Guzmán apartó la cortina para darles paso. Y ese gesto reanimó el movimiento, los susurros, la parlería y las exclamaciones de la corte; todos se agolparon, corrieron, codearon, pisotearon el cuerpo mutilado de la Dama Loca, apenas si pensaron que era un animal, un perro del Señor, un bulto olvidado, un lío de trapos negros, una paca de heno viejo, la pisotearon con la fuerza de un tropel de caballos, con el peso de una manada de bueyes, nadie la vio morir, nadie escuchó el suspiro final de la vieja mutilada, sangrada, con 1a. cabeza abierta, los mechones blancos manchados de sangre, los ojos desorbitados, el tronco aplastado, vieja cáscara de fruta desechada, todos se fijaron como un enjambre de insectos ante la puerta de la recámara.
Pero sólo los más cercanos —Julián y Toribio, el Comendador ty Guzmán— pudieron ver lo que pasó; sólo Don Juan imaginarlo; sólo. Inés temerlo. Y esto dicen que vieron quienes pudieron verlo y luego vivieron para contarlo:
El paje se acercó al Señor, volvió a hablarle en secreto y el Señor dio órdenes que coincidían con las palabras del paje, pues sólo a instancias de éste parecía obrar aquél: que manden traer a un cierto flautista aragonés, que el paje y el muchacho su acompañante, con lentísimos movimientos, como si nadasen debajo del agua, tomados de las manos, evitando mirarse, sonámbulos, se dirijan a la cama del Señor y allí tomen sus lugares, se recuesten y esperen la indispensable llegada del flautista, ya llega, Señor, acompañaba con sus tristes trinos invidentes a nuestra Señora en su alcoba, a la pobre Señora solitaria y vencida que parece seguir el camino de todas nuestras reinas: ser devorada por un tiempo con figura, fauces, dientes, garras, pelambre, hambre, Señor, ya se abre paso, guiado por ajenos ojos que pueden ver y por sus propias manos adivinas, el flautista que no sabemos de dónde llegó, ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pero que el paje juzga indispensable para la incomprensible ceremonia que aquí tiene lugar, sobre la cama donde nuestro Señor se ha dejado curar por Guzmán de sus achaques prematuros y desde donde ha podido mirar, sin moverse, enfermo, las otras ceremonias, las divinas, sin ser visto, pues esta ceremonia de ahora divina no ha de ser, desde que dos mozos suben juntos a la propia cama del Señor y allí se abrazan, como para consolarse o reconocerse, como para recordarse el uno al otro, tiernas, humanas miradas, pueden pensar esto Julián y Toribio, pero no el prelado que se agita y grita sodomía, sodomía en la capilla dedicada al culto soberano de la Eucaristía, soberano el culto como soberana debe ser la contricción inmediata ante el pecado que se avecina y ya lo dijo San Lucas: si no hacéis penitencia, moriréis todos igualmente, y el pecado nefando sólo se purga como lo purgó ese mozuelo sorprendido en tratos amarionados con los niños de los establos; en la hoguera, por el fuego, sic contritio est dolor per essentiam y oyéndole vagamente, pues las advertencias del prelado en nada podían distraer la fuerza de la curiosidad fuera de la alcoba señorial o la fuerza de la fatalidad dentro de ella, Julián miró hacia el cuadro del altar y se preguntó si la contrición cristiana debía, necesariamente, ser dolor de la voluntad y no dolor de la propia pasión que era causa y efecto, necesaria materia tanto del pecado como del perdón, y el fraile horoscopista y astrónomo, al ver los ojos de Julián, quiso preguntarle si no se acercaba el momento de cambiar el acto de contrición por el acto de caridad, un acto sin el dolor que el obispo juzgaba y proclamaba esencial, un acto de perdón (Inés, Angustias, Milagros) que no detestase las faltas cometidas, pues algo había en la contritio cristiana que, al lavarnos del pecado (Milagros, Angustias, Inés) deslavaba nuestras vidas y pretendía que, en realidad, jamás las habíamos vivido: ¿vale la pena empezar de nuevo?, se preguntaron, con las miradas, Toribio y Julián, ¿vale la pena?, mientras el paje y su compañero se abrazaban sobre la cama del Señor: allí esperan, Inés, Madre Milagros, Sor Angustias, la llegada del flautista de Aragón que ahora entra a la recámara, a tientas, con las uñas amarillas por delante, las pesadas espaldas y el andar cojitranco, las alpargatas sin rumor atadas con trapos a los tobillos ulcerados, la flauta sujeta a la cintura por un raído cordel: el ciego.
