Y con estrechos ojos calculadores mirábalo todo el flamante Comendador, el prestamista hispalense padre de Doña Inés, y nada que se moviera miraba, sino la riqueza de las maderas del coro y la sillería, acana y caoba, terebinto y nogal, boj y ébano, y los tableros con guarniciones, molduras y embutidos de caoba, y las columnas del coro, con el color sanguíneo cuajado del acana, estriadas todas y redondas, los capiteles labrados, los canes que vuelan encima del alquitrabe y las hojas de cardo; sesenta pies de largo, por lo menos, tiene esta capilla, se dijo el sevillano, y cincuenta y tres de ancho, pero encierra más riquezas de las que cupieran en espacio cien veces mayor, pues las mesas son de mármoles y jaspes blancos, verdes, encarnados, embutidos, chapados y ensamblados unos con otros, de finísimos jaspes el altar, de metal y bronce dorado a fuego, y como un carbunclo encendido es la custodia, y diamantes la adornan, como diamantes debieron servir para labrar tan costoso tabernáculo, bien dijo quien dijo que hay aquí bastante para fundar un reino, de sobra habrá para pagar un préstamo, pues cosa no veo en este sagrado lugar que no pueda tundirse, arrancarse de su sitio, revenderse, mucho es esto para un solo lugar inservible, y acertado anduvo el anciano regidor de este lugar cuando estas tierras comunales fueron expropiadas por el Señor: «Asentad que tengo noventa años, que he sido veinte veces Alcalde y que el Señor hará aquí un nido de oruga que se coma toda esta tierra, pero antepóngase el servicio de Dios», y para cumplir con la premática del Señor derribáronse bosques, niveláronse montes, cegáronse aguas, y todo, sí, por bien vacar a Dios y cantarle divinas alabanzas en continuo coro, oración, limosna, silencio, estudio, y por enterrar a los antepasados de nuestro soberano. Mas nadie sabe para quién trabaja, y quizás lo que hoy honra en un solo lugar a Dios y a los muertos puede mañana, sin mengua de la grandeza del Creador, adornar las casas de los vivos y a Sevilla mandarse esta balaustrada, a Génova tal candelabro, tal pilastra a casa de un comerciante de Lubeck, las sillerías a las escuelas donde se eduquen los hijos de los ciudadanos de provecho y ahorro, y casullas, dalmáticas, capas y albas bien pueden transformarse en lujosos atuendos para nuestras mujeres, que el buen paño en el arca se vende y aquí es como cosa muerta y que a nadie aprovecha. Para los siglos habrá pensado el Señor estas maravillas; para un buen balance anual las veo yo, y a fin de obtenerlas pensaré que cuanto aquí he visto y oído las pasadas noches sólo pesadilla es, que las cosas son cosas, y pueden tocarse, medirse, cambiarse, venderse y revenderse, y aquí sólo son decorado para inútiles ritos y sucesos a los que no darán crédito mis sentidos, pues no he visto el vuelo del murciélago, ni la transformación del murciélago en hembra desnuda, ni el robo de sepulcros, ni la fornicación dentro de ellos, ni la aparición de enanas y viejas mutiladas y donceles que se recuestan sobre las ricas laudas funerarias, ni nada que mi razón no comprenda o mi interés no traduzca. Tarda en morir el viejo tiempo, y hasta a un mercader bien templado como yo hace ver visiones y fantasmas. Mueran los viejos sueños, Señor: cuanto aquí posees ha de circular, moverse, mudar de sitio y dueño. Ésa es la realidad, y tu portentosa fábrica será sólo la tumba de tus antepasados y también la de tus sueños, tus vampiros, tus enanas, tus viejas sin brazos ni piernas, tus enloquecidos donceles disfrazados de estatuas. Gracias por mi título. Señor, aunque lo que en mí premias sea tu propio castigo. Tu Dios espectral no es mi Diosa real. Razón llamo a mi deidad, sentidos despiertos, rechazo del misterio, exilio de cuanto no quepa en el seguro arcón del sentido común, donde lógica y ducados acumulo, conllevados en felices y provechosas nupcias.
