Padre inglés y madre española, o viceversa, esto no se aclaró. No pudiste averiguar su nombre, ni su fecha de nacimiento. Fue capturada rondando el campamento, con esa máscara de tela blanca sobre el rostro, dijo que era para protegerse de los mosquitos. No cabía ya, en la situación actual, más que una actitud: la sospecha, la presunción de culpa. Nada había dicho que comprobase la inocencia de su ocupación y de su aparición en el lugar mismo desde donde tú diriges la guerra de resistencia. Por su voz, sus manos, su encorvada figura, dedujiste que era vieja. Así la llamas: la Vieja. Continúa pegando arañas con cola, ahora en silencio. Tú la miras. La vida renace alrededor de nosotros. Tú la escuchas. Los pozos artesianos son bombeados a mano; las llantas de las bicicletas son infladas y dejan escapar un silbido agudo; las balas son introducidas en las recámaras de los fusiles; alguien barre un huerto vecino; los niños refugiados chupan las tetas de las mujeres acuclilladas contra los muros y frente al sol. Pero el pálpito del tambor lo vence y envuelve todo. Un mensajero entra desnudo, sangrante, al campamento, y cae de bruces, jadeando. Se escuchan unos lejanos pífanos indios.
—La música del Nayar, murmuró la Vieja Señora. Conocí un pueblo de coras donde la iglesia ha sido abandonada. Estuve allí una vez y recuerdo esa música de pífanos y tambores. La iglesia fue construida hace poco más de dos siglos, después de la tardía conquista española de esa región rebelde e inaccesible. Los indios, los antiguos príncipes caídos, fueron los albañiles de la obra. Los misioneros les mostraron los grabados de los santos y los indios reprodujeron las imágenes a su manera. La iglesia era un paraíso indígena, un vaso opaco que contenía los colores y las formas del reino perdido. Los altares eran aves de oro encadenadas a la tierra. La cúpula era un inmenso espejo humeante. Los rostros blancos de las esculturas de yeso reían bestialmente; los rostros morenos lloraban. Podía pensarse que los coras, apenas derrotados, reafirmaron la continuidad de su vida apropiándose los símbolos del conquistador, revistiéndolos de una forma que seguía representando los cielos y los infiernos del aborigen. Los misioneros toleraron esa¹transformación. Al cabo, la presidía la cruz. Y un solo signo podía representar la misma promesa, antes fracturada en las mil divinidades del viento y del sol, el agua y el venado, el perico y el matorral ardiente. Cuando terminaron la obra, el misionero señaló hacia el Cristo del altar y dijo que la iglesia era el lugar del amor porque en ella reinaba el dios del amor. Los indios así lo creyeron. Entraron de noche a la iglesia y fornicaron al pie del altar, con risas de pájaro y suspiros de cachorro herido, bajo la mirada de ese Cristo torturado, sufriente como ellos. El misionero los descubrió y los amonestó con una furia infernal. Y los indios no comprendían por qué el dios del amor no podía ser el testigo del amor. Habían recibido la promesa, idéntica al permiso. Y súbitamente, el cumplimiento del anuncio era igual a la prohibición. Los indios se sublevaron, corrieron al misionero y, llenos de una muda decepción, cerraron las puertas de la iglesia del falso dios del amor. Decidieron visitar esa iglesia, que para ellos se había convertido en el claustro del infierno, sólo una vez al año y disfrazados de diablos. Los muros se han cuarteado y el atrio está invadido de hierbas. Un desierto devorador, una tierra arruinada cuyos únicos templos son los magueyes. Pero el firmamento es inmenso y abrasador. Los indios se pintan los cuerpos de negro, blanco y azul, lentamente, acariciándose los unos a los otros, como si volviesen a vestir sus antiguos ropajes ceremoniales: la tierra es la tela; el origen de la pintura es vegetal. Después simulan una fornicación colectiva bajo la bóveda del cielo. Pero los actos de esa larga pasión sensual, celebrada cada semana santa, se identifican con los actos de la pasión cristiana. Los suspiros de abandono en el huerto de los olivos, la bebida del vinagre, el viacrucis, la crucifixión, la compañía de los dos ladrones, la lanzada en el costado, la túnica jugada a los dados, la muerte, el desprendimiento de la cruz y el entierro del santo cuerpo son interpretados sexualmente, como una dolorosa sodomía: Dios amó, físicamente, a los hombres. Es muy extraño. La iglesia era un símbolo y en ella quisieron efectuar un acto real. El sol es real y bajo su luz sólo repiten un acto simbólico. Toda la ceremonia es vigilada por un hombre enmascarado, a caballo, con sombrero de charro. El charro se cubre el cuerpo con una capa de seda roja y el rostro con una máscara de plumas. Sólo muestra su cara el sábado de gloria: ha resucitado Cristo, pero no nuestro Cristo histórico, que padeció bajo el reino de Tiberio y fue entregado por Pilatos, sino el dios fundador, el que entregó a los hombres las semillas del maíz, les enseñó a labrar y a cosechar: un dios sin el tiempo de Cristo, pero con todo el tiempo de un origen constantemente renovado. Es muy extraño. ¿Conoces ese lugar y esa ceremonia?