Red estuvo de acuerdo. Iba a ser casi una conmoción para Sam si le dijeran abruptamente que se acababan de casar.
—¡Ya lo tengo, Mitch! —dijo girándose hacia él con los ojos llenos de emoción—. ¡Le invitaremos a la boda! ¡Puede ser el padrino!
—Maravilloso —dijo Mitch, disfrutando con la felicidad de ella, pero odiándose a sí mismo por el engaño—. Casi no puedo esperar que llegue el momento, cariño.
Llegaron a su apartamento a primera hora de la noche. A pesar de estar casi agotado, volvió a dormir mal. A la mañana siguiente, fue conduciendo hacia el centro de la ciudad, porque tenía que ver a su gestor de impuestos.
En el banco, comprobó sus sospechas sobre la cantidad depositada en la caja de seguridad. Contenía sólo tres mil dólares. Tres mil dólares de los aproximadamente ciento veinticinco mil que debía haber tenido. Cogió los seis billetes de quinientos dólares, compró una suma equivalente de cheques de caja y se los envió a Teddy por correo.
Había pasado ya más de un mes desde que le mandó dinero por última vez. Junto con el dinero, le había enviado la advertencia de que era una cantidad considerablemente más grande que su desmesurado estipendio habitual, y que tendría que servirle al menos para pasar seis semanas. Había deseado que de esta forma se olvidara de él por un tiempo, liberarse a sí mismo del miedo constante y el peligro de retrasarse con un pago, y lo que ocurría invariablemente cuando se retrasaba. Ahora, se daba cuenta de que había metido la pata de una forma colosal.
De todos modos, Teddy había castigado a Sam. Sin advertencia previa, había notificado a su marido que los pagos debían ser mayores. Él había demostrado que podía pagar una cantidad mayor, así que de ahora en adelante tendría que continuar con el aumento.
De vuelta hacia el apartamento, a Mitch le sacudió el repentino pensamiento aterrador de que aproximadamente al cabo de dos semanas tendría que hacer otro pago a Teddy. Según sus cálculos, para entonces él ya se lo «debería», y tendría que desembolsar el dinero. Y, si no se producía un milagro, no iba a poder, sencillamente.
Vio justo ante él un restaurante «drive-in». Giró hacia allí y pidió café; después lo sorbió lentamente mientras hacía algunos cálculos mentales.
Cinco mil dólares. Ésa era, a grandes rasgos, la cantidad que había tenido que dar en el aparta-hotel. Además estaban los tres mil que le habían timado en el club de Zearsdale. Más dos billetes de los grandes como soborno al mayor del colegio de Sam. Y otros tres mil esta mañana para Teddy.
Sumaba la increíble cantidad de trece mil dólares. ¡Trece mil en menos de tres días!
Para empezar casi se había pasado, le quedaba bastante menos de lo que necesitaba para entrar en un gran juego. Pero no habría ido mal, a pesar de los cinco grandes del apartamento. Habían sido esos ocho mil extras los que le habían situado contra la pared: la pérdida del club, el soborno y el dinero de Teddy. No había contado con ello. Lo cual era una estupidez por su parte. En este negocio, siempre había que anticiparse a los desastres a los que no había razón lógica para temer.
Ahora…, ¿de cuánto dinero líquido disponía?
Comenzó a sacar la cartera, pero la devolvió con firmeza a su bolsillo. No tenía sentido saber la cantidad exacta. Fuera la que fuera, tenía que ser suficiente. Sería suficiente.
Siempre lo había sido y lo iba a ser ahora.
Mientras conducía en el camino de vuelta hacia el apartamento, se sintió irracionalmente animado. La animación fatalista de un hombre que ha sobrevivido lo peor que le puede ocurrir. En el pasillo del edificio, se encontró inesperadamente con Turkelson, que le saludó con la noticia de que Winfield Lord se iba a registrar muy pronto. Lord estaría allí la noche siguiente, patentemente dispuesto para el juego. Mitch dijo que jugaría, pero que precisaría de cierta cooperación por parte de Turkelson. El director aceptó sin problemas prestarle su apoyo.
