Caminé hasta la desembocadura. El río era un estrecho tajo en la espesura y por él se desangraba la selva. Pues su caudal dormilón había acumulado, al encontrar el mar, una ponzoñosa barra de herbaje podrido, cañas y limos y odres semejantes al del monstruo que vi arrastrado hacia el mar en agonía. Los restos aquí atascados eran pardas carnes en plena descomposición; y las cegadas aguas cubríanse de una espesa capa de limo verdoso. Las removí con una mano y fue como si removiese un avispero, pues una sutil nube de moscos pareció despertar de su letargo, nacer de las aguas o caer del aire sobre mi cabeza y mis manos, buscando las ligeras heridas que la tormenta y mi salvación, desesperadamente asido a la rueda del gobernalle, habían dejado entre mis uñas y a ras de mis brazos y hondamente en mis rodillas. Rápidamente se hartaron de mi sangre mientras yo los combatía y los moscos reventaban saciados; y al aplastarlos contra mi cuerpo noté que eran amarillos como la gualda.
Corrí lejos de la tormenta de mosquitos, bañéme velozmente en el mar y ya no dudé. Me acerqué a una de las tortugas al tiempo que buscaba un recipiente en la playa. Recogí la concha más honda y con la otra mano empuñé las tijeras. Llegué cerca de la tortuga más alejada de las demás, la cual hicotea alargaba el cuello fuera del caparazón mientras enterraba los huevecillos en la arena. Monté con rapidez sobre el caparazón, abracéme con fuerza al escoriado cuello y enterré en él las tijeras, sabedor de que estas bestias guardan allí una bolsa llena de agua pura que les permite vivir largo tiempo sin sed, como los camellos en el desierto; y dejé que el agua corriese hacia la concavidad de la concha. Pero al llenarse ésta, arranquéme mi ropilla para recoger aun más líquido y luego chupar la tela para saciarme. Hacia mi camisa ya sólo se escurrió la sangre de la tortuga, manchándola y manchando la arena y las perlas vecinas. Pero no me quejé, pues sé que la sangre de tortuga es tan buena como agua. .Apagué de este modo mi sed, bebiendo el agua de la concha y exprimiendo hacia mis labios la sangre que empapaba mi jubón; e imaginaba ya el sabor de las carnes de la bestia sin edad, que dícese es tan vieja como el océano y, como él, inmortal, cuando vi el terror de las demás tortugas, terror aun más terrible por ser totalmente silencioso, que abandonaban sus fecundos nidos de arena y comenzaban a desplazarse sobre los nacarones hacia el océano protector, donde recobrarían su velocidad y su fuerza.
Servíme entonces un gran banquete de huevos de tortuga, que son semejantes a los que ponen las gallinas, aunque estos de hicotea no tienen cáscara, sino una tela delgada. Y comiendo vi el espectáculo de la potente escuadra de tortugas entrando de nuevo al mar; y era tan vasta su compañía, que de haber encontrado en su camino un navio, hubiesen entorpecido su marcha. Dejaban atrás, para mi solaz, la carne de su compañera y las yemas de sus hijos. Y una playa manchada de sangre.
Satisfecho, me arrojé de espaldas sobre la arena de perlas y ordené mis impresiones. La sed y el hambre me habían cegado; sólo ahora, lleno y contento, me dije que habían sido sed y hambre reales, de cuerpo viviente. Y esas nidadas de huevos no podían engañarme. Eran como el otro rostro de las perlas, pues en éstas podía yo ver una imagen más de la muerte; las perlas sin el contacto de piel viva, envejecen y declinan, son moribunda promesa; los huevos de las tortugas eran perlas de naciente vida.
Incorporóme agitado; mi mortal razonamiento se venía abajo; no era concebible que ningún ser vivo naciese en el territorio de la muerte, o que las bestias de la muerte pariesen vida en las puertas del más allá, fuese éste Paraíso o Averno; semejante despropósito era por igual ajeno a ciencia y leyenda.
