Texas (16 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

BOOK: Texas
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—No quiero perderte de vista, ¿entiendes? ¡Tú no te vas a separar de mí ni un solo minuto!

—Sírvete tú mismo —dijo Mitch, encogiéndose de hombros—. Sírvete otra copa mientras me cambio.

—Deja de darme órdenes —protestó Lord—. Pero, ¿quién diablos te has creído que eres?

Al fin se pusieron en camino, Lord se mantenía muy erguido mientras bajaban en el ascensor. Mitch le condujo hacia su propia
suite
, una vez dentro le sentó, y trajo rodando el bar portátil. Se sentó frente a él, y Lord reanudó su bebida y sus obscenidades sin fin ni sentido. Mitch no podía sentir lástima por él. ¿Cómo iba a poder sentir lástima por alguien que lo tenía todo y se negaba por principio a hacer algo con ello? Pero, aun así, se sentía sutilmente inquieto; incómodamente turbado por el acertijo, esta particularización de lo universal que Lord representaba.

Podía decirse que era un hijo de puta por propia elección. Y eso era verdad. Podía decirse que no podía evitarlo, en vista de su herencia. Y eso también era verdad. Pero aun así, tenía que haber algo más que eso; alguna nota escondida que sólo él pudiera oír en el Leitmotif que seguía a través de su vida.

¿Por qué había elegido ser como era? ¿Por qué habían elegido sus antepasados ser como fueron? ¿Por qué una persona, que era afortunada más allá de sus sueños más insensatos, utilizaba todo lo suyo para llenar de mierda el único mundo que tenían para vivir?

¿Dónde estaba la respuesta?, ¿estaba en ellos o en uno mismo?

Una vez que se encontraba en el campus de una gran universidad, Mitch eligió pasear por el edificio principal de ingeniería. Un edificio cuyo corredor central tenía cien yardas de largo. En su principio, el principio del corredor, claro está, estaba grabado bajo la pared, el equivalente matemático de π-3.14159. Pero aquello, la definición rutinaria aceptada no era el verdadero π, desde luego. Había más decimales tras el acostumbrado final; más y más y más, hasta que se llegaba al final del corredor. Pero aquello aún no era el final de π, como indicaba un signo junto al último decimal.

En algún lugar, posiblemente, dentro de la infinitud sin límites de las matemáticas, se le podría poner un punto correcto a la ecuación. O también era posible que nunca se pudiera encontrar. Quizá lo que faltaba no era intrínseco a la fórmula en sí misma, sino al ojo que lo observaba. Alguna nueva dimensión que iluminara los más oscuros rincones del conocimiento humano, incluyendo las mentes perversas de hombres como Winnie Lord.

A pesar de todo, Mitch decidió, mientras esperaba con cansancio a que Lord saliera, que la respuesta a tales imponderables como el verdadero π la maldad del hombre, no la proporcionaría él. A pesar de todo, decidió que estaba asquerosamente satisfecho de ser Mitch Corley, con todos los problemas de Mitch Corley, en vez de ser Winfield Lord, Jr.

Al fin, Lord se quedó en blanco. Mitch le tomó el pulso, para asegurarse de que no sufría nada peor que lo habitual. Después, habiendo revisado el apartamento, por si quedaba algún cigarrillo encendido, cubrió a Lord con una manta y regresó al ático.

14

Turkelson y Red estaban cómodamente sentados en el sofá, dando sorbos a sus bebidas servidas en vasos largos, y picando de una gran bandeja de aperitivos calientes. Mitch observó que Red estaba una pizquita subida de tono, y la miró con una fingida severidad.

—¡Maldigo este amargo día! —dijo, llevándose una mano a la frente—. ¡Así que esto es lo que hay mientras yo estoy sudando sobre un maldito par de dados!

—Todo es por culpa de Turk —se excusó Red—. ¡No ha hecho otra cosa que inflarme a bebidas, Mitch!