Y la mirada fulgurante de la Dama Loca era mirada de triunfo, y así como el viejo Comendador aliaba razón y dinero, ella volvía a aliar vida y muerte, pasado y futuro, ceniza y aliento, piedra y sangre: adosada sobre un nicho labrado de la capilla, incapaz de moverse, ajena a los temores de una fatal caída desde el nicho hasta el suelo de granito, su mirada era de triunfo: toda la corte, todos los seres vivientes, reuníanse en esta honda cripta sepulcral, asimilábanse a sus amados muertos y quizás, con suerte, ya nadie saldría de aquí, todo quedaría fijado para siempre, como las figuras de ese cuadro detrás del altar, extraño cuadro, de cristiana temática y pagana construcción, donde las desnudas figuras del tiempo convivían con las revestidas de la historia sagrada, el perfecto trueque de lo muerto y lo vivo se consumaba ahora, la recompensa de la vida era la muerte, el don de la muerte era la vida, el obsesivo juego del canje que gobernaba la loca razón de la vieja alcanzaba su supremo punto de equilibrio. Que nada lo rompa, rogó la Dama Loca, que nada lo rompa, y se entregó a un profundo sueño que tampoco permitía distinguir los dominios de la vida y los de la muerte.
Y todos los ojos ajenos intentaba escudriñar el agobiado Señor cuando ocupó la silla curul que Guzmán le ofreció, al pie del altar; todos los ojos, desde los de Inés escondida detrás del enrejado del coro hasta los del último alguacil inconscientemente parado al pie de la escalera de los treinta y tres peldaños. Nadie, en este aglomerado recinto, ocupaba esos escalones, como si una invisible barrera de cristal vedase el paso a la escalera. Ante la multitud reunida, el Señor sentía, más que las presencias, ciertas ausencias; y al querer darles un nombre, las llamó Celestina y Ludovico, Pedro y Simón, preguntándose, hincando los dedos sobre los brazos de suave nogal de la silla, si alguna relación final podrían tener los sueños de ayer con los misterios de hoy, si aquéllos habían anunciado a éstos y si el enigma, el cabo, no era, más que el desconocimiento de la lógica ligazón entre lo que juventud deseó y vejez temió; si el misterio de hoy no era, ¿cómo saberlo?, más que el naufragio del sueño de ayer. Quizás…quizás el estudiante y la muchacha embrujada, el campesino y el monje, eran quienes ocupaban, invisibles, los escaños de esa escalera que nunca terminaba de construirse, esa escala donde cada peldaño era un siglo y cada paso un paso hacia la muerte, la extinción, la inconciencia, la materia inerte y luego la maldita resurrección en cuerpo distinto al que habernos. Ojos estrábicos del fraile Toribio, ojos temerosos del fraile Julián, ojos avaros y obsequiosos del usurero sevillano, ojos aburridos del prelado, ojos impenetrables de Guzmán: nada le dijeron., nada contestaron a la pregunta que el Señor, al hacerles, se hacía. Y al no encontrar respuesta, se retrajo al único refugio cierto: su propia presencia.