—Hay vida, hay vida, me repetí en voz muy baja; hay vida y hay muerte aquí; y decir esto era cambiar otra vez de camino, perder el norte, caer en nueva vorágine. Hay sangre derramada, luego hay vida. Hay vida, luego yo debo sobrevivir. Debo sobrevivir, luego necesito compañía.
La brillante playa de las perlas proseguía su curso hasta un lejano cabo del horizonte. El mar era verde como jóvenes limones; de un blanco nacarado la playa; rojas las altas palmas, cuajadas de dátiles enormes, mucho más grandes que los del desierto. Tortugas y dátiles: no moriría de hambre. Perlas; no moriría pobre. Reí. Pasaron volando de nuevo las ruidosas manadas de aves de colores, y al cabo de la playa, vi levantarse una débil espiral de humo.
Entonces corrí, corrí, insensible a las posibles amenazas, ajeno al peligro extraño, hacia ese signo de vida humana, temiendo un engañoso incendio de la selva, un fuego fatuo en la cumbre del mar, todo menos lo que más ansiaba: fraternal compañía, Pedro, Pedro. Las conchas hirieron mis plantas; corrí a orillas del mar, temeroso ya de que todo olor de mi sangre atrajese de nuevo a los temibles mosquitos; alivié mi calor zambulléndome en el manso oleaje; sentí al fin que el sol de estos afiebrados paisajes era un brasero mucho más hirviente que el de cualquier otra tierra conocida; mezclábanse en mi cuerpo el sudor y el agua salada, la arena me coronaba; larga era la distancia hacia ese humo esperanzado.
Llegué sin fuerzas, una hora después —el reloj de mis vísceras volvía a sonar— a la punta de la playa, guiado por la perseverante columnilla de humo.
Caí rendido, de rodillas, derrotado, más que por la fatiga, por la serenidad que negaba mi exaltada atracción hacia algo que podía significar, ahora sí, mi vida o mi muerte. Vi primero la rueda de nuestro timón, levantada y clavada en la arena. Luego vi un cuerpo de hombre, casi desnudo, basto, curtido, de alambrada cabeza, que desbrozaba la maleza de la selva, dando la espalda a la pedrería de perlas.
—¡Pedro!, grité de rodillas, ¡Pedro, Pedro, soy yo!
El viejo miró sobre su hombro; me miró sin sorpresa y me dijo:
—Ocúpate del fuego. Las piedras son buenas y sueltan chispas al frotarlas. Y abunda la rama seca. Muchas horas me costó animar este fuego. No lo dejes morir. Es el primer fuego del mundo nuevo.
Incendio y muerte. De estas cosas huía el viejo. Dolor y cautiverio. ¿De éstas, yo? Ahora que todo ha pasado y yo he podido cerrar el círculo perfecto de mi peregrinar, te recuerdo, Pedro, y si alguien más que yo te ha conocido, pido que te recuerde conmigo, tal como fuiste, varón exacto, laborioso y de pocas palabras. Sólo deseaba, al encontrarte de vuelta, que me contaras la aventura de nuestra salvación. Parecióme una exageración de tu carácter que guardaras silencio ante mis atropelladas preguntas: ¿resultó más ligera la rueda del timón que la fuerza del vórtice que nos arrastraba al fondo del mar?, ¿cómo nos mantuvimos a flóte al ascender a la superficie del piélago?, ¿cómo nos separamos?, ¿permaneciste tú atado a la rueda y desprendíme yo de ella?, ¿cómo son las fuerzas de la naturaleza, que el extremo poder puede ser vencido por la suprema ligereza?, ¿sabes qué tierra es ésta?
Y Pedro sólo me contestó la última pregunta:
—El mundo nuevo tan deseado.