—Mmmmm-hmm. ¿Y debo suponer que también es suya la culpa de que lleves ese salto de cama, verdad?

—Sí, él me lo puso —dijo Red—. Eso es exactamente lo que hizo. No sé qué hubiera ocurrido de no aparecer tú.

Turkelson lanzó una risita sofocada, a la vez que se le movía la barriga con placer. Mitch se sentó, contó tres mil trescientos dólares, y se los dio.

—Diez por ciento de treinta y tres. ¿Vale, Turk?

—¡Jo, sí vale! —dijo el director bufando—. En realidad, es demasiado, Mitch. No he hecho nada para merecer una tajada como ésta.

—Has hecho muchísimo. De todas formas, ¿qué aspecto tenía el papel? ¿Alguna firma ilegible o algo extraño?

—Míralo tú mismo —dijo Turkelson, y le alargó los cheques que había firmado Lord aquella noche. Todos estaban a nombre de la compañía del hotel, no al portador o nominales. De esa forma, se convertían en un valor legítimo de cambio obligado. Desde luego, era evidente que la cuenta de Lord no había podido subir tanto. Pero eso no cambiaba nada. Como señal de buena voluntad de la empresa, un gran hotel podía hacer efectivos cheques para personas sin que fueran necesariamente clientes.

Mitch le devolvió los cheques, y comenzó a relajarse por primera vez en el día. Ahora podría pagar a Agate, y aún le quedaría más que suficiente para ocuparse de sus otras necesidades inmediatas. Después de eso…

Bueno, después de eso sería después. Por el momento estaba muy a gusto sentado.

Red le trajo una bebida y unos cuantos canapés de la bandeja. Frunció un poco el ceño cuando ella se sirvió otra bebida, después se echó a reír y le guiñó un ojo. Había estado un poco incómoda con él desde que le había obligado a ir al banco. Estaba muy bien verla otra vez relajada y divirtiéndose.

Red no sería nunca una borracha. Le gustaba demasiado la vida. Era muy sincera consigo misma, tenía una conciencia muy clara.

—¿Todo ha acabado, cariño? —Le miró maliciosamente por encima de su vaso—. ¿Totalmente agotado?

Mitch se echó a reír y sacudió la cabeza.

—¿Cómo estás tú? Winnie te ha hecho pasar un mal rato.

—¿Él? ¡Oh, pobre! Sabes, es tan mal bicho que casi no sentí lástima por él.

—¡Ni se te ocurra! —dijo Mitch con firmeza—. La última mujer que sintió lástima por Winnie Lord casi se llevó un mordisco en la nariz. No estoy bromeando —lanzó un vistazo a Turkelson—. Lo recuerdas, ¿verdad, Turk? Una pobre camarera de un tugurio de Galveston.

—Lo recuerdo —asintió el director—. Los Lord impugnaron el caso y llegaron a presentarlo a la Corte Suprema. Ella no consiguió ni que le pagaran la cuenta del médico.

Red dijo que tendrían razón en todo eso, pero que Lord le había hecho un buen cumplido.

—Tú mismo le oíste, Mitch. Dijo que era el paquetito de ya-sabes-qué más bonito que había visto en su vida.

—Probablemente estaba exagerando, ya sabes cómo son esos texanos —dijo Mitch.

—¿Qué te parece a ti? ¿Te lo parece a ti o no?

—¿Cómo voy a saberlo? —dijo Mitch extendiendo las manos con desamparo—. Eres la única mujer que he conocido.

—Mmmm —murmuró Red—. ¡Mmmm-mmm-mmm! ¡Te daré un beso por ello en cuanto te tenga a solas! —Después se giró y lanzó a Turkelson una mirada especulativa—. Me pregunto —dijo—, me pregunto si te darás cuenta.

—¿De qué? —inquirió Turkelson sonriendo, expectante—. ¿Por qué no me lo preguntas?

—Bueno, vale, pero tienes que prometer decirme la verdad. —Alzó la cabeza hacia un lado—. ¿Lo prometes, gordote?

