Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
Marco Aurelio, de quien hemos citado admirables reflexiones, también fue un perseguidor de cristianos. El emperador Decio, en el año 250, mandó expedir certificados de apostasía (
Libelli
). Los apóstatas (
lapsi
) fueron numerosos.
Planteémonos la cuestión: ¿por qué Roma persiguió el cristianismo? Recordemos que los romanos (siguiendo el ejemplo de Alejandro el Grande) se consideraban muy tolerantes con las religiones. Aunque habían destruido Jerusalén bajo el imperio de Tito y expulsado a los judíos de Palestina bajo el mandato de Adriano, no fue en ningún caso por razones religiosas, sino por puras razones políticas: Israel se había levantado contra Roma y quería su independencia. El problema se solucionó con el exilio y las comunidades de la diáspora nunca fueron acosadas. El más bello monumento de Roma, aún intacto, es un templo «a todos los dioses»: el Panteón.
Por lo tanto, el cristianismo nunca fue perseguido por Roma debido a su teología. Lo fue a causa de sus ideas subversivas.
En primer lugar, el laicismo. Cuando Jesús separó la religión de la política (a Dios del César), los cristianos, que se consideraban —a imagen del apóstol Pablo— buenos ciudadanos, se negaron a rendir culto al emperador. Y ese culto al «divino César» era el fundamento ideológico del Imperio. Sobre este punto trataron Trajano y Plinio.
Luego estaba la posición de la mujer. Ya lo hemos dicho, Jesús fue el más feminista de los hombres de religión. Él inventó —ya los profetas precedentes lo habían aconsejado— la igualdad entre hombres y mujeres.
Aunque las Iglesias cristianas se hayan vuelto misóginas, aún queda algo de esto. Para darse cuenta de ello, basta con viajar a los países que no hayan sido marcados por el cristianismo. En todas partes se domina y desprecia a la mujer. En la India se quemaba a las viudas. En China, los aldeanos todavía matan a los recién nacidos de sexo femenino. Todas las religiones tradicionales encierran a la mujer. Éste era el caso de Grecia con sus gineceos, y de los latinos. Aunque las hijas de los notables en Roma eran educadas y desvergonzadas, cuando los cristianos se reunían juntos, hombres y mujeres, a los romanos les parecía pornográfico.
Y por último, la cuestión de la esclavitud. Ésta era particularmente grave, puesto que toda la sociedad romana descansaba sobre la esclavitud. Sin embargo, los responsables cristianos se mostraron muy prudentes respecto a este tema. Ellos ya practicaban la casuística: en principio todos los hombres son iguales, pero en la práctica, los esclavos tenían que seguir sirviendo a sus amos (esto aparece en las epístolas de Pablo). No obstante, el principio mismo de igualdad universal era impensable para los romanos. Decir que los esclavos eran seres humanos igual que sus amos socavaba los fundamentos del orden social. La Declaración Universal de Derechos Humanos, escrita mucho más tarde y por no creyentes, en nombre de la Revolución francesa, no hubiera sido posible fuera de un contexto cristiano. Los brahmanes del sistema de castas, consideran, aún hoy, que los hombres no sabrían ser todos iguales. Los romanos pensaban igual.
Sin embargo, desde Tertuliano se sabe que «la sangre de los mártires es una simiente de cristianos». Para lograr el éxito, una persecución tiene que ser un genocidio; si no, conduce al resultado inverso del que busca el perseguidor.
Hacia el año 300, los cristianos se habían hecho tan numerosos, incluso en las filas de los oficiales de las legiones (véase la historia de san Martín que comparte su abrigo), que el emperador Constantino, por medio del edicto de Milán (313), creyó hábil promulgar una ley de tolerancia y simular haberse unido él mismo a la nueva religión. En 320, Constantino fundó a orillas del Bósforo la ciudad que llevó su nombre hasta el siglo XX, Constantinopla, y allí transfirió la capital.
El primer emperador cristiano de verdad fue Teodosio (379-395). Durante una estancia en Milán, Ambrosio, el obispo de la ciudad, lo excomulgó por haber ordenado la masacre de siete mil habitantes de la Tesalónica insurrecta. Se sometió e hizo penitencia. Por primera vez, el Estado romano se inclinaba ante el cristianismo, y la crueldad del Estado ante los derechos de las personas.
Teodosio realizó otro acto de grandes consecuencias: en 395, dividió el Imperio entre Oriente y Occidente por motivos de descentralización. Nunca se reparará esta separación. Aún en la actualidad, subsiste la línea de fractura precisamente en Sarajevo, en Bosnia. Al oeste, las personas son latinas y utilizan el alfabeto latino; al este, son orientales y utilizan el alfabeto cirílico. Sobre esta frontera, en donde persiste una zona de gran fragilidad, a menudo se vivirán dramas. (La guerra de Bosnia es la última, pero la de 1914-1918 estalló precisamente en Sarajevo.)
De este modo, el Imperio terminó por hacerse cristiano.