No esperó a que le dijera tuviste razón, viejo, ganaste la apuesta, te jugué mi vida contra tus ilusiones y tú me devolviste ambas, viejo. Ni me lo dijo él. Ahora entiendo por qué: ¿qué eran nuestras pasadas aventuras al lado de la ventura misma: pisar la tierra nueva tan deseada, sí, por él, tan negada y tan temida, sí, por mí? Vi de este modo, en los trabajos que el viejo hacía en esta tierra, una decisión serena pero urgente de levantar una nueva vida a partir de la nada y de darle nombre y utilidad, lugar y destino, a todo. Como Dios el Padre, el viejo de cabeza aborregada y velludas espaldas canas presidía la jornada de la Creación y sólo una cosa decían sus ojos profundos, tejidos de años:
—Démonos prisa. No me sobra tiempo.
Calculé entonces, con viva emoción, que este hombre de más de setenta años había intentado, veinte años antes, hacer el viaje que ahora cumplía. Démonos prisa. No nos sobra tiempo.
Pedro recogía las ramas secas de las palmas rojas que eran la muralla de la selva, me pedía separarlas del tallo largo, duro y terminado en punzón para alimentar con ellas el fuego mientras él, con los tallos, confeccionaba una variedad filosa de instrumentos, dagas, espadas, barreras para el espacio desbrozado de la selva a orillas de la arena y picas sutiles con las cuales intentaba rajar los inmensos dátiles verdes caídos al pie de las palmas.
—Mira, le dije, debe ser más fácil con mis tijeras.
Yo tomé una de las pesadas frutas entre mis manos: era como una pelota verde, de dura cáscara, tan dura que con las manos desnudas era imposible abrirla. Clavé las tijeras en la entraña del monstruoso dátil, las removí dentro de su cuerpo hasta quebrar el caparazón. Y de todas las maravillas hasta entonces vistas en esta mi peregrinación, ninguna será mayor que la de haber encontrado agua en el corazón de la fruta, un agua transparente, embriagante, sabrosa a vino celeste de tan pura; y sabrosas también las blancas carnes que la contenían. Paséle el dátil maravilloso a Pedro para que bebiese y comiese, mientras exclamaba con júbilo que ya no pasaríamos sed. Contóle también de la playa de las perlas y él me sonrió, meneando la cabeza:
—No conviene hacer caudal de perlas, ya que envejecen y tienen declinable belleza.
—Pero en el otro mundo… digo, en nuestro mundo…
—Nunca regresaremos.
Su respuesta me enfrió la sangre y el gusto de haber descubierto la fruta de límpida agua y correosas carnes. Pedro regresó a su trabajo.
Con caña, lodo, conchas y ramas, y con piedras a la usanza de martillos y espinas haciendo las veces de clavos, el Padre de esta perdida ribera de la Creación renovada levantaba una casa mientras yo, su criatura, montaba a las palmeras para arrancar los sabrosos dátiles que mataban nuestra sed en este caluroso paraje, y regresaba a la playa de las perlas a recoger, no sus tesoros, sino los huevos de las nidadas de tortugas. Nadando, descubrí algas que buenas eran crudas o hervidas. La naturaleza de los pedruscos hallados en arroyuelos secos era tal que bastaba frotarlas con fuerza para convocar el fuego.
Y el timón de nuestra salvación convirtióse en puerta de la estacada. Pues al pasar seis noches exactamente contadas con otras tantas perlas que fui reuniendo para marcar el paso del tiempo, Pedro había terminado su casa y sólo entonces habló, alejándome de ella hasta llegar a la orilla del mar. Desde allí vimos el nuevo espacio arrebatado a la selva, desbrozado al límite de la arena, ceñido y cercado v techado.
—Ahora ningún Señor podrá arrebatarme el fruto de mi trabajo, incendiar mi hogar, violar a mis mujeres o matar a mis hijos. Ahora soy libre. Gané.
El viejo carraspeó furiosamente y lanzó un grueso escupitajo al mar; y era como si le escupiese a la cara del pasado; y era como si esperase que el insulto de su saliva fuese llevado por las corrientes marinas hasta las playas de donde zarpamos, manchándolas con su desprecio y proclamando su victoria.
Le había visto observar noche tras noche el cielo y sus estrellas; y día tras día, levantando el rostro v secándose la frente con una mano, el sol.
