Y así, seguiremos viviendo, tú y yo, yo y ellos, repitiendo sin fin unos cuantos gestos vagos, inciertos, que apenas nos recuerden el tiempo pretérito cuando vivimos y luchamos y pensamos y amamos y deseamos a fin de aplazar la muerte o de apresurar la muerte. Viviremos, viviremos para siempre, monje, como viven las montañas y los cielos, los mares y los ríos, hasta que, como ellos, perdamos nuestros rostros e, inmóviles, sólo suframos los inmensos y ciegos poderes de la erosión y el flujo.
Seremos todos sonámbulos, tú en tu ciudad, yo en mi castillo, y finalmente yo saldré, caminaré las calles y nadie me recordará, nadie me reconocerá, como la piedra no reconoce a la colina a cuyos pies yace. Nos encontraremos, tu y yo, pero como ambos seremos inmortales, nuestros ojos jamás se encontrarán.
Sólo las puntas de nuestros dedos se tocarán, hermano Simón; y nuestros labios pronunciarán estúpidamente la palabra «carne», nunca «Simón» o «Felipe»; carne, como pelo, piedra, agua, espina.
El estudiante asintió con gravedad pero en seguida negó varias veces con la cabeza. No, le dijo a Felipe, tu silogismo es incorrecto; el mundo perfecto dependerá de mi propia premisa: la buena sociedad, el buen amor, la vida eterna sólo serán si cada hombre es Dios; si cada hombre es su propia e inmediata fuente de gracia. Entonces Dios será imposible porque sus atributos existirán en cada hombre. Pero el hombre, al fin, será posible porque ya no ambicionará y ya no dañará: su propia gracia le bastará para amarse a sí mismo y amar todas las cosas creadas.
De nuevo habló el joven Felipe, paseando su mirada de los ojos preocupados de Ludovico a las facciones sospechosas y sombrías de Celestina. Y dijo lo siguiente:
Te veo, mi hermano Ludovico, ocupado en tu estrecha bohardilla de estudiante, lleno de la gracia de Dios, convencido de que tú eres tu propio Dios, pero obligado, de todas maneras, a luchar contra dos implacables necesidades. Sientes el frío de esta noche de invierno y el fuego se rehúsa a calentarte, pues los leños están húmedos a causa de las fuertes lluvias de noviembre.
Quisieras que tu gracia se extendiese más allá de tu propia piel; más allá de los estrechos confines de tu cuartucho; que desbordase los límites de tu ánimo sereno y sometiese los fuegos de la tierra y la lluvia de los cielos a tu voluntad: esos fuegos, esas lluvias que tú maldices mientras el viejo Pedro, caminando entre el fango de los campos anegados rumbo a las cálidas brasas de su hogar, los alaba.
Te preguntas, Ludovico: ¿puede la satisfacción de la gracia divorciarse de la tentación de crear? Rumias esta cuestión mientras tiritas cerca de tus húmedos leños verdes: ¿no es inútil la gracia si no puede dominar a la naturaleza? Dios pudo contentarse con vivir eternamente sin más compañía que su propia gracia; ¿por qué tuvo necesidad de llenar el vacío de esa gracia con los accidentes de la creación natural?
Piensas en la Divinidad anterior a la creación y la ves como una solitaria transparencia ceñida por los rayos negros de esa tentación de crear: Dios imagina a Adán y se declara insuficiente. Te quemas el cerebro como no puedes incendiar el fuego enfermizo de tu chimenea, imaginando un pedazo de madera que, una vez encendido, seguiría quemándose para siempre. Ése sí sería el don material de tu gracia, el equivalente práctico de tu divinidad; entonces la gracia y la creación se unirían, y su nombre común sería el conocimiento. Entonces sí, dueño de la gnosis, tú serías Dios y Dios sería innecesario, puesto que tú mismo podrías convocar una nueva naturaleza como Dios, una vez, única, arrogante y peligrosamente (entristecido por saberse insuficiente, necesitado) lo hizo.
