El perro Bocanegra pudo mover la cabeza vendada con el nerviosismo acostumbrado, pero no las orejas. Y quizás la fresca herida, la carne cosida con toscos puntazos y la presión de la fajilla de estopas, le hicieron dudar de sus propios instintos. Arrojado al lado de su amo, miró hacia el coro de las monjas, oculto detrás de un alto cancel de fierro.
Guzmán observaba escondido detrás de una columna aprovechando que el perro conocía demasiado su olor y temía demasiado su mano. Y detrás de la labrada celosía del coro, la Señora pasará mucho tiempo viendo sin ser vista. Los sordos gruñidos del alano la habían inquietado al principio, pero al cabo se dijo que el temor de Bocanegra debía ser, más que nada, obra del espanto visible y no del oculto temor. Como el perro, la Señora miraba a su amo arrojado sobre el piso, bocabajo, con los brazos abiertos en cruz y los labios murmurando profesiones de fe y la luz del altar reflejada en la bordada cruz de la espalda. Como su marido, la Señora permanecía inmóvil, pero ella erguida, más erguida que nunca (Guzmán quisiera penetrar la invisibilidad de ese cancel), más consciente que nunca (porque nadie la estaba viendo) del valor de un gesto y de la dignidad intrínseca de una postura; las sombras la rodeaban y ella volvía a pensar que nadie era testigo de su magnífica estampa de airada majestad. También ella miraba una de las lejanas escenas del cuadro.
El cuadro
: Vino Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se oponía, diciendo: Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí? Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió. Bautizado Jesús, salió luego del agua; y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: “Éste es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias.”
La Señora acariciaba la calva cabeza del azor prendido a la mano enguantada, liberado de los cascabeles y aliviado del calor por un ligero desayuno de agua y corazón de venado que la propia Señora le había servido antes de venir, como todas las mañanas, al coro desde donde podía observar a su marido, todas las mañanas, perder una más. Pero llegaba siempre el momento en que el ave de rapiña, por su natural inclinación, comenzaba a dar cuerpo a las sombras. Agradecido inicialmente de esta oscuridad que lo salvaba del ardiente verano, poco a poco el azor comenzaba a añorar la luz. La Señora le acariciaba el cuerpo (Guzmán conocía esos gestos) y la cabeza; la complexión caliente y seca del ave sufría en verano; era preciso llevarla a lugares como éste, sombríos y frescos. Tal sería su excusa (se repitió la Señora) si algún día el perro, o el Señor, la descubrían escondida en el coro monjil.
Guzmán la había advertido más de una vez que la naturaleza del ave reclama espacios donde ningún obstáculo se interponga entre la mirada rapaz y la presa codiciada; los espacios amplios, Señora, donde una vez vista la presa, el azor pueda arrojarse con el ímpetu de una lanza contra ella. En la palma de la mano, la Señora sentía el latido creciente del pecho del ave y entonces temía que el instinto activo fuese más fuerte que la necesidad pasiva y que el pájaro, vencido por aquél, se desprendiese del puño de su ama y, creyendo que la oscuridad era infinita, saliese volando a estrellarse contra los muros de la capilla o el fierro de la celosía, y así muriese o quedase manco: Guzmán se lo había advertido.
El cuadro
: Entró Jesús en el templo de Dios y arrojó de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: Escrito está: “Mi casa será llamada casa de oración”, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones. Y a los escribas y fariseos les dijo:
¡Ay de vosotros, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! ¡Ay de vosotros, que os parecéis a sepulcros encalados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Y a los discípulos les dijo: No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor a mí, la hallará.
Al sentir ese pulso desesperado del ave de presa, la Señora le cubría la cabeza con la negra capucha, daba la espalda a la celosía, el altar, el cuadro, y acentuando la desproporción entre el vergonzoso sigilo y la voluntad señorial, subía lentamente, en silencio, casi en puntas, con la cabeza levantada, por la escalera de caracol y continuaba bajo la ciega luz del llano donde se amontonaban las tablas, los bloques y las herramientas.
El palacio
: Construidas las criptas, la capilla y el coro, a sus lados se prolongaban el claustro monjil, el aposento del Señor y el patio desnudo alrededor del cual las arcadas de piedra comunicaban con las diversas recámaras que, a su vez, debían comunicar con la iglesia mayor, aun sin construir. Pero en cada apartamento había ya una ventana de doble cerradura —vitral y puerta— diseñada para poder escuchar la misa desde la cama, si así fuese necesario, y asistir a los oficios separadamente de los religiosos.
