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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (7 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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Abundaban, eso sí, los anchos ríos y las extensas lagunas ricas en peces, en cuyas orillas solía tropezarse con liebres y pequeños venados a los que a menudo abatía de un certero disparo de una ballesta antaño herrumbrosa que ya se había preocupado por lijar con sumo cuidado, dejándola limpia y reluciente.

Por lo general eran los lugares más frescos y agradables de la inmensa llanura, a cuyas orillas crecían frondosos árboles que proporcionaban la única sombra en millas a la redonda y de los que colgaban innumerables panales de abejas rebosantes de apetitosa miel, pero muy pronto descubrió que no resultaba en absoluto saludable acampar demasiado cerca del agua ya que, cuando menos se lo esperaba, surgía de sus profundidades un enorme caimán dispuesto a arrancarle una pierna.

Al observarlos, con sus malignos ojillos acechándolo a ras de la superficie, no podía menos que recordar la primera vez que se había tropezado con ellos, allá en Venezuela, y que en su ignorancia los había tomado por lagartijas gigantes.

Le venía entonces de inmediato a la mente el recuerdo del diminuto Papepac, junto al que había vivido divertidas aventuras y momentos en verdad maravillosos.

—¡Dios, qué viejo soy!

En realidad, el canario contaba entonces poco menos de treinta y cinco años, pero eran tantas las experiencias que había acumulado a lo largo de ese tiempo, que hasta cierto punto tenía razón al considerar que podía haber vivido perfectamente un siglo.

Dejando a un lado la obsesionante monotonía del paisaje, lo que más llamaba su atención era el hecho de no advertir rastro alguno de presencia humana, pese a que resultaba evidente que aquélla era una tierra que podría haber alimentado sin el menor problema a millones de personas.

Pero lo más sorprendente era la increíble proliferación de una especie de ardilla de cola corta que vivía a ras de tierra y que se ocultaba en profundas cuevas. Mucho más tarde averiguaría que los nativos solían comerlas asadas a fuego lento, y que las denominaban perrillos de la pradera, de los que por aquel tiempo se calcula que existían en las grandes llanuras del Medio Oeste más de cuatrocientos millones de ejemplares.

Cada mañana emprendía la marcha confiando en encontrarse con alguien, amigo o enemigo, y cada noche se tumbaba entre la alta hierba a observar las estrellas preguntándose si por un capricho más del destino había pasado a convertirse en el último ser humano del planeta.

Era la mayor altura que había alcanzado a distinguir desde que había abandonado la costa, y, aunque no superaba los cien metros en suave y casi imperceptible ascenso, corrió hacia ella abrigando la esperanza de que desde su «cima» quizás alcanzaría a otear un horizonte diferente.

Al aproximarse advirtió no obstante que algo destacaba en su cumbre, y poco después comprendió que se trataba de una rústica cruz.

El corazón le dio un vuelco.

Aunque no pudiera considerarse a sí mismo un auténtico creyente, el símbolo de la cruz sería siempre, y dondequiera que se encontrase, la señal inequívoca de que allí estaba el mundo en que había nacido y se había criado.

Donde se implantaba una cruz tenía que haber cristianos.

Pero se trataba por desgracia de un único cristiano. Y por si fuera poco estaba muerto.

Asdrúbal Dorantes

Cádiz 1485 - Bímini 1509

Allí descansaba, pues, un pobre iluso que había abandonado este mundo en plena juventud y —por lo que se podía deducir de su tumba— convencido de que había llegado a la isla en la que se encontraba la maravillosa Fuente de la Eterna Juventud.

De nuevo le vino a la mente el viejo dicho:

Quien busca Bímini

eternamente joven será

porque joven morirá

y joven permanecerá

por toda la eternidad.

Asdrúbal Dorantes, quienquiera que fuese, había exhalado el último suspiro a los veinticuatro años persiguiendo el sueño de continuar teniendo siempre veinticuatro años.

Pero sin duda no esperaba tenerlos a dos metros bajo tierra.

—Si algún día regreso a Santo Domingo le cortaré el cuello al hijo de puta de Melquíades Corrales —le prometió al difunto—. Lo juro sobre tu tumba y si no lo cumplo te autorizo a que acudas a recordármelo todas las noches.

Rezó cuanto sabía, que no era mucho, y como caía la tarde decidió pasar la noche en compañía de un compatriota pese a que estuviera muerto, confiando en que tal vez desde el otro mundo pudiera echarle una mano señalándole el mejor modo de regresar a casa.

—Lejos has ido a parar tú de la tuya… —musitó al poco como si el malogrado Dorantes pudiera oírle—. Nunca he sabido dónde queda exactamente Cádiz, pero imagino que está en la península, y por lo tanto más allá de la Gomera. Si contamos desde aquí, naturalmente.