Aprendes los secretos de la alquimia; trabajas durante años, infatigablemente; envejeces encorvado sobre fuegos moribundos y pegajosas breas y aceites verdosos, mezclando, explotando, fijando los brillos momentáneos, perdiendo los fulgores insistentes, agonizando ante un destello, regocijado ante un aura sin llama, imaginando, desde las playas, los fuegos de San Telmo, ambulando sobre campos de turba, destilando mostazas y linazas, polarizando y magnetizando todos los combustibles conocidos por el hombre y algunos más de tu invención, hasta que tu trabajo queda terminado. Ah, bien cierta es la bíblica maldición; ni la gracia ni la creación por sí solas te hubiesen dado el conocimiento; no es gratuita la ciencia; has debido humedecerla con el sudor de tu frente.
Has entregado tu vida a la gracia pragmática y ahora puedes mostrar, orgullosamente, los resultados al honorable ayuntamiento de tu ciudad. Algunos sacerdotes te acusan de practicar las artes negras, pero los burgueses, que ven en tu invento una necesaria reconciliación de la fe y la utilidad, se imponen a la vigilancia clerical y pronto se instala una provechosa fábrica cerca de la ciudad, de donde salen tus leños incandescentes a las chozas de los campesinos, los castillos de los señores y los hornos de los gremios. Nadie tiene por qué volver a sentir frío. Tú has triunfado sobre el descuido designado de Dios: empapar la leña cuando su sequedad sería más útil; vaciar los cántaros del cielo en invierno. El mundo civilizado te lo agradece; poco importa que los vapores de tu invento manchen el firmamento con una niebla amarilla y las cañadas con una pantanosa resina. La gracia, la creación y el conocimiento se han reunido en ti; tú has establecido la norma objetiva de la verdad.
Orgulloso y viejo, salvado por la fama de la soledad y de las preguntas que, en la soledad, te propondría tu olvidada gracia, impulso original de tu creación y germen solitario de tu conocimiento, te satisface andar a caballo por los campos y cerciorarte de tu renombre, la gratitud de la población y la utilidad del regalo que le has hecho. De todas las chimeneas sale ese apestoso humo amarillo\1«\2»\3 de todas, menos una. Estupefacto, te detienes y entras a la choza sin humo.
Allí, está sentada Celestina. También ella ha envejecido; es verdaderamente una bruja, gris y arrugada, heladamente sentada junto al hogar sin fuego, cosiendo sus muñequitas y rellenándolas de harina. Entona una letanía diabólica, y en realidad invoca al único compañero de su soledad; la intensidad ausente de sus ojos delata un conocimiento verdadero del ser que su voz reclama. En su soledad, ella también exige una presencia contigua, una sabiduría compartida.
¿Por qué no tienes un fuego?, le preguntas a Celestina, y ella contesta que ni lo necesita ni lo desea; el humo espantaría a sus amigos familiares y dejarían de visitarla. Tú te muestras iracundo: mujer, mujer ignorante, mujer supersticiosa, al cabo mujer; pero la verdad es que tu ánimo ha conocido el escándalo supremo; hay alguien que no aprecia tu ofrenda a la humanidad, la sólida prueba de tu gracia superior.
La arrugada hechicera trata de leer tu rostro y finalmente cacarea:
—Tú sabes lo que sabes; yo sé lo que tú nunca sabrás. Déjame sola.
Y tú, el viejo, el orgulloso, el sabio Ludovico, regresas lentamente a la ciudad con el corazón pesaroso y una creciente decisión. Denuncias a Celestina ante el tribunal eclesiástico y, pocos días después, te diriges a la plaza pública y allí, entre la muchedumbre silenciosa, miras a los alabarderos conducir a Celestina a la hoguera. La mujer es amarrada al poste y luego los verdugos prenden fuego a los maderos secos y crepitantes a los pies de la recalcitrante bruja. Tu propio invento, desde luego, no fue utilizado en esta ocasión.
Los tres hombres y la mujer esperaron largo rato en silencio cuando el joven Felipe terminó de hablar. El propio muchacho miró hacia el mar de la aurora; habían pasado la noche conversando. Y al aparecer el sol, el heredero del Señor creyó distinguir en el orbe del día la horrible mueca del Juglar muerto. Luego miró intensamente a Celestina y sólo con la mirada logró decirle: «Por favor; no les digas a los demás quién soy yo.» Ella bajó la cabeza.