De esa manera creció el estado de animación. Mientras se acercaba al ascensor, Mitch se aseguró de que el péndulo estaba ahora en el punto álgido. Aquí en Houston iba a matar algo. A partir de ahora no se iba a meter en nada que no fuera realmente bueno.
Mal principio, buen final. Todo lo malo que podía pasar ya había pasado.
Era un excelente aparta-hotel, eso no había necesidad de decirlo. Perfectamente aislado para instalar el aire acondicionado. A prueba de ruido. Un monumento al lujo que ni admite ni emite ruido.
De esa manera, Mitch no tenía nada que temer. Ni lo más leve. Se dirigió sencillamente hacia el ático donde se encontró con Jake Zearsdale, que estaba esperándole.
Estaba seguro de que Red se hallaba en la habitación, pero no podía mirar hacia ella. Estaba seguro de que le decía algo, pero no podía oírlo. No la percibía: todos sus sentidos estaban concentrados en Zearsdale.
Durante un rato infinito, se quedó parado, apenas unos pasos después del umbral. Se había quedado petrificado, incapaz de hablar o de moverse. A continuación, el hombre de dentro tomó la palabra, y habló por él la voz de la experiencia:
toma siempre la iniciativa, encara siempre el peligro
. Y, frunciendo el ceño con educación, se adelantó hacia el petrolero y le alargó la mano.
—No esperaba verle de nuevo, mister Zearsdale —dijo tranquilamente—. Red, ¿por qué no le ofreces a nuestro huésped algo de beber?
—Ya lo ha hecho, mister Corley —Zearsdale señaló hacia una mesa lateral—. Su hermana ha sido muy buena conmigo. Sólo deseo —su gran boca se partió en una sonrisa— que usted sea igual de amable. Aunque tampoco podría culparle si no fuera así.
—Mi hermana y yo somos siempre amables con las visitas —dijo Mitch—. Nos lo enseñaron cuando éramos niños. Aparentemente, no es un aprendizaje que haya adquirido su club de campo, ¿verdad?
El pesado rostro de Zearsdale se oscureció. Sus penetrantes ojos brillaron con frialdad y parecieron clavarse en los de Mitch. Después se echó a reír con una risa que sonaba como el hielo al tintinear en cristal fino.
—Mister Corley —dijo—, no he querido telefonear porque temía que usted se negara a atender mi llamada, y lo que tengo que decirle es importante. De manera que ¿puedo volverme a sentar o quiere que diga mi discurso de pie?
—Desde luego que se va a sentar —dijo Mitch sonriendo y dejando un poco de lado el tono ofendido—. También le refrescaremos un poco la bebida.
Llevó el vaso hacia el bar donde Red se encargó de él. También le llevó a Mitch una bebida cuando volvió con la de Zearsdale.
Mitch estudió al hombre del petróleo mientras éste tomaba un sorbo incongruentemente delicado. Evidentemente, Zearsdale no se estaba ocultando. Como ya lo había demostrado en el club, se comportaba bastante como sentía, sin dejarse llevar por los imperativos que gobiernan a la mayoría de los mortales. Se había mostrado poco amistoso cuando lo había sentido. Ahora que se estaba mostrando amistoso…
—He venido aquí a disculparme —explicó Zearsdale—. John Birdwell, que así se llama el que le ganó los tres mil dólares, estaba haciendo trampa.
—Ya veo —dijo Mitch moviendo la cabeza.
—¿Le importaría decirme cómo lo descubrió, mister Corley?
—Fue bastante sencillo —dijo Mitch encogiéndose ligeramente de hombros—. Sacaba siempre cuatros, seises y ochos. En ninguna tirada obtuvo una puntuación que no fuera ésa. Algo tenía que haber.
