Textos fronterizos (4 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Ensayo, Relato

BOOK: Textos fronterizos
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De tarde en tarde tenemos también la visita de un pajarillo flameante, todo él una brasa viva, que se posa, inmóvil, a respetable distancia, donde hace tremendo impacto sobre el verde lóbrego del bosque. Tras largas horas de inspección, alza el vuelo y desaparece. Como con los horneros, abrigamos la esperanza de que concluyan por rendirse a la seguridad y las delicias del bambuzal.

Pero el huésped más extraño de nuestra meseta es, sin duda alguna, un ave misteriosa, cuya existencia sólo se delata en circunstancias dramáticas.

Surge, en efecto, en las noches de tempestad, no se sabe de dónde, a golpear desesperadamente con sus alas las vidrieras del hall. Su presencia en casa marca para nosotros una época: aquella en que construimos el gran living, indispensable a nuestra casita de piedra, cuyas piezas no ofrecen la amplitud necesaria al destino de aquél. Alcanzamos asimismo con el living el ideal que alentó constantemente nuestras esperanzas: grandes y bajos ventanales. Tantos, que podemos leer tras ellos de día aún, cuando afuera comienza a helar; y el último rayo de sol que incendia el Paraná enciende también de luz las orquídeas del living. En suma: confort para nosotros en la estación cruda, e invernáculo para nuestras plantas.

Tal fue el plan a que se ajustaron las grandes vidrieras del hall.

Concluyose éste a principios de invierno. Y desde ese instante esperamos impacientes la primera noche de temporal para disfrutarla al amor de la gran chimenea, mientras el agua restallaba en los cristales.

Gran luz, gran chimenea, ambiente tibio, de un lado: del otro, tras las vidrieras, la selva desgajada y chorreante por la tempestad. Preciso es amar la naturaleza, sus luchas y dificultades, para apreciar la calma e intensidad de tal goce.

En una de esas noches hizo su primera aparición el pájaro extraño. Sobre el convulsivo crepitar de la lluvia oímos el choque de su aleteo desesperado contra los cristales.

Era un pájaro pequeño, de lomo verde y pecho ceniciento, en cuanto pudimos apreciar dados los reflejos del agua. No habitaba nuestra casa; más aún: jamás lo habíamos visto.

¿De dónde salía? No podía vivir en casa, oculto constantemente a nuestros ojos. Uno por uno conocíamos a nuestros huéspedes.

¿Había llegado del bosque, barrido por el huracán? Tampoco era esto admisible, puesto que aquél podía y debía ofrecerle refugios de ancestral seguridad.

Sacudiose aún largo tiempo contra los vidrios y desapareció. Un mes más tarde repetíase el drama. Y cada noche de tempestad invernal estamos indefectiblemente seguros de su visita, sin que entretanto, sean cuales fueren las circunstancias, logremos verlo de día.

Es una avecilla desgraciada que vive quién sabe en qué tenebroso rincón del bosque que abandona a los primeros embates de la tempestad para ir a buscar protección en las grandes vidrieras iluminadas. Cada vez que hemos abierto una ventana, inundando con ello el mosaico, para concederle abrigo, ha desaparecido.

Constituye un elemento esencial de nuestras veladas en el living, cuando la lluvia restalla en los cristales. Surge entonces como el fantasma de un gran desamparo en busca de protección, que rehúsa, sin embargo, para hundirse quién sabe dónde y por qué en el seno de la tempestad.

Su olor a dinosaurio

El hombre abandona la ciudad y se instala en el desierto, a vivir por fin. Esta vida, esta soledad, esta elevación sobre sí mismo, que no comprende ninguno de sus amigos, constituye para él el verdadero existir.

Este hombre no lleva consigo la suprema sabiduría de Purun Bhagat, ni flaquean sus fuerzas en la lucha occidental. No. Ha luchado como todos, tal vez en una línea más recta que sus semejantes. Regresa hoy a la naturaleza de que se siente átomo vital, desencantado de muchas cosas, más puro siempre, como un niño ante las ilusiones que el paisaje, la selva y su rocío destilan para él.

Silencio, soledad… Este doble ámbito en que tambaleó el paso del primer hombre recién erguido, constituyó el terror de la especie humana cuando se arrastraba todavía a medias en la bestialidad natal. ¿No ha logrado aún el hombre liberarse de este estigma ancestral, que todavía hoy persiste y explora en cobardía ante la soledad y el silencio?

Y aun si así no fuera: ¿qué compensación ofrece el rebaño a la pérdida de la libertad congénita? ¿La cultura? Pero la cultura no es planta de maceta. Si prospera en tiestos, es a fuerza de agotantes abonos.

Nuestro hombre, cuya vida ha dado flores en maceta, desarraiga todo: existencia, cultura, familia, presente y porvenir, y lo confía a la franca tierra. No le queda ahora sino aguardar la próxima primavera para observar los retoños.

