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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Ensayo, Relato

Textos fronterizos (5 page)

BOOK: Textos fronterizos
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En el pequeño mundo de especies tropicales a que dedico hoy mis mejores horas, faltábame hasta hace un año una planta cuyo recuerdo, ya muy lejano, subía de vez en cuando a mi memoria.

Trátase de un arbusto visto hace veinticinco años aquí mismo, en San Ignacio, al que su dueño llamaba «jazmín magno». Procedía de un gajo recibido por encomienda del Brasil, y en aquel momento hallábase bien desarrollado. Florecía, al decir de su dueño, en grandes flores carnosas a modo de pequeñas magnolias, y su perfume no tenía parangón con el de flor alguna.

Un solo defecto poseía tan estimable planta: su sensibilidad al frío. Sufría ya mucho con las más ligeras heladas y al fuego de algunas muy fuertes —extraordinariamente fuertes en Misiones— podía quemarse hasta el pie.

Tal acaeció a aquel jazmín. Un año después de conocerlo, desaparecía de este mundo, sin haberlo yo visto florecer. Pero en pos de la catástrofe, no me quedaban dudas sobre su origen ecuatorial. En cuanto a su familia, el aspecto general de la planta, su corteza, sus grandes hojas carnosas y brillantes, el látex que manaba al menor rasguño, hacían sospechar a una euforbiácea.

Y esto fue todo en aquel momento. Hoy, con más tiempo y más amor, he recordado aquella esencia y sus flores de perfume sin igual. Hace un año se me dijo que en Posadas había algunos ejemplares, sin podérseme precisar dónde. Felizmente, en esos días tuve en mis manos un catálogo de la Escuela de Agricultura de Posadas, donde vi con inefable placer que se ofrecían en venta estacas de jazmín magno. Acto continuo adquirí una.

Mas ¡cuán pobre cosa aquel ejemplar, especie de huso a modo de cigarro, no más alto ni grueso que un habano! ¿Podría yo algún día contemplar metamorfoseado en lujuriosa planta tropical aquel huso plomizo?

Tal vez. Pero durante seis meses de maceta no creció un milímetro ni dio señal alguna de vida. Púsela en tierra al comienzo de la primavera del año antepasado y al punto surgieron de su ápice hojuelas lustrosísimas, mientras la estaca ascendía desmesuradamente engrosada, con brillo tumefacto. Al cabo de seis meses adquiría un metro de altura; y grandes hojas alternas, densas de agua, rodean hoy el naciente tronco.

¿Pero cómo se llama esa planta? ¿Cuál es su verdadero nombre?

Bien que mi ciencia botánica sea muy parca, me gusta siempre conocer la denominación científica de mis plantas; tener, por lo menos, conocimientos de su familia, del mismo modo que nos conformamos con saber que tal individuo pertenece a la familia de los Dillingher, a los Lincoln, sin interesarnos por lo demás.

Entre las contadas personas cuya amistad me es aquí inestimable, figuran en primera línea dos naturalistas de la Estación Experimental de Loreto: Ogloblin, entomólogo, y Grüner, botánico. Una noche, luego de comer, los he llevado al pie de mi incógnita planta, que han examinado atentamente a favor de la linterna eléctrica. No han podido determinarla, claro está; pero ambos han convenido de buen grado en que muestra indicios vehementes de ser una euforbiácea.

¿Género y especie? Ya lo veremos más adelante.

Pero mi preocupación sobre el jazmín magno aumenta en proporción de sus grandes hojas. Voy a Posadas, a la Escuela de Agricultura, de donde procede mi ejemplar. Veo perfectamente la planta madre; mas en ausencia del director, no hallo quien la determine con exactitud.

¿Qué hacer? Torno en casa a releer los tratados que puedan sugerirme alguna luz. La denominación «jazmín magno» me es inútil como base; nombre circunstancial o puramente local, como es el caso con la estrella federal, a través de cuya designación rosista no se entrevé por cierto a la
poinsetia pulquerrima

Grüner y Ogloblin ríen de mi obsesión.

—¿Qué puede ser su planta? —dice el primero—. Ya lo sabremos cuando florezca. Y cabe anotar de paso —agrega— que tiene usted otras esencias cuya determinación no le preocupa hasta este punto.

—Puede ser —concedo—. Lo cierto es que yo mismo no sé a qué atribuir mi ansiosa obsesión por esta planta. Es algo más fuerte que yo.

Y tan fuerte, en realidad, que hubiera llegado a soñar con aquélla si la Providencia no viene en mi ayuda en forma de diario o revista ilustrada en cuyas páginas se elogian los árboles de la ciudad de Paraná. Y leo allí, con la sobreexcitación que es de suponerse:

«Espléndido jazmín magno o manga (
plumeria rubra
)…»

¡Por fin! ¡Podía ya dormir tranquilo por el resto de mis días! Corro a mi enciclopedia y el nombre técnico me da la clave de cuanto deseo saber.

Trátase, en efecto, de una especie del género
plumeria
, familia de las apociáceas (hoy creo que ésta se halla incluida en las solenáceas), al cual pertenece la especie
plumeria rubra
, mi jazmín magno. Procede de las Antillas, donde fue descubierta por el botánico Plumier, cuyo nombre lleva. Sus flores en corimbo son de una belleza y perfume extraordinarios.

