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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (10 page)

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Mantente sencillo, bueno, íntegro, serio, amigo de la justicia, indulgente, amistoso, pero resuelto en el cumplimiento de tus deberes.

Venera a los dioses, acude en ayuda de los hombres. Sé en todo discípulo de Antonino [el emperador precedente]. Imita su energía para actuar conforme a la razón, su constante carácter equilibrado, la serenidad de su rostro, su dulzura, su desdén por la gloria banal, su ardor por el trabajo. Jamás abandonaba un problema antes de haberlo resuelto y de haber decidido. Soportaba los reproches injustos. No se precipitaba con nada. Rechazaba la calumnia. Estudiaba con atención los caracteres y los hechos. No injuriaba a nadie. No era ni tímido ni suspicaz. Se contentaba con poco para sí mismo. Era magnánimo.

¿Alguna vez se ha escrito mejor retrato de un gobernante? Sobre todo, cuando se sabe que Marco Aurelio no escribía estas líneas para hacer propaganda a favor de su imagen como hizo César con
La guerra de las Ga
lias
, sino para sí mismo.

Roma dejó una formidable herencia: el Derecho Romano, el buen gobierno, una cierta dignidad exaltada por sus pensadores, el estoicismo (Marco Aurelio era estoico).

A los días de la semana los llamamos con nombres latinos: lunes, el día de la Luna (en inglés
Monday
); martes, el día de Marte; miércoles, el día de Mercurio; jueves, el día de Júpiter; viernes, el día de Venus; sábado, el día de Saturno (
Saturday
); domingo, el día del Sol (
Sunday
).

En lo más esencial, nuestro calendario data del imperio: diez meses, septiembre era el séptimo y octubre el octavo, a los que los romanos añadieron dos más para llegar a los doce: julio, el mes de Julio César, y agosto, el mes del emperador Augusto (que todavía es más evidente en lengua inglesa:
August
).

Nunca, ni antes ni después, la paz y el orden reinaron en el Mediterráneo como durante todos aquellos siglos. También fue la única época de la Historia en que el Mediterráneo estuvo unido. Ya no lo está. En aquella época, de Antioquía a Nápoles o a Nimes, reinaba la misma civilización, limitada al sur por el Sahara, y al norte por el Rin, el Danubio y los bosques germánicos, unidos a la India y a China por los iraníes. El helenismo triunfó en el tiempo gracias a los romanos. Sin embargo, aquella formidable grandeza también tenía sus sombras y sus abismos.

Aquella civilización ignoraba la piedad. Era extraordinariamente cruel. En el mismo momento en que el emperador Marco Aurelio escribía las sublimes líneas datadas con anterioridad, acudía (en lo que a él se refiere, más por obligación que por placer) a los juegos del anfiteatro, en donde centenares de hombres se degollaban entre ellos para halagar el sadismo de los espectadores:
Morituri te salutant
, «Los que van a morir te saludan»... Para reprimir la revuelta de Espartaco, Roma hizo levantar cruces de Nápoles hasta en los suburbios, a lo largo de la vía Apenina —miles de cruces en las que se exhibía a los que padecían el suplicio—. La cruz era la manera de dar muerte a los esclavos: Roma reservaba la espada para sus enemigos y el veneno para los patricios.

Hay algo de incomprensible en ese gran espectáculo de sadomasoquismo, que Ridley Scott muestra bastante bien en Gladiator; incomprensible al menos para nosotros, marcados como estamos por el judeo-cristianismo. Incluso los nazis, homenaje del vicio a la virtud,
[5]
escondían sus campos de exterminio y de humillación. Los romanos, sin embargo, hacían de los suyos un teatro de guiñol. La filósofa Simone Veil, que murió como «una francesa libre» en Londres, no dudaba en comparar a los romanos con los nazis. Aunque algo excesiva, esta comparación no deja de esconder una parte de verdad.

Y, además, no hay que olvidar la esclavitud. Es cierto que a los esclavos domésticos se les trataba bien, a menudo se les concedía la libertad y entonces podían acceder a los más altos cargos. Pero Roma conoció una servidumbre de masas que la antigua Grecia ignoraba, con miles de muertos vivientes en los latifundios y en las minas: su «gulag» particular.