Y al hacerlo tal vez perdió su alma, su virtus. El cristianismo, probablemente, reblandeció Roma.
Sin embargo, el Imperio fue un lugar de formidables mutaciones.
El espíritu griego estaba encerrado en la ciudad, y el espíritu judío giraba alrededor del Templo. Roma expandió uno y otro por todo el mundo. El Imperio fue una síntesis entre la civilización griega y el genio semita, entre Sócrates el ateniense y Jesús el nazareno.
Y además, las ideas romanas estaban obsoletas. El cristianismo, lleno de juventud y creatividad, iba a asumir la herencia del viejo mundo. Por otra parte, se empezó de una manera progresiva a contar los años a partir de Jesucristo, mientras que los romanos los contaban partiendo de la fundación de Roma. Bien es verdad que sobrevivieron otros cómputos (en China, en Japón, entre los judíos) y se inventarán otros más (el calendario musulmán), pero en la actualidad, la cuenta cristiana es el calendario universal.
D
ESDE EL
principio del tiempo histórico, el progreso de la humanidad había sido continuado. El ser humano no había cambiado, pero con Sócrates, Jesús y las ciencias chinas y griegas, el mundo había «progresado»; esta noción no implica juicio de valor alguno. De manera sucesiva habían aparecido el alfabeto, la geometría, la filosofía, el derecho romano y, por fin, la ternura evangélica.
Pero, en el año 410 de nuestra era, se produjo un increíble acontecimiento.
Los bárbaros tomaron Roma.
La caída de Roma abrió un terrorífico período histórico que va a durar seis siglos.
Hay que comprender que lo que nosotros llamamos Edad Media no empieza hasta el año 1000. Los especialistas dan como fecha de referencia la de la coronación del rey de Francia, Hugo Capeto, en 987. Para referirse a una regresión, a menudo se dice que «se vuelve a la Edad Media». Es una estupidez. La Edad Media son las catedrales, el poder y la gloria. En ese caso, lo mejor sería mencionar la época merovingia, en la que indolentes reyes reinaban sobre tribus dispersas.
De hecho, si se lanza una mirada sobre París, entre 410 y 987, no hay gran cosa. Nada entre las termas de Cluny y las primeras abadías. Durante seis siglos, allí no se construyó ni un monumento, ni una escuela, ni un lugar de culto.
Hasta el siglo X se podría pensar que había desaparecido toda civilización; afirmación apenas exagerada. El Imperio se había venido abajo.
Pero no en todas partes. Aún subsistía en los Balcanes y en Anatolia, alrededor de Constantinopla. A esta supervivencia oriental del Imperio se la conoce con el nombre de Imperio «bizantino» para diferenciarlo de la Antigüedad propiamente dicha. Sin embargo, los bizantinos, conscientes de la continuidad histórica, se llamaban a sí mismos «romanos». «Romano» también fue el nombre de algunos de sus emperadores. Este Imperio será grande: basta con recordar a Justiniano (527-565), recopilador de leyes (el Código Justiniano) y constructor de la admirable cúpula de la basílica de Santa Sofía (su arquitecto fue Antemio de Tralles); a Romano Lecapeno (920-944), o al terrible Basilio II el Bulgaróctono («asesino de búlgaros») (958-1025).
El Imperio bizantino durará hasta las invasiones turcas del siglo XV. Pero, al margen del mundo egeo, que ese imperio protegió, una ola de barbarie arrasó con todo. Hasta China engulleron los nómadas en aquella época: los «dieciséis reinos de los cinco bárbaros».
La expresión «invasiones bárbaras» sugiere la avalancha de innumerables guerreros «con el cuchillo entre los dientes». Romanos y chinos llamaban «bárbaros» a todos aquellos que vivían más allá del
limes
o de la Gran Muralla. En realidad no eran muy numerosos, sólo unas tribus de cazadores y sobre todo criadores de ganado que se desplazaban del Báltico hasta Mongolia por la gran estepa euroasiática.
Los hunos, de raza amarilla, en pleno avance hacia Occidente, provocaron con su ardor movimientos en cadena. Todo el mundo recuerda el nombre del más famoso de sus jefes: Atila (395-453). Los hunos son la explicación de los nombres y los rasgos asiáticos de un cierto grupo de europeos: húngaros, búlgaros, algunos rusos (también Lenin tenía los ojos rasgados). Los «gitanos» son algo distintos: no son guerreros, sino unos sin casta llegados de la India y que siempre vivieron en simbiosis dentro del seno de las sociedades agrícolas.
Roma había sabido contener a esas tribus durante siglos. Por otra parte, los bárbaros estaban fascinados con ella. Al no poder conquistarla, emigraban allí. En el siglo IV se enrolaban en el ejército romano, en donde se convertían en excelentes defensores del Imperio.
¿Por qué entonces sobrevino la catástrofe de 410? Extraordinario acontecimiento que causó una honda impresión en san Agustín. Roma, en efecto, no había sido conquistada desde la antigua irrupción de los galos, ocho siglos antes.