Tenía, pues, razón mi vecino de antaño. Vuelo enseguida en automóvil a la Estación Experimental de Loreto, donde a falta de Grüner, hoy al frente de los viveros de Nahuel Huapi, hallo a Ogloblin.

—¡Eureka! —le grito—.
¡Plumeria rubra!

Ogloblin ríe; ha comprendido perfectamente de lo que se trata.

—También me alegro yo —apoya—. ¿Está ya tranquilo?

—¡Ni por asomo! —respondo—. Ogloblin: ¿tiene usted la gran enciclopedia brasileña de Grüner?

—No; la llevó consigo. Pero tenemos en la Estación una enciclopedia inglesa bastante buena.

—Perfecto. Dígnese leerme cuanto halle sobre mi planta.

Y Ogloblin lee:

—«
Plumeria, plumiera o plumiria
… género de la familia de los apocináceas… etcétera».

—Pero ¿mi especie? —pregunto—. ¡Léame, por favor!

—Aquí está; la primera de todas: «
Plumeria rubra
, llamada también
Frangipane
…»

¡Ah! ¡Instantáneamente comprendí los oscuros motivos que me habían llevado a ciegas, como se lleva a un ser inconsciente de la mano, a agitar mis horas tras el nombre de una planta ecuatorial!

¡Frangipane! Desde el fondo de cuarenta o cincuenta años, una criatura surgía, llorosa y feliz a la magia de ese nombre. Volví lentamente a casa, cuando comenzaba el crepúsculo. La tarde agonizaba en altísima y celeste claridad. Lentamente, por la carretera que ascendía las lomas, entraba en el bosque, proseguía sobre el puente del Yabebirí, el coche llevaba consigo, más como pasajero que como conductor, a un hombre de sienes ya plateadas, dulcemente embriagado por los recuerdos de su lejana infancia.

La tragedia de los ananás
[2]

Cuando Glieb Grüner, botánico de la Estación Experimental de Loreto, en Misiones, abandonó el instituto, me puso ante un lote de quince o veinte plantitas, cada cual en su respectiva maceta.

—Le confío estas esencias —me dijo—, pues nadie las va a cuidar como usted. Todas son tropicales, o poco les falta. Usted tiene en su meseta dos grados más que nosotros, y con un poco de atención en las noches de helada, va a lograr lo que aquí nunca hubiéramos conseguido. Lástima —añadió sacudiendo la cabeza ante un par de matitas espinosas— que va a perder estos ananás de Pernambuco, que eran mi esperanza.

—¿Por qué se van a perder? —objeté—. ¿Por el frío? No se van a helar.

—Sí, se helarán —repitió.

—No se van a helar —insistí yo.

Grüner sonrió, sacudiendo de nuevo la cabeza.

—Usted sabe tan bien como yo —dijo— que éste es un país casi tropical, que estamos bajo el paralelo 27 y tantos, y que apenas deberíamos sufrir de heladas. Pero tampoco ignora que las bajas invernales de esta Estación no tienen nada que envidiar a las del sur de la provincia de Buenos Aires, y con seguridad me quedo corto. Ustedes están mejor defendidos en San Ignacio. Pero aquí o allá, mis ananás se helarán a pesar de sus cuidados. ¿Los quiere?

—¡Claro que sí! Y en comprobación de lo que he dicho, le mandaré los primeros frutos.

—No valdrán nada esas primeras piñas —rió Grüner—. ¡Quién sabe! —añadió tendiéndome la mano—. El mundo es chico, y de Nahuel Huapi aquí no hay gran distancia. Tal vez nos veamos pronto.

—¡Ojalá! —asentí, estrechando su mano con la amistad y vigor debidos.

Y acondicionando en forma las 18 macetas en el coche, retorné a casa.

La pérdida de Glieb Grüner era muy valiosa para mí. No creo que vuelva a conocer un naturalista de entusiasmo más ardiente que el suyo. En su honor, en el de Ogloblin y en el mío propio, debía yo velar por el inapreciable legado.

El destino de algunas de estas plantas fue totalmente miserable. Otras arrastraron meses y meses una vida precaria, soportando no sé cómo los sufrimientos impuestos por un diametral cambio de tierra, y otras —los calistemos, sobre todo— hallaron en la árida arena de mi meseta los elementos natales para una fulgente prosperidad que hoy día constituye el orgullo mío y del país.

Todo esto, sin embargo, fue una leve tarea en comparación con la lucha que debí entablar para sostener, acariciar y exaltar al fin la débil existencia de mis ananás.

En verdad, aunque apenas dotadas de dos o tres hojuelas violáceas, las plantitas parecían fuertes. ¡Mas tantas y tantas eran las ilusiones de Grüner, y tal mi ventura ante una dicha lograda por fin!

Toda mi vida he soñado con poseer ananás tropicales, sin núcleo fibroso ni acidez excesiva. Los frutos de la región, aunque muy perfumados, distan mucho de ostentar las calidades requeridas. Nunca, hasta entonces, había logrado poseer una sola plantita de abacaxi. Y he aquí que de golpe me veía poseedor de dos ananás de Pernambuco, fruta juzgada maravillosa por el viajero de Sergipe que había conservado sus retoños como oro en hojas, hoy en mi poder.

Ya la elección de la tierra para su plantación definitiva me llevó algún tiempo. Opté por fin por colocarlos a la linde del bananal, al comienzo de una línea de pozos preparados de antemano con suma prolijidad. Un plantador no debe nunca ser cogido de sorpresa. Hallábanse en verdad un poco expuestos al viento Sur. Pero ya salvaría yo el inconveniente.

No fue tan fácil salvarlos, sin embargo. En apariencia bastaba con cubrir las plantas con paja, lienzos, cualquier aislador semejante, al comienzo de las heladas. Mas mis ananás requerían otro tratamiento. Como organismos débiles debían recibir las caricias del sol sin perder un solo rayo. Pocas plantas, en efecto, exigen un promedio más alto de calor para su perfecta fructificación.

Medité largos días, perdí el sueño alguna vez, buscando entre los recursos de mi imaginación y mi taller el aislante necesario.

Hallelo por fin. Consistía aquél en varios aros de hierro armados con trozos de bambú. Los forré con anchas tiras de papel de diario encolado y pasado por bleck hirviente, con lo que conseguí dos gruesos y negros cilindros asentados en tierra, que recordaban extrañamente a morteros de batalla.

Estos morteros, perfectamente adheridos a la tierra muelle, podían cerrarse herméticamente con discos del mismo material al bleck.

Se comprende muy bien su utilidad. Día y noche, mientras la temperatura no pasara un límite peligroso, mis ananás estarían expuestos al ambiente natural; pero al menor anuncio de heladas, los discos caerían, prestando inmediatamente a las plantitas su hermética protección.

Tal aconteció. Durante mayo y junio enteros, los negros morteros permanecieron descubiertos. Creíamonos ya todos libres de heladas, cuando el 18 de julio el tiempo tormentoso aclaró bruscamente al atardecer en calma glacial. A las ocho de la noche el termómetro registró cinco grados a un metro del suelo. Mis observaciones de seis años consecutivos establecían una diferencia casi matemática de seis grados entre la temperatura ambiente a las veinte de la noche y las seis del día siguiente. Debíamos, pues, tener un grado bajo cero a esta hora. Vale decir, una ligera helada.

No fue así, sin embargo. Contra la experiencia mía, la del país, la del barómetro, la temperatura bajó a cuatro grados bajo cero; digamos seis o siete sobre la tierra.

Es esto demasiado para una zona subtropical. Perdí las poinsetias, la monstera, las papayas, la poinciana, los mangos, la palta, y no quiero recordar más. Los bananos se helaron hasta el pie.

Pero allá, en la linde del bananal aniquilado, mis abacaxis habían dormido dulcemente al abrigo de los negros morteros. Todo, en aquel contraste climatérico, me había engañado, como he dicho, menos el instinto de cobijar mis dos plantas desde los comienzos del temporal. Y allí estaban, húmedas y brillantes por el riego nocturno, sobrevivientes únicos de aquel desastre tropical.

Yo debía haber enviado a Grüner un telegrama sin comentarios: «Ananás salvados». No lo hice. En cambio, los comentarios los tuve de Ogloblin el día que atravesamos el bambuzal a contemplar mis dos pupilos.

—Muy bien —sonrió satisfecho—. Veo que nuestro amigo tenía razón en confiar en usted. Por lo demás, creo que este año deben de florecer.

—¡Ojalá! —exclamé más encendido de esperanzas que el mismo sol de agosto que enardecía el renacer pujante de mis abacaxis.

¡Frutas ese mismo año! Hice mil votos para que Ogloblin no se equivocara, como así aconteció.

A fines de septiembre las dos ya robustas plantas florecieron en magníficos rosetones crema que día tras día, mes tras mes, prosiguieron bajo el ardiente sol de estío su proceso frutal.

Son de imaginarse los cuidados —paternales, maternales, todo en uno— que prodigué a mis plantas a lo largo de esa estación. Ogloblin lo sabe. Nadie como él conoce mi estado de ánimo cuando una esencia, una sola perdida semilla llega a ocupar el norte magnético de mi entusiasmo forestal.

Todo llega. Mayo llegó por fin. Las frutas doradas comenzaban ya a exhalar vago perfume. Procedí a cortar ambas piñas y las deposité cuidadosamente como regias coronas —lo eran— en un lecho de espartillo bien seco y mullido.

Aquí comienza la tragedia. La nena trajo de la escuela a casa la gripe reinante. Cayó enferma su madre. Caí yo. Una y otra se repusieron rápidamente; yo demoré más. Perdí el olfato por largos días. Y lo que es peor, perdí totalmente el gusto. Cuanto llevaba a la boca tenía la misma profunda y sosa insipidez. La reacción de las papilas era la misma ante cualquier sustancia: una repugnancia bucal en que iba a morir con igual sinsabor nauseoso la sensación del aceite, del vinagre, de la leche, del agua…

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