En cualquier caso, a pesar de esos horrores, el imperialismo romano no dejó demasiado mal recuerdo.

Capítulo
9
El judeo-cristianismo

H
EMOS
subrayado que los judíos impusieron de una manera perdurable la idea de un Dios único, la idea de persona y la de progreso. La de mujer también, puesto que su Dios es un amante y, sobre todo, porque la imagen de Dios para ellos es a la vez masculina y femenina: «A imagen de Dios los creó, hombre y mujer los creó».

De esto deriva una nueva concepción sobre la relación del hombre con la naturaleza. El hombre está hecho para dominar la naturaleza; en ella contempla las bellezas de la creación, pero se distingue de ella, escapando así de los engaños de la magia. Se entiende que un cierto ecologismo que rechaza esta distinción entre el hombre y la naturaleza amenace nuestra herencia judeo-cristiana. En todas las sociedades tradicionales, el hombre forma parte de la naturaleza para lo bueno y para lo malo (el «yin» y el «yang» chinos). Para los hebreos, se diferencia de ella.

De esto resultarán también los diez mandamientos —la idea de una ley, ya no jurídica como la de los romanos, sino moral y, sobre todo, universal—: los derechos humanos parten de ahí. Éstos hubieran sido inconcebibles en cualquier otra religión que no fuera el judaísmo.

De aquí se desprende el modo en que las religiones cambian nuestra visión del mundo.

Por esta razón hay quien quiere enseñar las religiones en las escuelas laicas. La intención es buena, pero esos pensadores no se dan cuenta de hasta qué punto la propia Historia universal ha quedado olvidada. Si no se es capaz de situar esas religiones en la cronología, ¿cómo van a entenderse? En realidad, hay que estudiarlas al relatar la Historia universal, lo que nosotros intentamos hacer.

Instalados en Palestina, en los alrededores de Jerusalén y del Templo, desde su regreso de Babilonia, hacía mucho tiempo que los judíos tenían la costumbre de emigrar. Sin ser navegantes, fueron grandes emigrantes y la «diáspora» ya existía. En todas las ciudades romanas se encontraban sinagogas y comunidades israelitas. Aparecían en la llanura iraní y hasta en China y África oriental, donde el primer reino negro acababa de salir de la prehistoria en las montañas del Tigre, en Etiopía.

Pero el judaísmo tenía sus contradicciones.

Yahvé seguía siendo en cierto modo una divinidad nacional: Dios eligió un único pueblo. Los Diez Mandamientos imponen una moral universal, pero la ley sólo se hizo para los judíos. Sobre todo, en Israel se confundían los rituales —el ritual de purificación, el ritual de los alimentos (
casherut
)— con el fondo de las cuestiones.

Jesús de Nazaret fue uno de esos rabinos que intentaron luchar contra la costumbre de los ritos. Nació en tiempos del rey Herodes (un reyezuelo sometido a los romanos) hacia el año 6 o 7 a.C, predicaba en los años veinte de nuestra era en Palestina. Le gustaba el lago Tiberíades, una extensión azul rodeada de montañas salvajes, y sus discípulos pertenecían a las clases sencillas: artesanos, pescadores (también uno de ellos era preceptor). Hablaba tres lenguas: el hebreo, la lengua litúrgica de la sinagoga; el arameo, la lengua popular en la que predicaba; y el griego, la lengua imperial.

Era un piadoso «practicante» que, sin embargo, no quería encerrarse dentro de los ritos. «¿Quién de vosotros si su burro cae a un pozo en
Sabbat
no va a sacarlo?» A un no judío que le decía: «Vosotros pretendéis que hay que rezar a Dios en Jerusalén, pero nosotros le rogamos en el monte Garizim», le respondió: «Dios es espíritu, se le puede rezar en cualquier parte», lo que no gustaba nada a los sacerdotes del Templo.

Las prohibiciones alimenticias de la
casherut
le parecían particularmente ineptas: «¿No comprendéis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y luego se echa al excusado? En cambio, lo que sale de la boca viene de dentro del corazón y eso es lo que contamina al hombre»
[6]
(Mateo,
15, 16). Enseña que se puede comer de todo, cerdo en particular.