Eran tantos los muchachos que había visto llegar al Nuevo Mundo en busca de una vida mejor, que a menudo se preguntaba cuánta miseria y cuántas vejaciones tenían que haber sufrido para verse empujados a tomar la decisión de abandonar sus raíces y a los seres queridos con el fin de conseguir un futuro más digno.

—¿Acaso no tenías una madre que te consolara en los momentos difíciles, o una muchacha que hiciera saltar tu corazón al verla? —le preguntó a su silencioso vecino, como si pudiera obtener algún tipo de respuesta—. ¿Acaso no tenías hermanos o amigos que te hicieran desistir de tamaña locura?

El canario sabía por experiencia que el hambre nunca había sido buena consejera a la hora de tomar decisiones o de emprender un largo viaje. Cuando el hambre arreciaba, la mente no razonaba con claridad y se corría el riesgo de acabar, como el infeliz Asdrúbal Dorantes, en la cima de una minúscula colina en mitad de la nada.

Y es que aquella tierra infinita era la nada.

Un desierto de hierba sin la belleza de las altas dunas de arena; un mar petrificado sin la magia de las olas; una línea recta que acababa por convertirse en la distancia más larga entre dos puntos.

No parecía que hubiera puntos de los que partir o a los que llegar, y la única referencia que había encontrado en tantos días de caminar sin descanso era aquella tosca cruz sobre una tumba.

¿De qué podría haber muerto su dueño?

De hambre no, desde luego, ni tampoco de agotamiento por muy rápida que hubiera sido su marcha a través de la llanura.

Tal vez había llegado allí enfermo o había sufrido el ataque de un salvaje, aunque lo más probable, visto el lugar, era que hubiera sido víctima de una de las incontables serpientes que anidaban entre la espesa maleza.

Aquél constituía sin duda alguna el principal peligro de una extensa llanura que parecía haberse convertido en la residencia habitual de miles de crótalos que permanecían ocultos entre la alta hierba al acecho de una distraída víctima.

Cienfuegos los odiaba.

A su modo de ver, todo ser humano en su sano juicio debía odiarlos dado que constituían la antítesis por excelencia de su especie: rastreros, silenciosos y traicioneros, su principal arma, el veneno, era sin duda alguna el arma de los traidores que no se sentían capaces de dar la cara al enemigo.

Por su culpa, por la soledad y por la lejanía de su hogar, aborrecía con toda su alma aquellas tierras en las que se sentía tan extraño como si lo hubieran trasladado a otro planeta.

¿Cómo podía existir un lugar en el mundo en que por mucho que se avanzara, nunca se distinguiera ni tan siquiera una montaña en la distancia?

¿Por qué la naturaleza era tan caprichosa como para colocar en una isla tan diminuta como la Gomera docenas de riscos y acantilados, mientras que en tanto terreno abierto no se veía ni una miserable roca que sirviera de punto de referencia?

El simple hecho de buscar cuatro piedras con las que abrigar un fuego sobre el que colocar la cacerola se convertía en una labor imposible, por lo que en más de una ocasión se vio obligado a asar un perrillo de las praderas clavado en un machete que tenía que mantener a pulso sobre la hoguera.

¡País de locos!

¡Ni de locos…!

Durmió con la cabeza apoyada sobre la tierra del túmulo de la tumba de aquel amigo que nunca había conocido, pero si por casualidad esperaba que acudiera a visitarlo en mitad de la noche sufrió una decepción porque los únicos que hicieron acto de presencia fueron una familia de escandalosos coyotes que se dedicaron a aullar durante horas.

Al amanecer lo despertó un viento helado y, cuando lanzó una ojeada hacia el punto al que pensaba encaminarse, le sorprendió descubrir que allá a lo lejos, a casi dos millas de distancia, la monótona llanura, por lo general verdosa o amarillenta, había cambiado de color y en aquellos momentos aparecía de un marrón oscuro hasta donde alcanzaba la vista.

Por más que rebuscó en su memoria no pudo recordar haber encontrado jamás en su camino unas plantas de semejante tonalidad, y menos aún que maduraran de golpe y a una de la noche a la mañana.

Desayunó sin prisas porque al fin y al cabo lo mismo daba iniciar la aburrida marcha a una hora que a otra, y permaneció luego un largo rato tumbado al sol esperando a que se le calentara la sangre.

Cuando al fin decidió emprender la marcha descubrió, perplejo, que la mancha de hierba marrón había avanzado de forma visible en la dirección en que se encontraba.

Aguzó la vista, y tras un largo rato de observar atentamente, llegó a la conclusión de que la mancha continuaba aproximándose a todo lo largo del horizonte.

¡País de locos!

¿Qué podría ser aquella masa informe que se movía como si estuviera dotada de vida?

¿Agua quizás?