Hay que entender que en aquella época la superioridad militar de los «civilizados» se debía exclusivamente a su organización (a su modernidad). Una legión romana utilizaba las mismas armas que los bárbaros germanos, pero su mando y su disciplina le aseguraban un completo éxito. De manera individual, los bárbaros eran mejores. Y esta superioridad individual de los nómadas sobre los sedentarios se mantendrá hasta que estos últimos utilicen, en el siglo XV, la pólvora y los cañones.
Cuando una sociedad sedentaria se desorganiza, queda a merced de los invasores. Tanto es así que Roma se organizó y, con sus treinta legiones, rechazó con facilidad a los bárbaros en las tinieblas exteriores. Era la mayor potencia mundial. No tenía enemigos a su altura (a excepción de los persas de Partos, enemigos hereditarios). El Imperio se derrumbó porque se autodestruyó.
En efecto, a partir del siglo III, Roma inició su decadencia. Sabemos que este concepto es muy criticado, pero no vemos por cuál reemplazarlo.
La decadencia fue en un principio cívica. Por muy rica y corrupta que fuera, la clase dirigente romana conservó durante mucho tiempo el sentido del bien público, tal y como lo hemos comprobado leyendo las notas del emperador Marco Aurelio. A partir del siglo IV lo perdió. Porque ninguna clase dirigente puede resistirse al egoísmo individualista. La clase dirigente, cuando menos, debe dar la impresión de que se ocupa del bien común; mejor aún, debe ocuparse realmente si quiere justificar sus privilegios. Chateaubriand lo escribió en sus
Memorias de ultratumba
de una manera definitiva: «Una clase dirigente conoce tres edades sucesivas: la edad de la superioridad, la edad del privilegio y la edad de la vanidad. Una vez que sale de la primera, se degenera en la segunda y se apaga en la tercera».
Cuando una clase dirigente se hunde, puede arrastrar consigo el derrumbamiento de la sociedad si los dirigentes que la sustituyen no están preparados para ocupar los puestos vacantes. Al caer la nobleza durante la Revolución francesa, la burguesía estaba dispuesta (y deseosa) a asumir el Estado. Nada de esto sucedió en la Roma del siglo V.
Las virtudes que habían hecho poderoso al Imperio y a sus patricios —el respeto a las leyes, el valor militar, el sentido de la grandeza— se habían desvanecido. Además, por decirlo de algún modo, el ejército ya no existía. Los bárbaros no encontraron a nadie frente a ellos, pasaron el
limes
—en esta ocasión no como inmigrantes sino como conquistadores— y empezaron a violar y a matar. Fue una formidable regresión de la civilización, una especie de declive.
Hay que entender que el progreso no es automático. Durante treinta y cinco siglos, desde la época de los faraones, la humanidad había seguido un progreso continuado; cada siglo era más «moderno» que el anterior. Pero, después del año 410, todo se derrumbó. En el momento en que no hay un Estado, no hay seguridad. Los campesinos, que necesitan la paz para cultivar sus campos, huyeron de ellos. Se instaló la hambruna. Y puesto que un núcleo urbano no puede funcionar sin un superávit agrícola, las bellas ciudades del Imperio romano se transformaron en campos de ruinas.
Conviene subrayar el hecho de que las ruinas no son «naturales». Demasiado a menudo se cree que las ruinas son el resultado de la usura del tiempo. Nada de eso. Mientras una civilización se mantiene viva, conserva sus monumentos. Algunos templos hinduistas todavía se encuentran en buen estado tras cinco mil años. Notre-Dame fue construida hace siete siglos y parece estar «como nueva». Los monumentos son eternos cuando se reparan. En Notre-Dame siempre hay algún andamio. Si un día la catedral cae en ruinas, querrá decir que nuestra civilización ha desaparecido.
Por lo tanto, las magníficas ruinas romanas dispersas por la cuenca mediterránea tienen un significado trágico: nos recuerdan la caída del Imperio. Es difícil imaginar cómo fue la regresión en los tiempos bárbaros.
Triunfó la anarquía. Y la anarquía mata mucho más que la guerra.
Las guerras Púnicas fueron terribles, pero no afectaron en nada a la civilización. La caída de Roma trajo consigo la ruina de la sociedad occidental.
La anarquía —cuando los vecinos se asesinan entre sí, cuando se hace imposible circular por las vías sin que te corten en pedazos— es mucho más destructiva que las batallas ordenadas.
En la actualidad se sabe hacer demografía histórica. Por ejemplo, la fotografía aérea nos da una idea justa de las implantaciones humanas. Así pues, la Galia romana tenía alrededor de diez millones de habitantes. En el siglo VII, con los merovingios, no contaba más que con tres millones, y esto sin ninguna gran guerra ni epidemia por medio. Se había producido una regresión de la población del 70%. La inseguridad implica hambre, la muerte de las ciudades y del comercio.