—¿Y usted le acusó de tramposo sólo sobre esa base? Eso parece muy arriesgado.
—Me pareció de una claridad meridiana. Particularmente cuando usó la mano de los dados para alcanzar el bolsillo —Mitch hizo una pausa para encender un cigarrillo—. ¿Qué le hizo a usted caer en la cuenta?
—Verá… —Zearsdale vaciló al hablar—. Quizá fuera más fácil de explicar si le contara algo de Birdwell. Trabajaba para mí, ¿sabe? Vicepresidente adjunto.
—Creo que había oído algo de eso.
—Yo no pago a mi gente grandes salarios, mister Corley. No lo que usted y yo consideramos un buen salario. No tengo razones para ello. Tal como están los impuestos, y así no les da la sensación de formar parte de aquello para lo que están trabajando. Es mucho mejor, así lo veo yo, darles opción a acciones para que las utilicen a intervalos alternos. En otras palabras…, pero estoy seguro de que usted lo comprende a la perfección sin necesidad de más explicaciones.
Mitch dijo con calma que quizá sería mejor que se las diera, si era necesario para Red y para él que lo entendieran.
—Mi hermanita y yo somos mucho mejores gastando que ganando.
—Pongámoslo entonces de esta manera —continuó Zearsdale—. Johnny, es decir, el señor Birdwell, ha trabajado para mí durante diecisiete años. Durante todo ese tiempo, recibió cada vez más grande opciones de compra de acciones. Eran mejores que el dinero, ¿comprende? Cada dólar que se metía en ellas valía más de dos. Así que Johnny podía haber sido un hombre rico, o al menos cómodamente instalado. Pero usted hizo que empezara a pensar en él, extendí un cheque sin firma y descubrí que a él no le quedaba ni un centavo. Se le había ido todo de las manos de una manera u otra.
El hombre del petróleo frunció el ceño profundamente, aparentemente tan ofendido como enfadado por la mala dirección de Birdwell. Continuó:
—Sí, Johnny estaba arruinado. Pero dentro de unos días tenía otra opción de compra de acciones de cien mil dólares, y ya me había notificado que la utilizaría. Bien… —Zearsdale extendió las manos—. Ahí está. Anoche le llevé a una habitación privada del club, y le investigué. Utilizaba dados trucados, justo lo que usted había dicho.
Mitch lanzó una rápida ojeada a Red. Arrugó la frente de forma inconsciente.
—Siento haberle causado algún problema —dijo.
—Ningún problema que no sea por completo por culpa de él mismo —corrigió Zearsdale—. Usted es la parte ofendida, no él, y yo voy a dejar en sus manos…
Explicó cómo iba a hacerlo. Mitch sofocó una risa incrédula, y una ligera perplejidad cruzó la frente del petrolero.
—¿He dicho algo raro? —preguntó—. Su hermana parecía muy complacida por ello.
—Disculpe —dijo Mitch—. Agradecemos su oferta, desde luego, pero naturalmente no podemos aceptarla.
—¡Oh! ¿Por qué no?
—¡Porque no podríamos! Quiero decir, es imposible. ¡Es lo mismo que si nos hiciera un regalo de ciento cincuenta mil dólares!
Zearsdale murmuró que no tenía nada que ver. Les debía algo por la molestia que les había causado y por descubrir que Birdwell hacía trampas. Al permitirles recoger la opción de compra de Birdwell a menos de la mitad del valor del mercado, sólo estaba pagándoles una deuda.
—Usted no está privando a nadie de nada, mister Corley. La opción está ahí. Si usted no la recoge, simplemente caducará.
—Lo siento —dijo Mitch sacudiendo la cabeza—. Lo siento, pero nosotros no podríamos.
Encendió un cigarrillo para ganar tiempo. Apagó la cerilla sacudiéndola cuidadosamente. Con algo de debilidad, volvió a repetir que lo sentía. Evitó los ojos de Red; la pregunta dolorosa y furiosa que había en ellos.