Por unos instantes aceptó la idea de que se trataba de una gigantesca extensión de agua oscura, tal vez de denso fango proveniente de un sucio lago desbordado, pero al poco rato rechazó semejante posibilidad para acabar por aceptar la casi increíble realidad de que lo que avanzaba hacia él era un ejército de enormes bestias que pastaban mansamente la alta hierba.

Miles, ¡tal vez millones!, de altos bueyes gibosos de cortas pero poderosas cornamentas, los animales más grandes e impresionantes a que se hubiera enfrentado nunca.

Permaneció donde se encontraba, tan clavado al suelo como la cruz que marcaba el punto donde habían enterrado al infeliz Dorantes, incapaz de reaccionar puesto que el espectáculo al que estaba asistiendo superaba todo lo imaginable.

¡País de locos!

No tardó en llegar a la conclusión de que le resultaba imposible continuar su avance en dirección norte; no existía forma humana de atravesar por entre una gigantesca manada de enormes «vacas» que lo cornearían sin remedio, o que incluso sin necesidad de atacarlo lo aplastarían hasta dejarlo convertido en una masa informe de la que los coyotes y los lobos acabarían por dar buena cuenta.

Tampoco era cuestión de quedarse allí, aguardando a que le pasaran por encima, por lo que, tras estudiar largo rato su inquietante situación, observando con sumo cuidado los lentos movimientos de los rumiantes, optó por desviarse hacia el noroeste, que era sin duda el punto que al parecer ofrecía una oportunidad más clara a la hora de eludir tan desigual enfrentamiento.

Comenzó a desplazarse casi a cuatro patas, alzando tan solo de vez en cuando la cabeza con el fin de echar una ojeada en un intento de confirmar la evolución de la impresionante marea de carne, puesto que no tenía ni la más remota idea de cómo podrían reaccionar aquellas bestias de darse el caso de que descubrieran su presencia.

Herbívoros a todas luces, entraba dentro de la lógica más elemental que en caso de no sentirse amenazados ni tan siquiera le dedicaran una simple ojeada, pero la prudencia, ¡siempre la bendita prudencia!, le dictaba una vez más que resultaba preferible no tentar a la suerte.

Y una vez más quedó patente que la prudencia sería siempre su mejor compañera de viaje, puesto que, además de impedir que los bisontes lo descubrieran, le evitó enfrentarse a un enemigo realmente peligroso.

Y es que en uno de aquellos escasos momentos en los que alzó la cabeza con objeto de orientarse y comprobar que se iba alejando de la manada advirtió, sorprendido, que no era el único ser humano sobre la llanura.

Una veintena de sigilosos guerreros armados con fuertes arcos de casi dos metros de altura se deslizaban como sombras por entre los árboles que se alzaban a la orilla de una pequeña laguna, acechando a los miles de animales que se iban aproximando a ellos ajenos al peligro que corrían.

Los indígenas le daban la espalda y, como su única preocupación parecía centrarse en las evoluciones de la manada, no volvieron ni tan siquiera una vez el rostro, por lo que pudo observarlos con absoluta tranquilidad.

Por lo que podía distinguir a tanta distancia eran mucho más parecidos a los guerreros con los que se había cruzado a la orilla del mar, que a los nativos de las islas caribeñas, más altos, más fuertes y de un color más claro, aunque evidentemente cobrizos.

La mayoría vestían una especie de calzón de cuero de venado y una gran capa de piel de bisonte, e incluso un par de ellos se cubrían con sus cornamentas como si pretendieran hacerse pasar por cornudos rumiantes.

El gomero aún no podía saberlo, pero pertenecían a la poderosa tribu de los dakota, una rama de la numerosa familia de los sioux, que se habían convertido con el paso del tiempo en los auténticos dueños de las extensas llanuras que se extendían desde la margen izquierda del río Mississippi, al este, hasta las Montañas Rocosas, al oeste, y desde los Grandes Lagos del norte hasta casi la orilla del mar, al sur.

Los bisontes —que, por lo que resultaba evidente, proliferaban en sus territorios como las sardinas en el océano— constituían su principal fuente de subsistencia dado que se alimentaban de su excelente carne y sus gruesas pieles les servían tanto para abrigarse como para construir sus viviendas.

Nómadas la mayor parte del año, los dakota andaban siempre en pos de unas manadas de las que se limitaban a obtener lo que necesitaban en el momento, conscientes de que cada animal que matasen sin necesidad significaba diez animales menos al cabo de unos años.

Sus rígidas leyes les prohibían atacar a una hembra a no ser que corrieran serio peligro de morir de hambre, y, pese a que conocieran ciertos tipos de agricultura y apreciaran mucho el maíz, se negaban a cultivar las extensas praderas, considerando que los pastizales eran el reino de los bisontes, y ya que tanto obtenían de ellos debían respetar su fuente de alimentos.

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