Su presencia real. El Señor decidió aferrarse a sí mismo y contar con la simple unidad de su propia persona para imponerse a la sorpresa, a la multitud, al enigma, al desorden. ¿Basta mi presencia?, se preguntó en seguida; y la respuesta fue ya un primer quebrantamiento de esa unidad simple —yo, Felipe, el Señor—: no, mi presencia no basta; mi presencia está transida por el poder que represento y el poder me traspasa porque, siendo anterior a mí, en cierto modo no me pertenece y al pasar por mis manos y mi mirada, de mí se aleja y deja de pertenecerme; no basto yo, no basta el poder, hace falta el decorado, el lugar, el espacio que nos contenga y nos de una semblanza de unidad a mí y a mi poder; la capilla, esta capilla con el cuadro traído de Orvieto y las balaustradas de bronce y las pilastras estriadas y las sillerías labradas y las altas rejas del coro de las monjas y los treinta sepulcros de mis antepasados y los treinta y tres escalones que ascienden de este hipogeo al llano de Castilla; y así, la ilusión de unidad era ya el complejo tejido de un hombre, su poder y su espacio y Julián, mirando al Señor sentado frente al anónimo cuadro que, decían, llegó de Orvieto, lo imaginó imaginándose como un antiguo icono, reproducción sin tiempo ni espacio del Pankreator, pero vencido por la epidemia de signos espaciales y temporales del cuadro: tú, Felipe, el Señor, aquí y ahora; y al entrar a este lugar el paje enmascarado y el rubio joven, los enigmas, lejos de resolverse, se multiplicaron, avasallaron el ánimo del Señor como avasalló la simple pareja a la multitud de alguaciles y dueñas, monjes y alabarderos, regidores y mayordomos que les abrieron, contrariados, paso hacia la presencia del Señor; y así él mismo se convirtió en dispersión de las preguntas que se formuló, sentado en la silla curul con Guzmán a su lado, dándole la espalda al altar, al cuadro italiano, a la mesa del ofertorio, a los manteles bordados, a los copones y al tabernáculo mismo: ¿quiénes son?, ¿por qué son como son?, ¿por qué avanza enmascarado ese paje, ocultando su rostro con un antifaz de plumas verdes, negras, rojas, amarillas; por qué trae clavada bajo el cinturón una larga y sellada botella verde?, ¿quién es ese muchacho que el paje trae tomado de la mano, y qué aprieta entre las manos el joven de calzas y blusa rasgadas y enmarañada cabellera rubia?; la cruz, la cruz; ¿qué es esa cruz encarnada, impresa entre las cuchillas de la espalda del joven, esa cruz que miro ahora que un torpe alabardero tuerce el brazo del muchacho, le hace gemir dolorosamente, le obliga a hincarse dándome la espalda como yo se la doy al altar… yo, que también porto una cruz bordada en oro en la capa que descansa sobre mis hombros?, ¿y qué cosas ruedan de las manos abiertas del muchacho ahora que cae, que los guardias le hacen caer, rendido ante mí, cautivo, dos pedruscos, dos grises piedras, qué clase de ofrenda es ésta, a quién se la hace, a mí, o a los poderes del altar detrás de mí, quería lapidarme a mí, en mi propio templo, quería lapidarnos, a los dos Señores, a mí y al otro, a mí y al Cristo sin luz, quería?; ¿y por qué mi estrellero, Toribio, se abre ahora paso entre la multitud, corre hasta donde se encuentra, a mis pies, este muchacho infinitamente extraño y vencido y desafiante y coge las dos piedras, las mira con sus ojillos bizcos, las sopesa en sus propias manos, parece reconocerlas, las besa? y en seguida las levanta en alto, las muestra, las muestra al pintor miniaturista fray Julián, hacia él corre con las piedras en las manos, ¿ha perdido el juicio mi fraile horoscopista, o sólo cumple al pie de la letra la función para la cual lo traje aquí: resolver los enigmas y fijarlos en carta astral?; y así vaciló la real y única presencia del Señor, multiplicada por la duda y la doble presencia de estos extraños: el paje todo vestido de negro, enmascarado con plumas, y su joven acompañante: y así se levantó ese chillerío de pájaros en la jaula de las monjas, es él, mi Dulce Cordero, chilló la Madre Milagros. es él, mi cruel y amantísimo confesor, chilló sor Angustias, es él, otra vez, mi señor Don Juan, chilló la novicia Inés, uno es el de piedra y otro el vivo, enloquece mi razón, ¿a cuál debo desear, al que me promete la ventura de la piedra inmóvil o al que me promete la desventura de la carne temblorosa?, y el chillerío de las monjas despertó de su sueño a la Dama Loca, y también vio a otro hombre idéntico al que ella rescató de las dunas un atardecer y elevó al rango de heredero; y el propio Don Juan miró a su doble hincado ante el Señor y luego miró intensamente al espejo que mantenía, recostado, en una mano y se dijo sí, me estoy convirtiendo en piedra y mi espejo sólo refleja mi muerte: somos dos, dos cadáveres, ése es el poder y el misterio de los espejos, ay mi lúcida alma, que cuando un hombre muere ante un espejo, es en realidad dos muertos, y uno de ellos será enterrado, pero el otro permanecerá y seguirá caminando sobre la tierra: ¿ese que está allí, soy también yo?