Fue el estudiante Ludovico el primero en levantarse, con un movimiento severo; tomó un hacha y antes de que nadie pudiese detenerle (pero nadie quiso o se atrevió a hacerlo) arremetió contra el armazón de la barca del viejo, lo destrozó, lo redujo a astillas. Luego, con el rostro encendido, clavó el hacha en las arenas negras y murmuró roncamente:
—El lugar que no es no está en ninguna parte. Hemos soñado con una vida diferente en un tiempo y un espacio distantes. Ese tiempo y ese espacio no existen. Locos. Regresemos. Regresa a tu tierra y tus cosechas y tus exacciones, viejo. Regresa a tus plagas y tus curaciones, monje. Regresa a tu locura y tus demonios, mujer. Y tú, Felipe, el único que no sabemos de dónde viene, regresa a lo desconocido. Yo regresaré a afrontar la tortura y la muerte que son mi destino. No le faltaba razón al Inquisidor de Teruel; éste es el mundo que es, aun cuando no sea el mejor de los mundos posibles.
Felipe permaneció hincado cerca de las olas del amanecer. Los demás se pusieron de pie y caminaron hacia las dunas. Finalmente, Felipe corrió hacia ellos y les dijo:
—Perdón. No me han preguntado cuál sería mi mundo perfecto. Dénme una oportunidad.
La compañía se detuvo en el alto filo de los arenales y en silencio interrogó al joven. Y Felipe dijo:
—Ven: la utopía no está en el futuro; no está en otro lugar. El tiempo de la utopía es ahora. El lugar de la utopía es aquí.
Y así, Felipe condujo a la joven bruja enloquecida y al orgulloso estudiante y al campesino cabal y al humilde monje de regreso a la ciudad y allí les dijo:
—Miren el mundo perfecto.
Y los ojos se abrieron a lo que ya conocían, los niños jugando y chillando, los clérigos vendiendo indulgencias, los pregones de los vendedores ambulantes y los pasos arrastrados de los mendigos, los pleitos entre rivales y las disputas entre estudiantes, pero también las consolaciones de los novios, los besos de las parejas en los callejones y los fuertes olores de la ginebra y el tocino, el jabalí asado y la cebolla frita; el abigarrado conjunto de doctores con hábitos morados y guantes rojos, leprosos con abrigos grises y sombreros púrpura, prostitutas con vestidos escarlata y herejes liberados con una doble cruz bordada sobre las túnicas y los judíos con el redondo parche amarillo sobre los corazones; los peregrinos que regresan de Jerusalén con palmas en alto; los que regresan de Roma con lienzos de la Verónica sobre los rostros; los que regresan de Compostela con conchas marinas cosidas a los sombreros; y los que regresan de Cantorbery con una gota de la sangre del turbulento cura, Tomás a Beckett, en un pequeño frasco.
Pero estas visiones, rumores y aromas acostumbrados eran sólo el velo de un mundo que se movía, rápido y silencioso, desde un centro desconocido y a partir de una fuerza subterránea: así lo indicó Felipe a sus compañeros: los bailes parecían las alegres danzas de siempre, pero eran distintos; bastaba prestar un poco de atención para descubrir su diseño secreto; la gente bailaba tomada de las manos, todos bailaban juntos, la ciudad entera se iba tejiendo en una gallarda trenza, se movía como una vasta contracción de serpiente, conducida por el pífano y el laúd, por las mandolinas y los salterios y las rebecas de un grupo de músicos; y pronto, cuando los cinco amigos se tomaron de las manos y pasaron a formar parte de la trenza de danzantes, vieron otros signos del cambio, pues los monjes salieron de los monasterios y las monjas de los conventos y los judíos de las aljamas y los musulmanes de sus alquerías y los magos de las torres y los idiotas de los hospicios y los presos de las cárceles y los niños de sus casas, y hombres armados con garrotes y hachas y lanzas y las horcas de las cosechas se unieron a ellos y uno se acercó a Felipe y le dijo:
—Aquí estamos. En el lugar y la hora que tú ordenaste.