Doble ciego, doble, corrió el rumor de la voz de Toribio a la de Julián, de Julián al Comendador, de éste a un alguacil, del alguacil a un mayordomo, corriendo el rumor sobre el cadáver aplastado de la Dama Loca hasta llegar al agitado panal de las monjas escondidas detrás de la lejana celosía: doble ciego, pues ahora el paje venda los ojos del ciego con un pañuelo usado, manchado, con visibles cicatrices de antigua sangre, el ciego queda vendado, es conducido por el paje a la cama, a ella sube el flautista y allí ocupa un rincón, sentado con las rodillas cruzadas, desprende la flauta del cintillo y comienza a tocar una musiquilla triste, monótona, cuyos compases se repiten interminablemente: una música que nunca hemos escuchado aquí, Julián, Toribio, Inés, Madre Milagros, una música que huele a humo y a montana, que sabe a piedra y a cobre, que no nos suscita, a nosotros, recuerdo alguno, pero que a ese joven compañero del paje parece devolverle la vida, arrancarle de la modorra, levantarle la cara como en busca del sol exiliado de estas reales mazmorras, alumbrarle los ojos como si en verdad reflejasen a un astro errante, Toribio, Julián; y el paje corre las cortinillas del lecho del Señor, Inés, Madre Milagros, Sor Angustias, mientras la luz de la mirada del rubio y desgarrado joven se extiende a su rostro entero y pone en movimiento sus labios: los labios del muchacho se mueven, Guzmán, Toribio, Inés, Madre, y esto es lo último que podemos ver los que tenemos el privilegio de poder mirar por la puerta de la alcoba del Señor antes de que la mano del paje corra la última cortinilla del lecho y separe a los tres, paje, muchacho y flautero, de nuestros ojos ávidos de novedades y de la apagada mirada del tembloroso Señor sentado de nuevo en la silla curul que Guzmán le trae y le lleva, le lleva y le trae: escondidos los tres por las tres cortinas que cierran perfectamente los costados del lecho por todo lo ancho y todo lo alto: más que cama, frágil tumba, carruaje inmóvil.
El muchacho habla. Y el Señor oye lo que el muchacho dice, pero el cansado brazo le cuelga y la mano distraída busca algo cerca del piso, junto a la silla curul, una compañía, quizás un perro que le haga sentirse menos indefenso.
Señor: mi historia empieza al aparecer sobre el mar la estrella matutina, llamada Venus, ultima luz de la noche y perpetuación de la noche en la claridad del alba; guía de marineros. Llegué una mañana a un paraje solitario de la costa. Encontré allí a un viejo teñido por la fatiga pero tenaz en el esfuerzo. Construía, a orillas del mar, una barca. Preguntóle a dónde pensaba dirigirse; díjome que las preguntas sobraban. Pedíle ocasión de viajar en su compañía; señaló con el puño cerrado hacia un martillo, unos clavos y unos tablones. Comprendí el trato que me ofrecía y trabajé con él catorce días y sus noches. Al terminar, el silencioso viejo me habló, mirando con orgullo hacia el arca de curtidos velámenes:
—Por fin.
Nos embarcamos con Venus, una mañana de verano, habiendo llenado veinte barricas con agua de los arroyos. Me expuse recogiendo, en las aldehuelas costeras y sin permiso de sus dueños, gallinas y hogazas, cordelería y otros aparejos, cecinas saladas, ahumados tocinos y un costal de limones. El viejo sonrió cuando regresé con estas provisiones. Contóle mis pequeñas aventuras para obtenerlas, de noche o en horas de siesta, resbalando por tejados y cruzando a nado una ría, y salvándome gracias a la natural ligereza de mi cuerpo.
Sonrió, digo, y preguntóme mi nombre. Contestóle pidiendo conocer el suyo; dijo Pedro e insistió) en saber el mío. Le rogó que me bautizara; y añadí que sin burla ni desconfianza podía asegurarle que desconocía mi nombre. Joven Caco, rió el viejo Pedro; o gentil corsario y en buena causa, rió.
—¿Qué cosas sabes?
—Levante y poniente; norte y sur.
—¿Qué nombres recuerdas?
—Muy pocos. Dios y Venus. Mediterráneo, mar nuestro.
Un suave céfiro nos condujo, velozmente, lejos de la costa. Y cuando la perdimos de vista, pedí instrucciones a Pedro, quien se ocupaba de las velas, para enderezar la dirección hacia el rumbo de nuestro destino. Pero el viejo ya había perdido su fugaz alegría, y con tono sombrío me dijo:
—Ocúpate tú de las velas. Yo me encargaré del timón.