No vaciló, en cambio, el paje enmascarado. Mientras las fracturas del ánimo del Señor se revelaban en parejas crispaciones de su rostro capaz de asumir prematuramente, en la duda y el olvido y Ja premonición y el miedo y la resignación, las facciones que le reservaba el umbral de la muerte, el paje avanzaba hacia él con paso firme. Los taconazos resonaron sobre las baldosas de granito de esta capilla; más resonaron por el silencio que hacía guardia a la evidente turbación del Señor, que por la fuerza del ligero cuerpo del paje y atambor de la Dama Loca. Y ésta, desde su nicho, miró ahora a su atambor perdido, y gritó:
—¡Has regresado, indigno, mequetrefe, después de abandonarme sin mi permiso, y has regresado a traer mi ruina, a romper mi equilibrio, maldito!
Y fue tal su agitación, que la vieja reyna cayó desde lo alto del nicho labrado donde la había puesto con tanta delicadeza Don Juan, y sin brazos ni piernas que la defendiesen de la caída, dio con su cabeza contra el helado piso de granito, y se desvaneció. Nadie hizo caso de ella, pues toda la atención se fijaba en los sucesos del altar. El paje ascendió al estrado y se acercó, enmascarado, al Señor. A sus ojos turbados. Los de Guzmán, cercano; los de Don Juan, librado a la imaginación del mal y de la muerte; los del Comendador, temeroso de que estos hechos más próximos a la fantasía intangible que a la sólida mesa de las balanzas desviaran de su curso el arroyuelo de los precisos y preciosos intereses; los de las monjas, atolondradas por la aparición del muchacho idéntico a sus amores. Apenas los ojos más alertas vieron; ni siquiera los oídos más atentos escucharon. Nada oyeron de lo que el paje, después de besar las manos del Señor, murmuró cerca de la pálida oreja; sólo algunos vieron que el paje se quitó por un instante la máscara; pero todos, a tono con las más nimias vibraciones de su Amo, sintieron que el Señor tembló azogado al mirar al rostro del paje: los ojos grises, la naricilla levantada, el mentón firme, los labios tatuados, húmedos, impresos con sierpes de colores que se ajustaban al movimiento de los pliegues carnosos; y Don Juan, desde su posición sobre la lápida de la tumba, pudo mirar cómo se encendían los pabellones de las orejas del Señor, como si este paje hubiese encendido, detrás de ellos, los cirios de la memoria.
Y esa memoria, para todos desconocida menos para el Señor y el paje, detuvo las ruedas del tiempo, inmovilizó los cuerpos, suspendió los alientos, cegó las miradas y, así, el fraile Julián pudo apartar su propia mirada de la vasta tela por él pintada y perderla en otro lienzo aun más grande aunque menos definido: el de la corte del Señor, fijada, paralizada, convertida en inconsciente figura, dentro del espacio de la capilla real; y Julián, que miraba, miraba desde adentro de ese espacio y no alcanzaba ni a oír ni a ver las palabras y los escasos, azogados gestos del Señor ante el paje y el muchacho: los protagonistas.
El paje volvió a cubrirse el rostro con la máscara de plumas; tendió una mano al Señor y éste la tomó, se incorporó y descendió del estrado; pero su inusitado movimiento no reanimó el de quienes lo observaban sin comprender, aunque todos los ojos recobraron el brillo, vieron al Señor y al paje descender del altar, vieron al paje tender la otra mano al muchacho hincado, de desgarradas ropas, con la cruz en la espalda y los mechones rubios ocultándole el rostro; el joven compañero del paje se levantó de su humillada posición, los alabarderos le dejaron libre y los tres —paje, muchacho y Señor— caminaron hacia la recámara vecina, separada de la capilla por una cortina negra y a ella, entre la multitud que abrió una valla de interrogantes, entraron.