Felipe asintió con la cabeza y mucha gente subió a las carretas y otros tomaron el lugar de los bueyes y tiraron, mientras la siguiente turba de hombres vestidos con sayales desgarrados y con los cuerpos cubiertos de mugre endurecida y de costras llagadas, descalzos e hirsutos, entraron a la ciudad como gatos heridos, arrastrándose, de rodillas, flagelándose cruelmente mientras cantaban las palabras de Felipe: «El tiempo es ahora, el lugar es aquí.»
El propio Felipe se puso a la cabeza de la muchedumbre y gritó: «¡Jerusalén está cerca!»
Y la muchedumbre gritó y marchó detrás de él, le siguió más allá de las murallas de la ciudad, hacia los campos; y a su paso, las hordas quemaron y allanaron los campos y un leproso dijo acercando los brazos llagados a las negras humaredas de ese día:
—Se avecina el tiempo de la Parusia. Cristo regresa por segunda vez a la Tierra. Quemen. Allanen. Que no quede una sola piedra del antiguo tiempo. Que no quede una sola plaga del pasado. Que el nuevo tiempo nos encuentre desnudos sobre una tierra yerma. Amén.
Avanzaron cantando, bailando, llagándose las rodillas e hiriéndose los pechos; juraron que el río había dejado de fluir cuando lo cruzaron, de manera que sus piernas apartaron un inmóvil y caluroso hielo; que las colinas se aplanaron ante su marcha y que las nubes descendieron visiblemente sobre el quebradizo escudo de la tierra para proteger de las furias del sol a los nuevos cruzados del milenio, a los imitadores de Cristo, a los profetas del tercer tiempo joaquinita, el Tiempo del Espíritu, el pueblo exaltado que vivía los últimos días del Anticristo: así lo proclamaron ciertos monjes sudorosos; cosas distintas murmuraron entre dientes las chusmas de árabes y judíos que seguían a Felipe en esta caravana.
Entonces los niños cantaron y gritaron al ver la fortaleza que reposaba entre bajísimas nubes y preguntaron: «¿Es Jerusalén?», pero Felipe sabía que sólo era el castillo de su padre. Pidió a los hombres que preparasen las armas para el asalto, pero al llegar al foso del alcázar encontraron que el puente estaba tendido y las puertas abiertas de par en par.
En silencio, abandonaron las carretas. Los niños se prendieron a las faldas de sus madres. Los flagelantes dejaron caer los látigos. Los peregrinos de Roma asomaron los ojos detrás de los vernáculos, todos entraron, asombrados, al alcázar del Señor, donde un vasto almuerzo había sido abandonado de prisa; los instrumentos de los músicos yacían en desorden al lado del hogar frío y ceniciento; un venado decapitado escurría su grasa negra y su negra sangre; los tapices colgaban, inánimes, aunque sus figuras ocres y planas, oropel de unicornios y cazadores, parecían dar la bienvenida al ejército de Felipe. Entonces el asombro cedió el lugar a un exorbitante movimiento; la muchedumbre levantó los Irascos de vino y los instrumentos musicales, tomó las perdices asadas y los racimos de uvas; hombres, mujeres y niños corrieron por las salas y alcobas y pasillos bailando, arrancando los tapices y cubriéndose con ellos, así como con los cascos y gorros y tiaras y birretes y hacaneas y fluyentes gasas; adornándose con cadenas de oro y arracadas de plata y medallones ceremoniales y hasta con vaciadas aljofainas; y vaciando cuanto cofrecillo, joyelero o escriño encontraron. Los monjes renegados ofrecieron indulgencias a las rameras escarlata a cambio de sus favores, los peregrinos de Inglaterra mezclaron la sangre del santo con la sangre del vino, y un clérigo borracho fue proclamado por todos Dominus Festi v bautizado con tres baldazos de agua, mientras un hereje brabanzón bramaba, por encima de la orgía, las catástrofes que al mundo esperaban: guerra y miseria, fuego desde las alturas y hambrientos abismos abiertos a los pies de la humanidad. Sólo los elegidos sobrevivirán. Los judíos rechazaron los inmundos platillos de lechón; los mudéjares decidieron tragarse las piezas de oro que encontraron.