Mientras tanto, la Señora debía dar la vuelta entera a la capilla, habiendo desdeñado el paso por la capilla misma y el ascenso por la monumental escalera de piedra que no acababa de ser construida; debía caminar bajo el sol y entre las obras y los materiales (y lo que es peor, a la vista de los obreros) para regresar al claustro de las habitaciones y entrar a la suya, siempre con el azor posado sobre el guante seboso y retenido por el puño pálido, sin que nadie pudiese imaginar cuánto se holgaba una mujer con esos latidos desordenados, con esa posesión de un cuerpo tan excelente, cuerpo de buen azor —poca pluma y mucha carne— cuyas pulsaciones manifestaban un deseo de volar, cargado de sonajas, anunciando con cascabeles su hambre rapaz, su anhelo total de caer sobre una presa, con las uñas tan zumidas y trabadas que ni el más fiero jabalí podría desasirse del ataque.
Regresaría todas las mañanas a la capilla, acompañando de lejos las penas y profesiones de su marido, el Señor. Acariciaría al azor calvo, caliente y pulsante. Miraría por el rabo del ojo el cuadro traído (decían) de Orvieto.
El cuadro
: El grupo de hombres desnudos le da la espalda al Señor y a la Señora para mirar al Cristo; el Señor mira la baja mirada del Cristo y la Señora mira las nalgas pequeñas y apretadas de los hombres. Y Guzmán mirará a sus amos que miran el cuadro. Levantará, turbado, la mirada: el cuadro lo mira a él.
Todas las mañanas, la Señora regresaría a sus aposentos, empuñando al ave y sin pensar que alguien pudiese sospechar el deleite sensual que le producía acariciar el cuerpo pulsante del azor. Perdida en su placer, la Señora no tenía ojos para los obreros del palacio.
Martín se detuvo con las angarillas cargadas y la cabeza doblada por el peso de las piedras. El sudor le rodaba por las sienes y las mejillas; lo bebía, mezclado con el polvo que nublaba sus pestañas. Pudo ver de nuevo ese espejismo que parecía flotar sobre la tierra reverberante del llano: la mujer erguida, de caminar a la vez pausado y veloz, tan firme y seguro que se diría que no tocaba el suelo, vestida toda de terciopelo negro, la basquiña abombada por el hueco guardainfante que arrastraba por el polvo; los pequeños pies apenas visibles; el verdugado de encajes apareciendo y desapareciendo con ese movimiento sutil, inmaterial; una mano posada contra el vientre y la otra extendida para que en ella descansara el azor encapuchado, sobre la percha del guante ensebado, junto a los anillos de piedra roja que ahogaban en su frescura sangrienta la insoportable resolana; el rostro enmarcado por la gola alta y blanca...Un caliente sudor estalló sobre la frente de la Señora; retiró la mano del vientre para espantar a las moscas; entró al palacio.
Martín permaneció algún tiempo allí, doblado bajo el peso de las piedras, capturado por esa visión, imaginando al mismo tiempo su propio cuerpo basto y poderoso, curtido y velludo; su camisa manchada de sudor y abierta hasta el ombligo; su propio rostro cuadrado, rasurado sólo los domingos; sus manos como piel de cerdo. Luego sacudió la cabeza y siguió su camino.
El cuadro
: Viendo a la muchedumbre, subió a un monte, y cuando se hubo sentado, se le acercaron los discípulos y abriendo Él su boca, les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos. Nadie puede servir a dos señores. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
El Señor, arrojado bocabajo con los brazos abiertos, sollozó; levantó la cabeza para ver esa minúscula escena descrita como un eco remotísimo en el gran cuadro de la capilla: y creyéndose solo, gritó:
—Tibí soli peccavi et malum coram te l'eci; laborabi in gemitu meo, lavabo per singulas noctes lectum rneum; recogitabo tibi omnes meos in amaritudine animae meae...
El cuadro
: Al salir encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, que venía del campo, al cual requirieron para que llevase la cruz. Llegando al sitio llamado Gólgota, que quiere decir el lugar de la calavera, diéronle a beber vino mezclado con hiel; más en cuanto lo gustó, no quiso beberlo. Así que le crucificaron, se dividieron sus vestidos echándolos a suertes, y sentados hacían la guardia allí. Sobre su cabeza pusieron escrita su causa:
Éste es Jesús, el rey de los judíos
. El pueblo estaba allí mirando, y los príncipes mismos se burlaban, diciendo: a otros salvó; sálvese a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido.