—Usted decía —continuó Zearsdale con insistencia— que tanto usted como su hermana no saben mucho de negocios. Quizá quieran consultar a su banquero…
—No, no —contestó rápidamente Mitch sonriendo—. No es por eso.
—Pero, ¿no aceptará la oferta? Creo que no entiendo este tipo de orgullo, mister Corley. Pero si es así cómo siente…
Dejó su vaso y se levantó repentinamente. Con un frío movimiento de cabeza, comenzó a dirigirse hacia la puerta. Y entonces Red atravesó la habitación y tocó su brazo en señal de disculpa.
—Por favor, mister Zearsdale. Mi hermano no quiere ser estirado, pero, verá, nuestros fondos están bastante agotados. Invertidos. Nosotros… bueno, sería muy difícil… de…
Mitch la maldijo en silencio, incluso aunque Zearsdale cambió de expresión y volvió a ser amigable.
—Ah —dijo—. Eso puedo entenderlo. ¿Cuándo piensa que podría disponer de ese dinero, mister Corley?
—No estoy seguro —dijo Mitch—. No estoy seguro de poder liberar ninguna cantidad.
—¿Por ciento cincuenta mil dólares? ¡Absurdo! —El hombre del petróleo se echó a reír con firmeza—. Solamente ponga a su banquero en contacto conmigo. Él lo hará, sea cual fuere su situación.
Mitch dijo que vería lo que se podía hacer. ¿Qué otra cosa podía decir, después de que Red le metiera en esa trampa?
—Entonces, está todo arreglado —dijo Zearsdale—. Me llamará en un par de días, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Mitch—, y muchas gracias.
Fueron caminando juntos hasta la puerta. Mientras se daban la mano, una curiosa expresión atravesó brevemente el rostro de Zearsdale. La mirada de un hombre que se ha visto sacudido por una idea repentina e inverosímil. Después, desapareció y él se fue, y Mitch cerró despacio la puerta.
Red se estaba sirviendo una bebida. La probó, y se giró para mirarle.
—¿Y? —dijo—. ¿Qué hay, Mitch?
—Mal —dijo Mitch con calma—. Espero que haya sido tan bueno como parecía, cariño.
—¿Quieres decir que no lo era? ¿Que Zearsdale ha estado haciendo toda esa charla sólo para mantenerse activo?
Mitch se echó a reír con cariño.
—Venga, nena. Incluso tú deberías saber que ningún tipo va a hacernos un regalo de ciento cincuenta de los grandes.
—¿Qué quieres decir con eso de que incluso yo? —Sus ojos relampaguearon—. ¿Intentas sugerir que soy muy tonta?
—Dejémoslo —dijo Mitch—. ¡Dejémoslo, por lo que más quieras!
Red sacudió la cabeza con enfado.
—Te he hecho una pregunta, Mitch, y quiero una respuesta. ¿Por qué has rechazado la oferta de Zearsdale? ¿Porque eso te hubiera obligado… a recibir todo el dinero que dices que debemos tener para casarnos?
—¿Qué? —dijo Mitch bufando de rabia—. Venga, ¿qué clase de incongruencia es ésta?
—Ya me has oído. Ayer necesitábamos un cuarto de millón de dólares para salir de este negocio e instalarnos. Cien de los grandes más lo que tenemos en la mano. Así que hoy te cae encima del regazo, y tú te lo quitas de encima con una cepillada. No tiene sentido. No me preguntas lo que pienso. Tú sólo…
—No pensé que tuviera que preguntártelo. Siempre has dicho que yo era el jefe.
—Bueno… —se calmó un poco—. Bueno, siempre lo has sido, Mitch. Pero…
—¿Pero ahora no lo soy? —Sintió que ella perdía fuerza y presionó—. Tiene que ser de una forma o de otra, Red.