Así navegamos; sin sentirlo, pues el mar del estío semejaba un cristal inmóvil, y la suavidad del céfiro, en vez de encresparlo, barría la espuma y azogaba el piélago: y sin sobresalto, pues el viejo no dudaba del curso escogido y al principio, ciegamente, obedecí sus órdenes. Mi voluntad encontrábase adormecida; la calma del mar nos solicitaba pareja tranquilidad del cuerpo y del alma. Mar pacífico y suave céfiro; poco había que hacer, y horas sobraban para tenderse en cubierta y mirar el dócil paso de las nubes vacías y del generoso sol. Dejamos atrás hierbas y gaviotas, signos de la vecindad de la tierra. El viejo se alejaba de ella, pero supuse que jamás nos encontraríamos a más de dos días de navegación de la costa pues, cualquiera que fuese nuestra dirección, bordearíamos, como una aguja líquida, los manteles de las playas. El mar en sí no es nada, salvo reino de peces y tumba de incautos; nada es, sino salobre carretera entre las colmadas mieses de nuestra próvida madre, la tierra. Conocía las cartas que tan bien ceñían nuestro mar Mediterráneo y aunque ahora habíamos zarpado de costas del norte, imaginóme navegando ya hacia el sur y luego hacia levante, al mar nuestro, mar sin secretos, cuna nuestra, tan seguro como esa tierra que alabo, y que nuestro mar contiene en su nombre mismo: Mediterráneo, mar de mármol y olivo, mar de vino y arena, mi mar.
Vi las últimas doradas, que iban sobreaguadas y a veces mostrando los lomos, comiendo peces desde el mar. Luego dejé de verlas largo rato y las extrañé. Miré entonces con ojos entrecerrados al sol y, más ardiente que él, mi adormilada razón se incendió de sorpresa y miedo. Necio de mí; había mirado día tras día ese sol de verano y sólo ahora me daba cuenta de lo que me estaba diciendo: seguíamos porfiadamente su ruta. El sol era nuestra guía, imán más poderoso que el de cualquier brújula, pues basta seguir su diario curso para dispensarse de agujas de marear; nuestro camino obedecía el suyo, nuestra nave era la sierva sumisa del astro.
Navegábamos obstinadamente de oriente a occidente. El sol se levantaba a nuestras espaldas y desaparecía frente a nuestros ojos. Me incorporé nervioso y trémulo; miré a Pedro; Pedro me devolvió una mirada fría, serena, decidida, burlona.
—Tardaste en darte cuenta, muchacho.
Sus palabras quebraron la extraña e inmerecida paz de mi ánimo, miserable reproducción de la sosegada natura que me envolvía, y ese sol radiante, ese limpio cielo, ese buen aire, ese mar de espejos se convirtieron, en un instante, en la helada certidumbre de desastres; la calma presagiaba tormenta, dolor, y segura catástrofe; viajábamos hacia el precipicio del mundo, la catarata del océano, el mar ignoto del cual sólo una cosa era sabida: que la muerte reservaba a quienes traspasaban la vedada línea del más allá.
Terror y coraje: ¿pueden latir lado a lado tan encontrados sentimientos? En mí, en ese momento, sí. Veía la muerte en los azogues del mar e imaginaba un hirviente fin al derrumbarse sus aguas en la frontera misma del mundo. Miré con furia y con miedo al viejo; quise inventar la mirada de la locura en sus ojos profundos, perdidos detrás de las desleídas telas de los años. Grité que nos llevaba al desastre, que me había engañado, y que si su propósito era poner fin de tan terrible manera a sus días, el mío era salvarme y no compartir su malhadada suerte. Levanté una vara y me arrojé contra Pedro. Al viejo le bastó soltar 1a. rueda del timón, pegarme en el vientre con la espantosa fuerza de su puño encallecido y hacerme caer sobre la cubierta, gimiendo, en el instante en que la embarcación perdía, momentáneamente librada de gobierno, su equilibrio.
—Escoge, caco o corsario, murmuró Pedro; escoge si has de viajar atado de pies y manos, como un ladronzuelo, o de pie y con las manos libres, conmigo dueño de este mar y de la tierra libre que en la otra orilla encontraremos.
¿Tierra libre? ¿Otra tierra? Exclamé: —¡Estás loco, viejo! ¡Vas a perecer en tu empeño, y a tu muerte arrastras mi vida!
—¿Qué me reprochas?, contestó Pedro, ¿la resignación de mi edad contra la ambición de la tuya?
—Sí, yo quiero vivir y tú quieres morir, viejo.
—Por vida mía te digo que no. Porque he vivido lo que he vivido, viajo para seguir viviendo.
Me miró enigmáticamente, y como yo no entendiera sus razones, sino que me obstinara en las mías, él quería morir, yo quería vivir, prosiguió con tono desvelado:
—¿No ves que soy yo, el viejo, quien ambiciona, y tú, el joven, quien se resigna? Huyo porque tengo que huir. ¿Tú no?
Preguntóme si mi corta vida aún no me desencantaba, no de la vida, sino de cuanto en torno a mí la negaba y la impedía.
—¿Por qué, entonces, te embarcaste conmigo? ¿Por qué no permaneciste en aquella tierra, si no crees en la tierra nueva que yo busco? ¿De dónde vienes, Caco?
Temía esa pregunta, la temo siempre, porque así como desconozco mi nombre, de sobra conozco la razón de mi ignorancia. Contestéle al viejo: