—Hay represión, humillación y sacrificio para alcanzar la vida eterna, Guzmán.
—Hay pasión, ambición y deseo para ganar la vida terrena, Señor.
—La sabiduría es revelada, Guzmán.
—La prudencia se adquiere mediante prueba y error, Sire.
—El sumo ideal es el caballero contemplativo, meditativo de las Escrituras y el dogma de la Revelación, Guzmán.
—No hay ideales absolutos, Señor, sino premios seculares para la vida activa.
—Las verdades son eternas, Guzmán, y no quiero que cambien, no quiero que la sabiduría primaria que mi estirpe ha conservado durante siglos se convierta en objeto de usura y sea dilapidada por hombres corno ese viejo, ese viejo, capaz de vender a su propia hija y la multitud como el, los conozco Guzmán, conozco sus espantosas historias, recuerdo la suerte de la cruzada de los niños, que salieron a batallar por Cristo en tierra infiel y en vez cayeron en manos de Hugo el Fierro y Guillermo el Cerdo, armadores de Marsella, que ofrecieron a los niños transporte gratuito a Tierra Santa y en realidad los llevaron a bárbaras costas africanas donde vendieron a los inocentes como esclavos a los árabes. ¿Me dirás que yo también he matado, Guzmán? Sí, pero en nombre del poder y de la fe, o en nombre del poder de la fe, pero nunca por dinero. Y sospecho que quien al dinero dedica sus afanes, no puede sino ser judío falsario, converso y marrano, aunque porte nombre de cristiandad vieja: Cuevas dijo llamarse el doctor que mutiló a mi propia madre y a punto estuvo de matarla, y decía ser rancio castellano, hasta que fueron descubiertos en su casa los libros de oraciones y los candelabros de la judería. ¿Asómbrate la confianza que en ti deposito, Guzmán? Explícatela ya: la nobleza de España está infestada de judíos conversos, falsos fieles, y sólo entre la gente de tu baja extracción encuéntrase hoy antigua cristiandad incontaminada. No me hagas creer ahora, Guzmán, que te has aliado con los enemigos de nuestro orden eterno…
—Señor, por Dios, cuanto hago es por devoción intensa a vuestros intereses…
—Pero crees que esos mis intereses se pueden conciliar con los de toda esta ralea de mercaderes y prestamistas, simónicos enemigos del Espíritu Santo. .
—Pueden y deben, Señor; las nuevas fuerzas son una realidad: dominadlas o ellas os dominarán. Es mi sincero consejo.
—No, no, yo tengo razón, culmine aquí y ahora nuestra línea, muera el mundo con nosotros, pero que no cambie, el mundo está bien contenido dentro de los límites de este palacio, Guzmán, ¿a quién defiendes, con quién estás, dímelo?
—Señor, le repito, sirvo al Señor, le aconsejo y le advierto que debe servirse de los nuevos poderes para que los nuevos poderes no se sirvan de él: con un título de Comendador, el viejo usurero sentirá la obligación de honrar y obedecer al Señor, el Señor podrá disfrutar de Doña Inés, renovar su sangre ya que la semilla se cansa de crecer sobre el mismo suelo, reconocer al bastardo y vencer la locura e intriga de su Señora madre, que nos ofrece un heredero imbécil; y si no la locura, sí el desvarío levantisco de los peones de la obra que han acogido a un segundo pretendiente, llegado ayer en compañía de un paje y alambor que en realidad fémina es, aunque vestida a la usanza de hombre, y parte del séquito de la Dama vuestra madre, de manera que las amenazas se confunden, los propósitos de las mujeres y del mundo se confunden, y si el Señor quiere encontrar en algún lado al demonio, encuéntrelo en la horrenda conjugación de la mujer y el mundo.
—¿Qué haces para conjurar estas amenazas que dices?
—Lo que a mí me corresponde: mandar apresar a ese atambor disfrazado y a su joven acompañante, y si el Señor lo autoriza, torturarles.
—¿Para qué?
—Directamente fueron a la fragua del herrero Jerónimo, y allí, junto con los demás obreros murmuradores a los que mi gente oye y observa, han permanecido.
—Un atambor que es hembra disfrazada…
—Un demonio de labios tatuados, Señor.
—¿Un joven acompañante, dices?
—Sí; e idéntico a… a ese joven príncipe traído aquí por vuestra madre, hasta en los signos de una común monstruosidad: seis dedos en cada pie y una roja cruz de carne en la espalda…
—¿Gemelos, Guzmán? ¿Conoces la profecía?
—No, Señor…
—Los gemelos anuncian siempre el fin de las dinastías. Son el exceso que promete una pronta extinción. Y un pronto renacimiento. Ah, Guzmán, ¿por qué has tardado en revelarme estas cosas? ¿serán estos gemelos el signo dual de la desaparición de mi casa y de la fundación de una nueva estirpe? Guzmán, no me atormentes más, basta, ¿han llegado a mi propio palacio los usurpadores, los enemigos de mi singularidad y de la permanencia de mi orden?
—No atormento al Señor; tomo la raíz, delgada como una acelga y preñada de un agudo licor, del turvino de levante, voz que significa quitapesares; y a mí un pesar me quita que al cabo el Señor comprenda la extraña natura de los peligros que le amenazan…
—Traed a ese muchacho y a la hembra disfrazada ante mi presencia. Auxilíame, Guzmán…
—Auxilio al Señor, que sólo es atormentado por el propio Señor. De conjurar las amenazas me encargo yo, con la venia del Señor.
—Basta, Guzmán, el único pesar que me puedes quitar es el de este temor a que las cosas cambien, a que el mundo sea algo más que el mundo contenido dentro de mi palacio… Guzmán, date cuenta: yo maté a los inocentes para asegurar la permanencia de mi mundo. No me digas que lo amenazan la usura, el dinero, la deuda y un par de muchachos desconocidos; no me arrebates, Guzmán, la razón de mi vida; no destruyas la piedra fundadora de mi existencia; todo, aquí, dentro del cerco de piedra de mi palacio; aquí, mis dudas; aquí, mis crímenes; aquí, mis amores; aquí, mis enfermedades; aquí, mi fe; aquí, mi madre y su príncipe imbécil y su enana; aquí, mi esposa intocada; aquí, incorporados a mí y a mi palacio, estos desconocidos que traerás ante mi presencia; aquí, mis palabras contradictorias, Guzmán, y también mi fragilidad; sé que soy contradictorio, tanto como lo son mi profunda fe y la sarta de herejías que repito para ponerla a prueba, sí, pero también para demostrarte a ti, a mí, a nadie, a todos, a las paredes que oyen, que mi conocimiento es tan cierto como endeble, que esa prisca sapientia, esa sabiduría fundamental de las cosas, no es ajena a mí, aquí la guardo, aquí en mi cabeza, aquí en mi pecho, Guzmán, añadiendo luces a sombras y sombras a luces, para que en algún lugar, a pesar de las contradicciones o gracias a ellas, exista la inteligencia de que nada es totalmente bueno o totalmente malo; eso lo sé yo, aunque no todos crean, sepan o entiendan que lo sé, y éste es el privilegio de la larga permanencia de mi casa sobre esta tierra, con todos sus crímenes y locuras; eso lo justifica todo, Guzmán, ésa es mi sabiduría y todo lo pasado pasó para que alguien, uno, solo, yo, lo supiera y le bastara, tristemente, saberlo sin poder gobernar con esa sapiencia, pues entonces, tienes razón, perdería el gobierno, aunque no el conocimiento de que el bien y el mal se confunden y alimentan el uno al otro; eso lo sé yo, aunque para nada me sirva, y no lo sabe tu usurero hispalense, ni tus peones quejosos, ni tú mismo lo sabes, Guzmán, pues el día que todos ustedes se sienten en mi trono, tendrán que aprenderlo todo de nuevo, a partir de la nada, y cometerán los mismos crímenes, en nombre de otros dioses; el dinero, la justicia, ese progreso del que tú hablas; carecerán de la mínima tolerancia que mi conciencia de la locura, del mal, de la fatalidad, de lo imposible, de la humana fragilidad, de la enfermedad y el dolor y la inconstancia del placer, nos aseguran a todos. Equilibrio, precario equilibrio, Guzmán; quémese a un joven sólo por su crimen nefando y por ningún otro; protéjase la vida pero castigúese la culpa de mi Cronista enviándole a galeras como cura de inocencia; hágame yo ciego y sordo ante otras evidencias. ¿Quién pintó el cuadro de la capilla? Tú quisieras saberlo, Guzmán, si en esa pintura vieses, como yo he visto, una culpable rebeldía del alma, pero yo sé hacerme sordo y ciego y mudo cuando la solución de un problema sólo crea mil nuevos problemas. Mira ese mapa que cuelga sobre el muro: mira sus límites, los pilares de Hércules, las bocas del Tajo, el Cabo Finisterre, la lejana y fría Islandia, luego el abismo universal, las espaldas de Atlas, la parsimoniosa tortuga sobre cuyo caparazón descansa la tierra: Guzmán, júrame que no hay más, me volvería loco si el mundo se extendiese una pulgada más allá de los confines que conocemos: si así fuese, tendría que aprenderlo todo de nuevo, fundarlo todo de nuevo, y no sabría más de lo que saben el usurero, el peón o tú mismo: mis espaldas, como las de Atlas, están fatigadas; no soportan más peso; ni habría cupo en mi cabeza para una braza más de mar o una caballería más de tierra: España cabe en España, y España es este palacio…
—Míreme, Señor, dijo Guzmán, míreme, entiéndame, multipliqúense y convénzase: España ya no cabe en España.
Rápido, montero, dijo Guzmán al abandonar la alcoba del Señor delirante, que la compañía armada salga al llano y traiga aquí mismo, a la capilla del Señor, a ese alambor y a su joven acompañante; no nos demos punto de reposo para no darle reposo a nuestros agobiados soberanos; actuemos con nuestros músculos y nuestra sangre, sin fatiga, para que se fatiguen las cabezas y los corazones de nuestros señores; buenos y eficaces aliados tengo, que han sabido simular los aullidos de Bocanegra y justificar la muerte del can maestro; que han sabido aprovechar la ensoñación venérea del Señor para cambiar las velas consumidas por cirios frescos, colmar los cántaros vaciados y voltear a tiempo los relojes de arena; que han sabido rescatar de la fosa común donde dormía el sueño eterno con el cadáver de Bocanegra al despojo del náufrago aquí llegado dentro del féretro del padre del Señor y enterrarlo en su justa tumba para escarnio de las pretensiones de la vieja loca; rápido, actuemos, pues nuestra es la acción y suyas las locuras de la razón desviada; rápido, búsquese a la Dama Loca y dígasele que la proclamación del Príncipe y la enana como herederos de la corona tendrá lugar esta misma mañana; y los monteros que están cerca de los peones revoltosos, que vayan a las canteras, a las fraguas y a los tejares, y le digan a ese Jerónimo y a ese Martín y a ese Nuño que no teman, que yo estoy con ellos, que las puertas del palacio estarán abiertas cuando ellos se decidan a atacar; que sepan los obreros quién es el heredero, el imbécil que habrá de regirles a la muerte del Señor; y al usurero sevillano, tú, montero, ve y hazle saber que el Señor ha tenido a bien extenderle título y honores de Comendador y al Comendador, una vez enterado de su nombramiento, hazle saber tú, montero, que su hija la novicia ha sido seducida y violada por el joven amante de la Señora y a la Señora hazle saber que 1a. misma novicia que sedujo al Señor ahora tiene atrapado, otra vez prisionero del amor, al muchacho que salvamos de la playa del Cabo de los Desastres; y al Señor… al Señor yo mismo le enteraré, llegado el momento oportuno, de que ese joven se acuesta por igual con su amante la novicia y con su intocada Señora esposa; le enteraré de que hay aquí, no dos intrusos, sino tres, y los tres idénticos entre sí, no gemelos sino triates, ja, y a ver qué negra profecía le recuerda este hecho nada singular, sino bien triangular, como diría ese ingenuo y bizco caldeo de la torre en sus trastabilladas pláticas con el no menos ingenuo aunque intrigante fraile Julián; gusto tendremos, monteros, gusto y güirigüriguay; confíen en Guzmán; de esta aventura, pase lo que pase, saldremos fortalecidos yo, en primer término, y luego, conmigo, ustedes, mis fieles compañeros; confíen en Guzmán.