El Señor acarició levemente, sin intención de daño, las estopas que cubrían la herida del can Bocanegra. El perro olió, gruñendo, la cercanía de su torturador. Entonces Guzmán se separó de la columna y, como lo sabía, el alano dejó de gruñir, se recogió en un miedo silencioso y el vasallo avanzó con naturalidad hacia la figura postrada, se detuvo junto a ella, se inclinó y apenas rozó con las manos los brazos abiertos del Señor, murmurando que semejante penitencia en nada beneficiaría a su salud. El Señor cerró los ojos, se sintió muy derrotado y al mismo tiempo dueño de un apetito voraz.
Permitió que Guzmán le ayudase a ponerse de pie y luego le condujese al aposento construido al lado de la capilla así para poder asistir a los oficios sin moverse de la cama, como para pasar directamente (como ahora) de la capilla a la recámara sin ser visto por nadie.
Ayudado por su servidor y seguido por el perro, el Señor, con los labios abiertos y los ojos sin expresión, respiraba por la boca y con dificultad: entre el labio superior y el inferior cabría un dedo. Se quejó de un dolor intenso que tenía su sede en el cerebro pero que de allí se extendía a todo el cuerpo: dijo en voz baja, mientras avanzaba con torpeza hasta apoyarse en el dintel de la alcoba, algo que Guzmán no pudo comprender.
El cuadro
: Era ya como la hora de sexta, y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona, oscurecióse el sol y el velo del templo se rasgó por medio. Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu; y diciendo esto, expiró.
Sin embargo, fingió que entendía, asintió obsequiosamente, condujo a su amo al lecho, le quitó la capa y las zapatillas, le aflojó el jubón y le zafó la golilla.
El Señor, con la boca abierta, miró alrededor de la pieza; yacía sobre las sábanas negras, bajo el negro palio, en el aposento cuyas tres paredes estaban cubiertas por cortinas negras y la cuarta por un enorme mapa de tintes pardos y ocres, sin más claridad que la de una altísima lucerna, tan alta que para abrirla y cerrarla hacía falta una larga vara con punta en gancho. Guzmán se acercó con el frasco de vinagre en una mano y el cofrecillo en la otra. El Señor se sorprendió a sí mismo con la boca abierta e hizo un esfuerzo por cerrarla. Sintió que se asfixiaba; Guzmán fregaba el pecho blanco y lampiño del amo con el vinagre, haciendo sonar la bolsa de reliquias atada al cuello del Señor; el Señor trataba de respirar con la boca cerrada y de abrir la mano y mover los dedos para acercarlos al cofrecillo. Guzmán no diría nada; nunca decía nada, sino lo indispensable. En el fondo del palkdar del Señor, las vegetaciones adenoides se atrofiaban y endurecían más cada día. Volvió a abrir la boca y trató de mover los dedos.
Con las manos vinagrientas, Guzmán abrió a la fuerza el puño del amo, escogió un anillo tras otro de los que venían en el cofrecillo, introdujo en el anular la piedra incrustada en oro para prevenir la pérdida de sangre y en los cuatro dedos restantes los anillos de huesos ingleses, buenos contra los calambres, y otra vez en el anular, encima de la anterior sortija, la más milagrosa de todas: el anillo de diamante que aprisionaba un pelo y un diente de San Pedro; en la palma de la misma mano sufriente colocó la piedra azul que debía curar la gota: en la otra, puso la piedra verde que acabaría por extirpar el mal francés.
El cuadro
: Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza de mi sangre, que es derramada por vosotros. Mirad, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa y conmigo ha mojado en el plato.
El Señor tembló y jadeó cerca de una hora, mientras su sirviente, con discreción, permaneció de pie en el lugar más apartado y oscuro de la pieza. El perro se había echado debajo de la cama. Quizás ese reposo fue como un sueño demasiado agitado; quizás una pesadilla con los ojos abiertos fatigue más que todo el movimiento alegre y cruel de una guerra, mercenaria o santa; quizás...No beberé el fruto de la vid hasta llegar al reino de Dios. El Señor habló con los tonos nasales muertos; reclamó algo de comer, en seguida. Guzmán cortó a la mitad un melón que se encontraba sobre un platillo de cobre. El Señor se sentó y empezó a devorar; Guzmán, después de inclinarse con cortesía, apoyó una rodilla contra el filo de la cama.