—¿Sabes dónde estamos, Pedro?
—Muy al poniente.
—Eso lo imagino. Siempre fue nuestro rumbo.
—Pero no tan al sur. Ahora estamos muy al sur. Las estrellas del norte casi no se ven. El sol se pone muy tarde pero desaparece con gran velocidad. Esa vorágine debió arrastrarnos con grande violencia lejos de nuestro curso.
Le escuché y no hablé, sino que consideré la verídica insistencia de lo único que creo saber, pues al escuchar esas palabras que confirmaban mi destino y la imposibilidad de regresar al punto de partida, en mí se debatieron las razones enemigas de la aventura y la seguridad. El viejo no quería regresar. Yo no tenía a qué regresar. Pero esta vez, la resignación no levantaba su cabeza entre las del riesgo y la supervivencia, equilibrándolas, como antes; ahora, las negaba; ahora, las hermanaba.
—Viejo, ¿cuándo nos aventuraremos tierra adentro? Debe haber un manantial fresco, sin moscos, cerca de aquí, pues las tierras parecen bien regadas y no podemos vivir para siempre de agua de palmera. ¿No te inquieta saber si hemos llegado a isla, a tierra firme o a istmo entre dos pontos? ¿No quieres saber si ésta es tierra despoblada, o de ser poblada, por quiénes?
—No. Aventúrate solo, si quieres. Yo ya no me muevo. Yo ya tengo lo que quería. Mi pedazo de tierra.
Asintió con la cabeza, y como yo colgase la mía, confundido porque ahora la aventura y la supervivencia se identificaban en mi espíritu y la resignación, salvadora antes, se convertía en seguridad de inmóvil extinción, Pedro hizo algo insólito; me acarició la cabeza y luego la apretó contra su pecho, mientras me decía:
—Sí, la rueda del timón probó ser más ligera que esa terrible fuerza que hacia el centro del remolino nos arrastraba. Cerré los ojos cuando nos lanzamos al vórtice. Pero lúe ero intenté mantenerlos abiertos, por más que me cegaran la velocidad y el vértigo, la anegada abundancia de las aguas y las disímiles luces de aquel remolino. Me sentí hundido en un mar de metales, donde cada gota de agua parecía, muchacho, una moneda de oro que sin cesar jugaba ante mi mirada, y que en un instante me mostraba la cara del brillo y al siguiente dejaba ver la cruz de la sombra. Mis huesos me dijeron que ascendíamos, como los limones y el destrozado mástil y las velas. Y luego mis ojos me lo dijeron; cuando estallamos fuera de la vorágine, al nivel de las aguas encrespadas. Rogué por nuestra salvación, pues el vórtice nos había vomitado sólo para entregarnos a la voluntad divina. Fuimos azotados y barridos la noche entera, y el cordaje que nos ataba se aflojó; más de una vez intenté amarrarme y amarrarte, hijo, pero las cuerdas que te ataban vencíanse ante los ímpetus de la tormenta y al cabo hube de sujetarte con mi mano, tomando tu brazo, hasta que mi brazo dejó de sentir, ya no supe si te detenía o no, rogué que sí, que tú mismo te asieras a mi brazo, que mi brazo te salvase, hijo, y al cabo, rogando, me venció una hondísima y muy lúgubre fatiga; nos di por muertos; sepúlteme en el sueño. Me despertaron las gaviotas de un mar tranquilo. Vi un fondo de algas y mis brazos se trenzaron con ellas. Vi la tierra; gemí la palabra, pero mi garganta reseca no podía gritarla como hubiese querido gritarla después de veinte años de espera, tierra, tierra, el mundo nuevo; y sólo pude volver la cabeza hacia tu lugar para repetírtela a ti, en voz baja. Sólo entonces me di cuenta de que tú ya no estabas allí. Había sido incapaz de salvarte, y lloré tu pérdida. Quería que un hombre joven fuese el primero en pisar el mundo nuevo.