A todo acudió la desesperada Señora; a las camareras Azucena y Lolilla les prometió placeres y riquezas si, confabuladas con ella, sustraían de las cocinas de palacio los múltiples objetos necesarios para ciertos actos; y ellas, alegres, obedecieron pues sólo ocasiones de regocijo y bullicuzcuz pedían las dos fregonas y servir en estos menesteres a la Señora aumentaba las razones del secreto chismerío y el alborotado ir y venir de Azucena y Lolilla, quienes bajaban a cocinas y establos, robaban lo que la Señora les pedía, se lo guardaban entre paños y corpiños, entre teta y teta, y antes de entregar las hierbas y raíces y engrudos y flores, todo se lo contaban, entre grandes carcajadas, al señor Don Juan, envuelto en la cortina de brocado arrancada del muro de la alcoba del Ama, aposentado ahora en el cuartucho de las criadas donde él esperaba que la novicia Doña Inés regresara a él, no tolerase más la ausencia de él y viniese al fin, cabizbaja, a tocar la puerta de esta servil recámara, a pedir una segunda noche y un segundo desvirgamiento que la librase de la encantada condición de súcubo con sexo recosido.
Don Juan, mientras tanto, empezó por holgarse alternada y a veces simultáneamente con las fregonas que le contaban, con risas y regüeldos y entre sorbo y sorbo de los vinos robados al mismo tiempo que la manteca de cerdo y entre boca y bocado de los jamones sustraídos junto con el azúcar molida, lo que la Señora hacía en su alcoba de azulejos andaluces y arenas arábigas, junto a ese fresco cadáver, hecho con los retazos de las momias reales, que había tomado el lugar antaño ocupado por Don Juan en la cama:
Ha preparado un ungüento con cien granos de enjundia y cinco de haschich, medio puño de flor de cáñamo y una pizca de raíz de eléboro pulverizada; lo ha frotado detrás de las orejas y sobre el cuello, en los sobacos, el vientre, las plantas de los pies y las sangraduras, ¿de ella o de la momia, Lolilla?, de ella misma, mi señor Don Juan, de ella misma y ha esperado a que suenen las once de la noche en el sábado de la luna nueva que fue la luna de ayer; entonces se ha vestido con una túnica negra, ha ceñido una corona de plomo, se ha adornado con brazaletes de plomo incrustados de ónix, zafiro claro, jade y perlas negras; se ha puesto en el dedo meñique un anillo de plomo con una gema grabada con la imagen de la serpiente enrollada; ha rociado a la momia con polvo de fumigaciones hecho de azufre, cobalto, clorato, tiza seca y óxido de cobre; ha rodeado a la momia con siete varas hechas con los siete metales planetarios: oro del Sol, murmuró la Señora; plata de la Luna; mercurio de Mercurio; cobre de Venus; fierro de Marte; estaño de Júpiter; plomo de Saturno: ha empuñado un cuchillo nuevo que debimos robarnos de la fragua que en el llano tiene ese viejo Jerónimo, y ella lo ha mojado en aceite consagrado; con las siete varas, tomando una tras otra, ha azotado al cadáver, gritando palabras en chino o en árabe, que de ellas ninguna razón se comprendía: