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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (2 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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No obstante, el cabo al que se mantenía unido no daba más de sí, por lo que tuvo que seguir nadando entre dos aguas hasta que, con la primera claridad del día, un hambriento tiburón que vagabundeaba por los alrededores la eligió como suculento desayuno.

Sin duda aquélla no había sido su noche.

Aunque sí fue, probablemente, la peor noche en la vida del causante de todas sus desgracias.

El insoportable dolor, que le llegaba desde el nacimiento del cuello hasta los pies con especial incidencia en el brazo, mantenía al gomero tendido boca abajo, incapaz de moverse, semiinconsciente a ratos y a ratos totalmente fuera de este mundo, juguete de un millón de pesadillas que correteaban por su mente como una jauría de perros rabiosos.

Colores, docenas de brillantes colores de una variedad como nunca había visto en la realidad, estallaban de continuo en su cerebro al igual que un castillo de fuegos artificiales que se elevaran para chocar irremisiblemente contra las paredes de su cráneo. Sentía que se ahogaba, pero cada vez que abría la boca en busca de aire fresco, lo único que conseguía era expulsar un chorro de amarillentos vómitos que le quemaban la garganta.

La muerte navegó a menos de una milla de distancia.

Andaba tras su pista, pero tal vez el hecho de que la luna se ocultara sumiendo el mar en profundas tinieblas la hizo desistir de su empeño, y quedó a la espera de ocasión más propicia.

Sabía por experiencia que pronto o tarde aquel a quien ahora perseguía acudiría en su busca.

El fugitivo, ¡tanta costumbre tenía el gomero Cienfuegos de huir de la muerte!, continuó tumbado sobre un lecho de vómitos y peces muertos, sin que ni siquiera el violento sol caribeño que le abrasaba la desnuda espalda lo obligara a reaccionar.

El activo veneno con que aquel maldito pez se defendía de sus enemigos o inmovilizaba a sus presas, corría libremente por sus venas, y tan solo el hecho de que se tratara de un hombre excepcionalmente corpulento, fuerte y saludable, impidió que acabara matándolo.

Cualquier otro, de menor envergadura o resistencia, no hubiera llegado vivo al mediodía.

Cienfuegos consiguió soportar el suplicio por más que fuese harto cruel y lacerante.

Era como si una corriente de plomo derretido fuera y viniera de su corazón a los riñones y de allí al hígado para ascenderle de improviso hasta el cerebro.

Aulló de insufrible dolor en cuatro o cinco ocasiones, pero la inmensidad del mar convirtió en inútiles sus quejas.

Estaba solo, ya que incluso los delfines se habían alejado tiempo atrás.

A los delfines les suelen gustar las naves veloces y la gente que canta.

Aborrecen los barcos al pairo y los lamentos.

En eso se parecen a los seres humanos.

Volvió la noche y volvió la luna.

Y con ella una suave brisa que llegaba del este.

La barca, sin nombre puesto que en la Escondida todo pertenecía a todos y por lo tanto nada necesitaba un nombre que la distinguiera del resto, comenzó a desplazarse lentamente dejando definitivamente atrás lo poco que se distinguía ya de las costas de Cuba.

Incluso un par de gaviotas que a la caída de la tarde habían acudido a picotear los ya hediondos dorados que se desparramaban por el fondo de la embarcación optaron por alzar el vuelo y regresar a sus nidos de tierra firme.

El herido gimió lastimeramente y acabó por hundirse de nuevo en un sopor que le mantenía alejado del resto del mundo.

Al tercer día, una corriente suave pero firme y constante se apoderó de la embarcación y comenzó a desplazarla hacia el nordeste.

Un enorme tiburón de alta aleta se aproximó para golpear con su fuerte cola el frágil casco de madera.

Pareció oler o presentir que al otro lado de las delgadas tablas se encontraba un apetitoso almuerzo, por lo que giró una y otra vez a su alrededor intentando encontrar la forma de satisfacer su hambre, pero al cabo de un par de horas se alejó de lo que se le debió de antojar una gigantesca tortuga de inabordable caparazón que dormitaba dejándose arrastrar por la corriente.

Probablemente aquel tiburón sabía mucho de corrientes porque la experiencia debía de haberle enseñado que las aguas que llegaban desde Europa y África cruzando la inmensidad del océano Atlántico penetraban en el mar Caribe por entre el rosario de islas de las Antillas, para acabar por concentrarse en el canal que separaba la isla de Cuba de la península del Yucatán.

Más tarde el inmenso y constante flujo bordeaba las costas mexicanas y norteamericanas, acababa dirigiéndose hacia el sur a todo lo largo de la península de La Florida y regresaba finalmente al océano y de allí a la lejana Europa.

El punto por el que el hambriento escualo merodeaba en aquellos momentos, el cuello de botella del noroeste de la isla de Cuba, constituía por tanto un lugar perfecto para permanecer tranquilamente al acecho de jugosas presas con las que saciar su insaciable apetito, pese a que en esta ocasión su paciencia no hubiera recibido premio alguno.

La barca siguió su camino, juguete de un mar tranquilo pero en continuo movimiento, y en su encharcado interior el hombre herido se mantuvo firme en sus ansias de conservar la vida, convencido de que alguien que había sabido enfrentarse a situaciones realmente difíciles no merecía caer víctima de un asqueroso pez, traidor y ponzoñoso.

Sus enemigos habían sido tantos y tan extraordinariamente poderosos, que una muerte a todas luces vulgar y anodina rayaba en los límites del ridículo.

Cienfuegos había logrado escapar al acoso del celoso y brutal capitán León de Luna y sus sanguinarios mastines, había atravesado en compañía del almirante Colón el «Océano Tenebroso» y descubierto un nuevo mundo, había sobrevivido a un naufragio y a la destrucción de un fuerte del que se convirtió en único superviviente, había resistido la esclavitud a manos de feroces caníbales, y había atravesado oscuras selvas, ardientes desiertos y heladas cordilleras de Tierra Firme en continuo enfrentamiento con tribus hostiles y fieras hambrientas.

Se trataba por tanto de un superviviente nato; un «hombre corcho» que siempre regresaba a la superficie por violenta que fuera la tormenta, y aun inconsciente como se encontraba no parecía dispuesto a permitir que una sucia bestezuela de los oscuros abismos consiguiera lo que nadie más había conseguido.

¡Pero era tan intenso el dolor!

¡Tan abrasador el fuego que circulaba hora tras hora por sus venas!

¡Tan violentas las luces que estallaban en su cerebro!

Los desgarrados aullidos se transformaron en un sordo y continuo lamento y un jadear semejante al de los grandes dorados cuando caían en el fondo de la barca, y ese agotador esfuerzo por mantenerse a toda costa a este lado de la raya lo fue extenuando hasta el punto de que al cuarto día ya no era más que un guiñapo incapaz de alargar la mano y apoderarse de uno de los odres de piel de oveja que siempre llevaba a bordo.

Por suerte comenzó a llover a media tarde y lo hizo con tal fuerza e intensidad que los gruesos goterones le hicieron daño en una espalda que había sido lacerada por el violento sol del trópico.

De un modo casi instintivo, puesto que para sobrevivir Cienfuegos ni siquiera necesitaba tener conciencia de lo que hacía, giró sobre sí mismo con el fin de permitir que el agua penetrara hasta el fondo de su garganta, lo cual contribuyó sin duda a que no acabara allí mismo su larga y agitada historia.

La persistente corriente del golfo continuó siendo dueña de la situación, jugueteó con la barca hasta aburrirse, y al fin se la entregó a unas largas y cadenciosas olas que batían contra la costa y que optaron por arrojarla contra un espeso manglar entre cuya vegetación quedó atrapada como una mosca en una tela de araña.

De inmediato, y atraídos por el excitante hedor a pescado podrido, docenas de enormes cangrejos treparon por las ramas y se dejaron caer sobre cuanto quedaba de los dorados que cubrían el fondo de la embarcación.

Sin embargo, algunos de ellos se decantaron por el novedoso manjar que significaba un cuerpo humano igualmente maloliente y cubierto de llagas, hasta el punto de que en realidad fueron los agresivos cangrejos los que consiguieron que Cienfuegos reaccionara.

No le resultó en absoluto agradable despertar para descubrirse pasto de docenas de pequeñas bestezuelas que lo observaban ansiosamente con sus saltones ojos, dispuestas a desgarrarle la carne con sus fuertes y afiladas pinzas.

A rastras, y utilizando las escasas fuerzas que aún le quedaban y que a cualquier otro no le hubieran bastado, el gomero consiguió escapar de la mortal trampa infestada de diminutos, despiadados y feroces enemigos, para acabar encaramándose a una rama que a duras penas soportaba su peso.

Aunque no consiguió llegar solo; media docena de hambrientos crustáceos de un color rojo violento continuaban aferrados a su carne, por lo que se vio obligado a arrancar las fuertes tenazas con el fin de ir arrojándolos al agua uno tras otro.

—¡La madre que os parió! —no pudo por menos que exclamar—. ¿Acaso me queréis devorar vivo?

Luego permaneció muy quieto, como un mono trepado en la cima de una acacia espinosa, tratando de descubrir qué parte de su cuerpo, o de su espíritu, no se encontraba lastimosamente maltratado.

No existía ni un solo centímetro de su piel que no apareciese lacerado, un músculo que no le doliese, ni un hueso que no amenazara con quebrársele.

Las deformes manos habían duplicado su tamaño, los hinchados párpados apenas le permitían la visión, y los labios no eran más que una costra alineada junto a otra costra semejante.

La mayoría de los incontables cadáveres que había visto a lo largo de su vida ofrecían bastante mejor aspecto.

Pero ningún cadáver respiraba, y el gomero Cienfuegos era de aquellos a los que les basta con poder respirar.

El resto se limitaba a una cuestión de fuerza de voluntad.

Se necesitaba tenerle mucho apego a la vida para conseguir mantenerse tres largos días con sus correspondientes noches en inestable equilibrio sobre las frágiles ramas de un manglar, pero la vida era cuanto en aquellos momentos poseía Cienfuegos, por lo que, armado con una de esas ramas, se dedicaba a derribar con secos golpes a los insistentes cangrejos que parecían haber tomado una especial afición a su tumefacta carne, razón por la que no cesaban de intentar ascender una y otra vez hasta el precario refugio en que se encontraba encaramado.

Con la subida de la marea, los rojos crustáceos desaparecían en lo más profundo de sus madrigueras enterrándose en el fango u ocultándose bajo las rocas, temerosos de convertirse en presa de los innumerables peces que llegaban con unas aguas que lo inundaban todo hasta casi un metro de altura, y ésas eran las únicas horas durante las cuales el agotado canario conseguía descansar cerrando los ojos y permitiendo que un sueño reparador le devolviera poco a poco las fuerzas.

No obstante, durante la noche un frío viento que llegaba del norte lo hacía tiritar hasta que los dientes le castañeteaban, por lo que se veía obligado a permanecer despierto, golpeándose las piernas y los brazos con las palmas de las manos y sin poder evitar preguntarse en qué situación más difícil que aquélla podría haberse encontrado alguna vez un ser humano.

Lejos de su casa y su familia, en un lugar perdido y absolutamente desconocido, semidesnudo, hambriento, herido, enfermo y sin tan siquiera suelo firme sobre el que pisar, entumecido y acosado por el hambre, el frío y miríadas de pequeños pero irreductibles enemigos decididos a no dejar de él más que los huesos, había llegado sin duda al límite de la resistencia humana.

—Lo único que me faltaba es haberme quedado embarazado… —masculló para sus adentros en un esfuerzo por mantener el humor y la fe en sí mismo y en su capacidad de hacer frente a las desdichas—. ¿Qué más puede ocurrir?

Que lloviera a mares.

Y la tercera noche llovió a mares.

No se trató de un esporádico chaparrón tropical a los que tan acostumbrado estaba en la Escondida, donde el agua caía por lo general cálida y gratificante; fue por el contrario una espesa cortina de una lluvia agresiva y furibunda, que llegaba empujada por fuertes rachas de un viento helado que aullaba entre las ramas sacudiéndolas como si su mayor deseo se centrara en arrojarlo de una vez por todas al suelo con el fin de dejarlo a merced del ejército de cangrejos.

Tentado estuvo de darse por vencido admitiendo que las fuerzas de la naturaleza serían siempre superiores a la capacidad de resistencia del ser humano, pero le vino a la mente el recuerdo de sus dos esposas, la rubia alemana Ingrid y la morena indígena Araya, a las que amaba por igual, y de sus seis hijos, que sin duda lo necesitaban para poder seguir creciendo en libertad en una isla que estaba comenzando a convertir en una antesala del paraíso.

De no haber sido por un desgraciado pez ponzoñoso, se encontraría en aquellos momentos sentado en el porche de su hermosa cabaña, concluyendo de cenar y dispuesto a contar una vez más a cuantos cada noche se lo suplicaban, el apasionante relato de cómo había viajado en la carabela
Santa María
a las órdenes del mismísimo almirante don Cristóbal Colón, cómo había aprendido a leer de la mano del cartógrafo mayor del reino, el genial y entrañable Juan de la Cosa, que lo trató como a un hijo, y cómo había sido de los primeros en otear el horizonte cuando el estrafalario y siempre sonriente Rodrigo de Triana gritó a voz en cuello desde lo alto de la cofa:

—¡Tierra a la vista!

A sus hijos y a los amigos de sus hijos les encantaba sentarse a su alrededor mientras encendía un grueso cigarro y repetía por enésima vez el horror y el asombro que sintió el día en que un grupo de indígenas cubanos le invitaron a cenar por primera vez sopa de gusanos e iguana a la brasa, y a continuación comenzaron a echar humo por las narices como si se tratara de auténticos dragones.

—¡Y lo peor del caso es que me pedían que los imitara! —exclamaba como si la sola idea se le antojara inconcebible—. Si no quería ofenderles, lo cual tal vez me hubiera costado la vida, tenía que comerme la sopa sin demostrar repugnancia, fingir que me encantaba el estofado de rabo de iguana, y aceptar que me metieran en la boca un rollo de unas hojas secas que nunca había visto antes y le prendieran fuego. ¡Qué noche, madre! ¡Qué borrachera y qué noche!

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