Mas a la par de su vida, el hombre ha confiado a la tierra simientes y plantas que constituirán su jardín. Bella cosa es ver surgir a nuestro lado, ante la lujuria sombría y monótona del bosque ambiente, pequeños soles de luz —todo el iris— que cantan, más que cosa alguna, la adaptación triunfal de la familia.

Ésta ha inaugurado el jardín con una estaca de poinsetia, con tanta suerte, que a los dos meses escasos irrumpe en su extremidad una inmensa estrella roja de esplendor sin igual. Como un alto macizo de bambú de Java se alza al sur de la casa, la gran flor se proyecta sobre él. Y es preciso ver al crepúsculo, desde cierta distancia, aquella estrella de color de sangre sobre el follaje sombrío del bambú.

Nótese bien que en todo el verde ambiente no había allí hace dos meses una sola nota cálida. Y, de pronto, surge, estrellada sobre el bambú mismo, la extraordinaria flor de sangre.

Por disciplina mental, en su soledad, la familia menciona a las plantas por su nombre técnico. Y no es sin risueña sorpresa que se puede oír a la pequeña de seis años denominar gravemente:
poinsetia pulquerrima…, bougainviller rubre…, amarillis vitata brida

Estas amarillis son el orgullo del jardín, e indígenas algunas de ellas. Con bastantes quebrantos se las halló en lo alto de los cantiles que allí bordean el Paraná. Heroicas para resistir toda sequía, su único punto flaco es la terquedad de las distintas variedades para florecer tras un trasplante. La felicidad de la familia se vería colmada si una de las amarillis, ejemplar único hallado a la vera del bosque inmediato, tornara a abrir sus grandes campanas blancas puntilladas de color café.

Pero no florece. Hace año y medio que ha sido trasplantada, y permanece muda a todos los estimulantes con que se la solicita. En la región, a pesar de ser conocidas las demás variedades de amarillis locales, nadie ha visto nunca la que se dejó sorprender por nosotros tras un fuerte incendio que calcinó la vera del bosque. El día en que la veamos incluida en los catálogos seremos bien dichosos.

En los últimos tiempos el parque se ha enriquecido con algunas especies de fuerte sugestión exótica.

Un alcanforero japonés, por ejemplo (
cinamomum campera
…, dice la nena con perfecta claridad), ha sufrido el trasplante con una indiferencia —diríamos alegría— no vista en planta alguna. Acaba de sufrir, sin una gota de agua, una sequía de tres largos meses. Hoy, como ayer, sus curvadas hojas ostentan el mismo lustre del primer día.

Una
monstera deliciosa
, original de México, muy semejante al filodredro nativo, y cuya fruta, al decir de los que la conocen, supera en perfume y sabor a la chirimoya. ¿Fructificará en nuestra latitud? Es el problema que tenemos por delante. Procede de los bosques más cálidos de México, y se nos ha prevenido que difícilmente resistirá nuestras fuertes heladas. Quien nos ha hecho este regio don cree que nuestra monstera debe ser de las contadísimas que existen en la Argentina.

Un
árbol
de alfalfa, variedad lograda en Estados Unidos, que mantenemos aún en maceta por dificultades con el tiempo. Nuestra tierra, además, está lejos de ofrecer la profundidad necesaria para la vida de aquélla. No esperamos mucho ver en su pleno desarrollo tal árbol de alfalfa.

Un calistemo, de estambres rojos erizados en grueso cilindro, que comienza a secarse, y se secará indefectiblemente. Llegó a casa medianamente envuelto en su pan de tierra. Aun así, nos aseguran que no se conoce ejemplo de calistemo que haya sufrido trasplante. Y se halla al lado del alcanforero…

Una
poinciana regia
, orgullo de las nuevas avenidas de Asunción, y cuyo nombre vulgar ignoramos, se nos asegura que no resistirá las heladas. ¿Quién sabe? En casa hemos confeccionado ya magníficos resguardos para la poinciana.

Éstas son las plantas —si no todas— en que la familia ha cifrado su amor. Ya se ve: va en esto mucho de la solicitud entrañable que un viejo matrimonio pone en una criatura adoptada, de delicada salud. Las plantas del trópico y sus flores sin igual exigen los cuidados de una perpetua infancia. Ni mucho sol, ni mucha sombra, ni mucha agua, como es el caso con las euforbiáceas. Y por encima de todo la preocupación constante del frío a venir, el temor desolante a las heladas, que concluye por infiltrarse en el corazón de sus dueños.

Pero ¿qué hacer? Cuando se adopta a una criatura, preciso es sufrir por su frágil vida.

¡Cuán lejano aún el invierno, sin embargo! Toda nueva yema surgida al calor estival es observada tres veces por día. Y en la contemplación de cada hojuela espesa, arqueada, brillante, la familia reunida sonríe, como si entrara una nueva dulzura en su corazón. Pues tal es la condición de quienes ya han tenido un hijo, han plantado un árbol y han escrito un libro…

Ésta es la familia. Pero el jefe reserva para sí su goce particular que provoca una nueva planta llegada a su jardín. Esta planta proviene de la China, única región del globo terráqueo donde crece indígena. Esa planta —esa especie— es el único representante de un género extinguido. ¡Y qué digo género! La misma familia a que pertenece, el mismo orden que la incluye, la misma clase que la comprende, todo esto ha desaparecido de la Tierra.

Es el
ginkgo biloba
. Ya en el periodo carbonífero se pierde el rastro de todos sus parientes. Desde hace ochenta millones de años (en el más modesto de los cálculos), esta planta sobrevive, única y solitaria en un mundo caduco. No tiene parientes en la flora actual. Ningún lazo de familia la une al mundo vegetal existente. Es el único ejemplar de una
clase
ya extinguida en la infancia del planeta.

Podemos apreciar la inmensidad de este aislamiento admitiendo por un instante que el hombre hubiera perdido todos los representantes de su género, familia, orden y clase. Sus parientes más cercanos en el mundo animal hallaríanse entre los tiburones o las lagartijas. Tal la huérfana supervivencia del ginkgo biloba.

Sus grandes hojas extrañas huelen a dinosaurio. Netamente lo percibe el hombre que alguna vez soñó con los monstruos secundarios. Las sensaciones que sufre ante esta planta fantasma no son nuevas para él. También él vivió antes que las grandes lluvias depositaran el espeso limo diluviano. El país en que vive actualmente, la gran selva sombría y cálida que devuelve en solfataras de vapores el exceso de agua, excitan esta sobrevida ancestral.

El hombre soñó, pero la planta vive y grita aún el contacto con las escamas del monstruo en la niebla espesísima. Hace de esto sin duda millones de siglos. Pero hace también millones de años que todo pasó, trilobitas, amonitas, dinosaurios, sepultando consigo toda una clase de vegetales con sus órdenes, familias, géneros y especies, con excepción de una sola, y de un solo testigo: el ginkgo biloba, que sobrevive y persiste vibrante de savia renovada, al suave rocío de un crepúsculo contemporáneo.

Frangipane
[1]

Hay palabras mágicas. Para mi infancia, ninguna lo fue con la poesía de la que presta su título a este croquis.

Yo he leído desde muy pequeño. Tendido sobre la alfombra de la sala, durante las largas siestas en que nuestra madre dormía, la biblioteca de casa ha pasado tomo tras tomo bajo mis ojos inocentes, que más lloraban que leían los idilios de Feuillet, Theuriet, Onhet, venero sentimental de mi familia y de la época.

Yo tenía 8 años. La impresión que producían en mi tierna imaginación algunas expresiones y palabras leídas, reforzábase considerablemente al verlas lanzadas al aire, como cosas vivas, en la conversación de mi madre con mis hermanas mayores.

Tal la palabra «frangipane». Designábase con ella un perfume, un extracto de moda en la época. Un delicioso, profundo y turbador aliento de frangipane era la atmósfera en que aguardaban, desesperaban y morían de amor las heroínas de mis novelas. La penumbra de la sala, sobre cuya alfombra y tendido de pecho, yo leía, comía pan y lloraba todo en uno, hallábase infiltrada hasta detrás del piano, de la sutil esencia. Se comprenderá así, sin esfuerzo, mi emoción cuando oía una tarde hablar como de una cosa no novelesca sino real, existente, al alcance de ellas mismas, del perfume en que yo vivía espiritualmente: frangipane.

Nuevos años pasaron. A la alfombra sucedieron las gradas de piedra del jardín, al pan un cigarrillo, y las lecturas ascendieron en categoría. Pero ni el perfume ni su mágica sugestión se habían borrado de mi memoria. Varias veces había interrogado a mi madre y hermanas sobre el origen de aquél, sin que ni una ni otras pudieran informarme al respecto.

Ya adolescente, recurrí a los tratados de química y a alguno elemental de perfumería, también en vano. Alguien me dijo en aquella época que el perfume en cuestión procedía de una flor o un ámbar de la China.

¿Cómo llevar más lejos las investigaciones en mi pueblo natal?

Nuevos años transcurren, esta vez largos y tormentosos como los de usted y los míos, según la expresión inglesa; impresiones de todo género, algunas enormes, pesan considerablemente sobre el plasma infantil de mi memoria, y los primeros recuerdos yacen como muertos en el sustrato mental. Pero basta una sacudida ligerísima en apariencia provocada por una nota, un color, un crepúsculo, un ¡ay!, para que su honda repercusión agite tumultuosamente los profundos sedimentos de la memoria y surjan redivivas y sangrando avasalladoras y salpicantes, las impresiones de la primera infancia.

Mi posición es la de un hombre que ante la naturaleza se pregunta si ha plantado lo que debe, cuando ya escribió lo que pudo. El amor a los árboles, congénito en mí (a los 6 años era ya propietario de un castaño logrado de semilla), se exalta hoy al punto de soñar con una planta deseada con el mismo poético candor que hace mil años confié a un ensueño infantil.

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