El Príncipe bobo se introdujo dentro del sarcófago, se recostó sobre los restos de su propio cuerpo, se hundió en la carne desbaratada del náufrago que fue él, volvió a unir su espalda a la cruz encarnada que estigmatizaba el fondo frío del sepulcro, dejó caer, desde adentro de ella, la lápida sobre la tumba y cerró los ojos en la oscuridad, sintiendo un gran alivio, por fin la paz; allí podría descansar mucho tiempo, esperar mucho tiempo, ya sin sobresaltos, ya sin necesidad de descifrar los enigmas que él mismo, él en su doblez de náufrago y príncipe, de huérfano cierto y de heredero impostor, era incapaz de resolver; ya sin necesidad de tomar decisiones, de actuar una locura esperada y una aplazada certeza de desesperación, de liberar cautivos o coronarse con palomas sangrantes o devorar negras perlas; librado de los deberes de condenar o emancipar, de construir un poder cualquiera sobre los cimientos del capricho. Cerró los ojos y se durmió dentro de la tumba.
El compañero de Celestina entró a la fragua con el azor roto y asfixiado entre las manos. Lo mostró a la muchacha vestida de paje y al herrero. Celestina tomé el ave muerta y la llevó hasta el portón de la herrería.
—Dame un martillo y clavos, le dijo a Jerónimo, y él la obedeció.
Celestina apoyó el cuerpo del azor contra el centro del portón, le extendió las alas vencidas y claveteó cuerpo y alas contra las maderas secas. Los tres permanecieron mudos, mirando la crucifixión del ave de la Señora. Luego escucharon unos pasos sordos, arrastrados, inseguros, sobre el llano devastado; y esos pasos se guiaban a sí mismos con el son plañidero de una flauta.
Como la Señora, Toribio, el fraile estrellero, temió el fin de la noche.
Temiólo ella porque no terminaría de animar un cuerpo que sólo en las tinieblas podría cobrar vida o simularla. El astrónomo, porque las estrellas huirían de su mirada y ni siquiera los poderosos catalejos que con tan grave paciencia había construido le devolverían a sus amadas, siendo la visión de los astros, entre todas, la más añorada y fidedigna de su existencia.
La Señora recostada ahora junto al cadáver reciente, apenas fabricado con las calaveras y retazos de los despojos reales, maldijo la tardía huida del caballero Don Juan, que tan pocas horas nocturnas le dejó para fraguar una venganza que imaginaba circular, eterna, y por ello infernal. Fray Toribio, en cambio, se disponía a saludar la aurora (en cuanto llegara; aun no; todavía tenía tiempo para comprobar algo; precisaba, al cabo, un testigo) con un alabado que reuniese la gratitud de su ánima cristiana por el milagro de un nuevo día y la satisfacción de su libido sciendi porque ese nuevo día comprobaba el parentesco, circular, eterno y por ello celestial, de las esferas; y esta alearía confortaba la nostalgia de sus ojos nocturnos.
Así, donde ella veía un mal, él miraba un bien; y donde ella miraba un bien —en la infame fabricación que yacía a su lado, sobre las sábanas negras— él veía un mal: siempre había comparado la pésima ciencia de sus contemporáneos y secretos rivales con las hechicerías de las antiguas brujas de la Tesalia, quienes tomando pies, manos, cabezas y troncos de varios sepulcros, acababan por crear un monstruoso Prometeo sin correspondencia con un hombre verdadero; conjugando círculos homocéntricos, círculos excéntricos y epiciclos, estos falsos uranólogos eran incapaces de descubrir la forma del mundo y la conmensurabilidad de sus partes, pues lo sabían todo acerca de la multiplicidad del movimiento de los astros, menos la verdad más simple y única; que el movimiento, todo movimiento, es regular e invariable, lo mismo para las piedras arrojadas por la mano de la criatura que para los planetas puestos en rotación por la mano del creador.
Pensó esto mientras tallaba un menisco, cóncavo por una cara y convexo por la otra, resignándose a aplazar su utilizamiento hasta la siguiente noche; a ella, a esa noche fatal y anhelante, volvería a interrogarla, sin esperar que hablara o contara su propia historia sino que, montada en el potro de la experiencia, significase, con un simple movimiento de la cabeza, el sí o el no que merecían las hipótesis del fraile. Toribio dejó el menisco, tomó un cartón y lo acarició: esperaba con impaciencia el regreso de su cofrade Julián, el fraile pintor, convocado con urgencia por la Dama Loca.
La Señora acarició los miembros sin temperatura de la forma humana tendida a su lado y acercó los labios a la oreja momificada, pegada con cáncamo a la calavera de desigual apariencia, pues mientras en partes las resinas árabes habían logrado calcar una película de carne gris, en otras el hueso brillaba opacamente como plata vieja: cerca de esa oreja, la Señora le pidió a su amo verdadero (multiplicando sus nombres: Lucifer, Belzebù, Elis, Azazel, Ahrimán, Mefisto, Shaitán, Samael, Asmodeo, Abadón, Apolión) que, si en verdad, bajo forma de ratón, le había otorgado aquella noche del secreto himeneo en los patios del alcázar los poderes de ma ira v adivina, de degradar el cielo, de inmovilizar la tierra, de petrificar los surtidores, de disolver las montañas, de sacar a los manes del infierno y de extinguir las estrellas tan amadas por el sabio caldeo de la torre, fray Toribio, entonces éste era el momento de ponerlos a prueba, de animar poco a poco los rígidos miembros del heredero por ella fabricado, pues ya sabía que esta figura era el verdadero fruto de sus amores con el ratón y que poseída por él, no podía preñarla Don Juan: regrese un poco de voz a esa lengua amoratada; llénense con gotas de luz esos ojos disímbolos, negro uno y blanco el otro; ahora, por favor, amo y señor, dueño del Tártaro, soberano del hoyo sulfuroso de Aquerón, príncipe del tenebroso Hades, tú, rey del Averno, tú que te bañas en las aguas del río de fuego mas no en las aguas del río del olvido, no me olvides, no olvides a tu sierva, ahora, antes de que el sol desbarate los hechos de las tinieblas, pudra de nuevo las partes, lo devuelva todo al polvo… ahora…
—Toma este cartón, hermano Julián (le dijo Toribio cuando el fraile pintor regresó de su larga noche en compañía de la Dama Loca, la enana y el bobo) ; toma este cartón, perfóralo en el centro con la punta de esto alfiler, acerca el cartón a tu ojo. Sal al mirador de mi torre; date prisa, que el amanecer se nos viene encima. Mira las estrellas a traves de esta minúscula apertura hecha por el alfiler. ¿Que ves?
—¿Qué veo? Que las estrellas han perdido los rayos de su luz; las veo muy pequeñas…
—Y te das cuenta, ¿verdad?, de que su aparente grandeza es una ilusión provocada por el fulgor…
—Sí: pero no sé bien si veo lo que veo, hermano Toribio: estoy tan cansado; la noche ha sido tan larga.
—¿Verdad que nada parece más pequeño que una estrella sin luz? Y sin embargo, muchas entre ellas son mayores que la tierra que pisamos. Imagina entonces cómo se verá nuestra tierra, que es sólo una estrella entre millones de otras estrellas, a la distancia del astro más alejado de nosotros; e imagina también el número de estrellas que caben en el oscuro espacio entre nosotros y la estrella más lejana. ¿Puedes creer, hermano, que nuestra diminuta estrella sea el centro del universo? ¿Puedes creerlo, entonces?
—Lo que no me atrevo a creer es que Dios diseñó el universo en honor de nuestra tierra y de los seres miserables, crueles y estúpidos que la habitan. Esta noche he sabido una cosa: los hombres están locos.
El fraile pintor le tendió varios pliegos de papel al fraile estrellero, quien interrogaba a Julián con una sonrisa benévola, como si le estuviera preguntando, ¿sólo ahora te enteras?, aunque la inclinación de su cabeza indicase cierto temor ante las palabras de su cofrade:
—Esa os la conclusión que quisiera evitar, fray Julián. No quisiera que el tamaño de lo infinito empequeñezca ni a Dios ni a los hombres. ¿Sabes? eso no me lo perdonarían.
Julián miró a Toribio con afecto; había aprendido a no reírse del astrónomo ligeramente cómico, con su tonsura aureolada por los crespos y desordenados rizos color granate y la mirada un tanto estrábica: alto el porte, pero sin gracia ni simetría, con un hombro, nerviosa y voluntariamente, más cerca de la oreja que el otro. To— ribio tomó con respeto los pliegos manuscritos; había reconocido el sello lacrado del Señor a! calce de cada página.
—¿Quién te dio esto?
—Guzmán, hace un momento, en la escalera que conduce a tu observatorio. Me pidió que leyese y juzgase.
El estrellero de palacio, guiñando los ojos, se acercó a la lámpara de bujías enfrascadas por un cristal renegrido que pendía del techo de vigas; se acomodó a la luz para leer; empezó a leer, con avidez desmentida por sus actos en apariencia distraídos, el testamento dictado a Guzmán por el Señor; levantó un brazo y empujó, con un impulso a la vez fuerte, suave y severo, la lámpara que describió un movimiento pendular, en ancho arco, sobre las cabezas de los dos frailes. Uno, no dejó de leer; el otro, contempló con fatiga y extrañeza el arco descrito por la lámpara.
—Mira bien, cuenta bien, murmuró Toribio, sin dejar de leer los folios del Señor, donde las sombras arrojadas por la lámpara se agigantaban y empequeñecían acompasadamente; toma tu propio pulso, hermano Julián, cuenta bien y sabrás, verás, que el tiempo que dura cada oscilación de esta, lámpara es idéntico, siempre parejo, sin importar que la oscilación sea mayor o menor…
Julián, tomándose el pulso, se acercó al astrónomo:
—Fraile… hermano… ¿qué sabes? Dime: ¿sabes algo que me limpie, que me purifique de esta noche maldita?
Toribio siguió leyendo: — Sí. Sé que la tierra está en el cielo. ¿Eso te consuela?
—No, porque yo sé que el infierno está en la tierra.