—Prometido. —Levantó una mano, con una risita ahogada.

Red se giró en el sofá sobre sus rodillas y le susurró al oído. La oreja de Turk se puso roja de golpe, así como toda su cara y cuello.

—¿Y bien? —requirió alegremente—. ¿Qué piensas?

—Eh, yo, ejem, pienso que será mejor que me vaya —dijo Turkelson desesperadamente, mientras hacía pasar un dedo regordete alrededor de su cuello—. Yo…, yo…

Se levantó con dificultad. Red le sujetó por el faldón de la chaqueta y tiró de él hacia abajo otra vez.

—Venga, tienes que decir la verdad —insistió—. Si no, tendrás que pagar la multa. ¿Sabes cuál es la multa?

Volvió a susurrarle al oído, inclinada con un solemne movimiento de cabeza. Turkelson parecía estar al borde del estrangulamiento.

—Eso es —proclamó—. Si no dices la verdad en este preciso momento, te voy a hacer… ¡Mitch! ¡Mitch, condenado, déjame continuar!

Mitch la había cogido de improviso y la sujetaba con un brazo. Mientras chillaba y pataleaba, él le dio la mano a Turkelson.

—Que te vaya bien, amigo. Te veremos mañana, ¿eh?

—Ah, sí. Seguro, Mitch. —El director se acercó a la puerta, nervioso.

—¿Hemos comprobado todo lo que concierne a Lord, comprendido? Nada de llamadas telefónicas. El ascensor no le sube hasta aquí.

—¡Exacto! ¡Desde luego! —Turkelson asintió con la cabeza—. Me… ¡Me voy, Mitch!

Lo hizo, justo cuando Red se deshacía de la sujeción, hacía una pirueta, y se paraba teatralmente con un brazo alzado.

—Un poco de música, profesor.

—Venga, cariño. Se ha hecho muy tarde…

—¡Calla! —dijo ella—. ¡Música!

—Bueno, vale. Sólo un poco.

Nunca había recibido clases de música, pero tenía una excelente memoria y, naturalmente, un toque sensible. Se sentó al piano, presionó el pedal silencioso, examinó las teclas durante un momento y llevó sus manos hacia ellas. Arrancó, con mucha suavidad, con una jactanciosa versión de taberna de «Tiene que ser gelatina, porque la mermelada no se mueve así».

Red se inclinó suavemente y dio una vuelta completa. Movió el pie hacia atrás, y una de sus zapatillas salió volando por el aire. Girando y moviéndose, volvió a dar otra patada y se liberó de la otra zapatilla.

Mitch dirigió las dos manos hacia los bajos. El piano se volvió un tam-tam, y la cara de Red adoptó una expresión estática. Dejó caer la cabeza hacia atrás, e inclinándose desde las rodillas, se deshizo de la bata.

El siguiente fue el salto de cama de encaje. Y eso fue todo durante un minuto o dos.

Mitch recorría el teclado, con dedos insistentes y exigentes. Las manos de Red se alzaron hacia el sujetador, aparentemente luchando entre sí y contra la acción. Después, mientras el piano sollozaba e imploraba, se lo quitó.

Le siguieron las bragas. Después…

No quedó nada más. Sólo Red.

Madura; todo un cuerpo, un sueño viviente de vibrante suavidad.

Se miraron el uno al otro en silencio. Después, se giró ligeramente y señaló una marca casi invisible en su costado.

—¿Ves? —preguntó—. Eso es lo que me hiciste cuando me diste la zurra en el trasero.

—En la vida —dijo Mitch— siempre hay algún inconveniente.

—¿No vas a hacer nada por arreglarlo?

—Bueno, lo haría —dijo Mitch—, si estuviera seguro de que no eres una de esas pelirrojas falsas.

Red dijo que quizá pudiera ver por sí mismo que no lo era, pero Mitch alegó que eso no era algo que pudiera determinarse a simple vista.