—¿Ascendemos o descendemos, hermano Julián?
—Nuestra santa religión asevera que ascendemos, hermano Toribio; que no hay más movimiento que el del alma en ascenso, en busca del eterno bien, que está allá arriba…
Toribio agitó la cabeza almandina: —La geometría no sabe nada del bien o del mal, ni supremos ni relativos, y ella nos asegura que ni subimos ni bajamos; girarnos, giramos, estoy convencido de que todo es esfera v todo gira en círculos; todo es movimiento, incesante, circular…
—Describes a los hombres…
—Tú acabas de descubrir que están locos; pero las matemáticas no están locas; una hipótesis puede ser falsa si la experiencia no la comprueba; falsa, pero nunca loca.
—La tierra tampoco está loca, aunque sí lo están los hombres que la habitan; y su locura es un movimiento como el que tú describes: incesante y circular, regresando sin tregua al mismo, fatigado punto de partida mientras piensan que han alcanzado nueva orilla; y con este movimiento, quieren los hombres contagiar su desvarío a la tierra. Pero la tierra no se mueve…
—¿No se mueve, dices?
—¿Cómo va a moverse? Todos caeríamos, seríamos arrojados al vacío… la inmovilidad de la tierra tiene que ser condición estabilizadora del agitado ir y venir de sus enloquecidos pobladores, fraile… el movimiento de la tierra más el de los hombres nos arrojaría a todos hacia los cielos… fraile…
—¿No te digo que ya estamos en los cielos?, se carcajeó el estrellero; enrolló los papeles del Señor y los arrojó sobre una mesa; tomó a Julián del brazo y lo condujo al mirador.
Allí, Toribio cogió dos piedras de desigual tamaño, se acercó al borde de la balaustrada de la torre y alargó los brazos sobre el vacío, empuñando con la mano derecha la piedra más pequeña y con la izquierda la más grande:
—Mira. Escucha. Arrojo las dos piedras al mismo tiempo. Una es más pesada. La otra, más ligera. Ve. Oye. Las dos caerán a la misma velocidad.
Las soltó. Pero ninguno de los frailes las escuchó caer. Toribio observó estrábicamente, sin comprender, a Julián.
—No escuché nada, hermano Toribio. ¿Era éste el milagro que querías mostrarme? ¿Que tus piedras caen y chocan contra la tierra sin rumor alguno?
El estrellero tembló: —Y sin embargo, cayeron a la misma velocidad.
—Hubiésemos escuchado el golpe contra el piso; una piedra primero, la otra después o ambas juntas: pero hubiéramos escuchado el ruido, fraile, y no hemos escuchado nada…
—¡Y sin embargo cayeron, te lo juro por mis antepasados caldeos, cayeron y cayeron juntas, a velocidad pareja, a pesar de su distinto peso y aunque las hayan recibido las manos de un ángel! Y cayeron movidas por la misma fuerza que mueve a la luna, y a la tierra en su rotación, y a todos los planetas y estrellas del universo, y si estas dos miserables y benditas piedras no descienden a velocidad uniforme desde lo alto de esta mi torre, entonces en este instante no estaríamos vivos tu y yo, porque las piedras se movieron gracias a que la luna se mueve alrededor de la tierra y la tierra alrededor del sol como en una pavana celeste; un círculo impulsa al otro, una esfera afecta a la otra y todo el universo, sin una sola fisura imaginable, sin una sola ruptura de la cadena de la causa y el efecto, se relaciona, de manera que a partir de la revolución de cada planeta, todos los fenómenos son explicables y esta correlación liga de tal modo el orden y la magnitud de las esferas y de los círculos orbitales y de los cielos mismos que nada, fraile, ¿me entiendes?, nada puede ser cambiado de lugar sin desordenar mortalmente a cada parte y al universo mismo…
—¿Y todo esto lo sabes porque arrojaste desde aquí dos piedras que no escuchamos caer?
Toribio afirmó enérgicamente con la cabeza, aunque sus labios murmurasen:
—No entiendo, no entiendo…
Y la rosada aurora coronó esa cabeza con llamas pálidas pero ensombreció la faz inclinada del estrellero.
—Fray Toribio: Josué ordenó al sol que se detuviera para ganar de día la batalla.
—Los santos evangelios predican la verdad sobrenatural. La verdad natural es otra. Todo es simultáneamente movimiento uniforme y cambio pertinaz… Cambio y movimiento, movimiento y cambio, sin los cuales los astros serían cadáveres en los caminos de la noche.
—El Señor, hermano Toribio, es como Tosué. No lo olvides. Tú has leído ese testamento, que el ignaro sotamontero Guzmán no pudo haber inventado. Tú y yo sabemos leer entre líneas. El Señor no quiere ni el movimiento ni el cambio; desea que el sol se detenga…
—¿Qué batallas puede ya ganar el Señor? Mejor que invoque los poderes del crepúsculo y de la derrota.
—El Señor no quiere el cambio; y nosotros somos sus servidores.
—Y sin embargo, el Señor se mueve; y al moverse, sufre; y al sufrir moviéndose, decae y muere.