—Venga, que conocí una vez a una rubia que se hacía pasar por morena. Su novio era minero de carbón, sabes, y era alérgico al agua y al jabón.

Red abrió mucho los ojos.

—Santo cielo —dijo—. No menciones la soga en casa del ahorcado. Así no habrá forma de que sepas si soy falsa o no.

—Sí, sí que la hay —dijo Mitch—. Es un método que he desarrollado con los años, y he disfrutado de él cada minuto. ¿Cómo estás de tiempo?

—Bueno, esta noche no tengo nada…

—Así que no tienes —dijo Mitch—. Pero me temo que con esta noche no sería del todo suficiente. ¿Qué te parecen los próximos cuarenta o cincuenta años?

Red dijo que oh, claro, que ya se las arreglaría. ¿Qué eran cuarenta o cincuenta años cuando estaba en juego el interés de la ciencia?

Mitch se puso en pie y señaló firmemente hacia el dormitorio.

—Por favor, encamínese a mi laboratorio, señora. Las pruebas van a comenzar inmediatamente, y no estoy hablando en broma.

15

Winfield Lord había hecho la reserva en el hotel para tres días, incluido el de su llegada. Pero, perversamente y sin ninguna razón aparente, se quedó seis. No hizo ningún intento de encontrar a Mitch. Era bastante posible que, debido a su largo entrenamiento en desplumarse a sí mismo, no recordara haber estado con Mitch. Pero eso era sólo una posibilidad, no una certidumbre. También era posible, y en ello no estaría implicado nadie más que él, que solamente estuviera esperando su oportunidad, que aguardara el momento oportuno para organizar un alboroto de los que eran habituales en él y por los que era famoso o más bien infame. Algún follón que llamara la atención de la policía y de los periódicos.

Mitch no podía arriesgarse a eso, naturalmente. Tampoco podía arriesgarse a la solicitud de Lord para volver a jugar. Treinta y tres mil era ya una suma suficientemente incómoda, aunque procedieran de un personaje como ése. Turkelson se jugaría el cuello si volviera a actuar de cajero para Mitch. Se podía perder mucho por llevar una buena cosa demasiado lejos.

Lord permanecía mucho tiempo en su
suite
, consumía grandes cantidades de alcohol, comía con escasez, recibía algunas visitas ocasionales de chicas de alterne y del masajista de la casa (en este orden). Por necesidad, pues, Mitch y Red permanecían en su
suite
. Con el tiempo, Lord les olvidaría, si no lo había hecho ya. Por el momento, no podían arriesgarse a encontrarse con él.

Desde luego, este tiempo útil para refrescar el ambiente era indispensable en cualquier timo. De ordinario, se lleva a cabo saltando a otra ciudad. Dado que aquí era poco práctico, sólo quedaba la posibilidad de esconderse. Que, por lo que podía apreciarse en Mitch, no parecía difícil en absoluto. ¿Qué tenía de duro refugiarse en un elegante ático con una muñeca bellísima y un gran puñado de billetes verdes? Red pensaba que era bonito y muy elegante, y lo demostró no apartándole casi para nada de su vista. Mitch… bueno, Mitch hubiera pensado también que estaba bastante bien, si hubiera podido dejar de pensar un solo momento en Agate.

Ya había roto una promesa que le hizo al banquero. Ahora, dos días más tarde, había roto otra. Y Agate sabía cosas sobre él, cosas que podían ser muy peligrosas si se decidía a revelarlas.

Mitch dudaba que a Agate le apaciguara otra cosa que no fuera dinero en efectivo. Pero, a la tercera tarde, mientras Red se estaba duchando, se las arregló para hacerle una llamada rápida.

—De acuerdo —soltó el banquero, cuando Mitch comenzó una apresurada explicación—. No has podido venir. ¿Cuándo vas a poder?

—Pues, no lo sé, Lee. Espero que pueda hacerlo mañana, pero…

—Mitch, olvídate de mañana, entonces. ¿Y pasado mañana?

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