Así libera al hombre de una carga muy pesada. Al igual que otros profetas antes que él, creía que «la verdadera religión es la del corazón». Estigmatizaba a los clérigos: «Atan pesadas cargas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas»
(Mateo,
23,4).

Rechazaba el tirar piedras (lapidación) a las mujeres adúlteras, llegando a gritar a todos los hipócritas: «Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos». Para él, el único pecado de verdad era el desprecio.

Esas transgresiones irritaban a los sacerdotes del Templo de Jerusalén, quienes hicieron que los romanos lo condenaran a muerte (en la cruz). Israel, al dejar de ser independiente, no ejercía en la práctica el derecho a la vida o a la muerte. Pero el destino de Jesús es semejante al del filósofo Sócrates, al que también ejecutaron los jefes de su pueblo, y a nadie se le ocurrió imputar a los griegos la muerte de Sócrates. Así pues, a Jesús lo crucificaron el 7 de abril del año 30.

Jesús es el resumen y el paroxismo del judaísmo, del mismo modo que Sócrates es el resumen y el paroxismo del helenismo. Ni uno ni otro abandonaron jamás su país; ambos accedieron a lo universal a través del examen profundo.

Tal vez no haya a lo largo de la Historia un hombre de religión más seductor que Cristo. Buda no es sino un monje, Sócrates un filósofo, Marco Aurelio un buen dirigente, Confucio un buen conformista. Sólo Jesús de Nazaret pudo decir: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
(Mateo,
5, 3).

En la historia de la humanidad, en ocasiones oscura y trágica, las bienaventuranzas son un rayo de luz. Tras la muerte de Jesús, los judíos creyeron en él y afirmaron que había resucitado. Pero Jesús siguió siendo un profeta judío. La «tierra» de la que él hablaba era Israel,
Eretz Israel
; sus enseñanzas no salían del judaísmo. Se había matado a otros profetas. Otros rabinos habían dicho casi las mismas palabras que Jesús, en la misma época (Gamaliel). Los discípulos de Jesús llamados «cristianos» en la ciudad de Antioquía, por Cristo (Cristo significa «bendito, Mesías»), eran todos judíos.

Predicaron en Palestina y, más tarde, de un modo completamente natural, en las comunidades judías de la diáspora.

En el Imperio tuvieron éxito.

Hay que saber que un cierto número de grecolatinos, cansados de sus religiones tradicionales, estaban tentados de convertirse al judaísmo. En la Biblia se les llama los «temerosos de Dios». El judaísmo aceptaba (y sigue aceptando) a los convertidos procedentes de pueblos distintos al pueblo hebreo.

Sin embargo, la mayoría de los «temerosos de Dios» se quedaban a mitad de camino por la obligación de someterse a la circuncisión. Los rabinos consideraban absolutamente obligatoria la circuncisión, que consiste, en lo que a los varones se refiere, en cortar el prepucio del pene. Pero para griegos y romanos era inaceptable. Su civilización, que exaltaba la belleza de los cuerpos, no podía comprenderla. Así pues, eran pocos los «temerosos de Dios» que se hacía judíos.

Los discípulos de Jesús se separan del resto de los judíos en este punto.

No obstante, el artífice de esa divergencia era rabino (al mismo tiempo que ciudadano romano): el famoso Pablo o Saúl, del que ya hemos hablado. A éste se le ocurrió la idea de pedir a los discípulos que renunciaran a imponer la circuncisión a los paganos que querían convertirse. ¿No había escrito el profeta Isaías, siglos antes, que «la verdadera circuncisión era la del corazón»? Los apóstoles aceptaron su propuesta durante lo que se llama el Concilio de Jerusalén.

A partir de aquel momento, hacia el año 50, el cristianismo empezó a divergir del judaísmo. Pero, en el 67, cuando Nerón quiso encontrar chivos expiatorios para cargarles con la responsabilidad del incendio de Roma, el emperador poeta seguramente no distinguía a los cristianos del resto de los judíos. Por eso en aquella ocasión fueron crucificados Pedro, el maestro de los discípulos, y Pablo.

Pablo había escrito en su
Epístola a los Corintios
: «El amor es paciente, el amor es servicial, no es envidioso ni fanfarrón, no se infla, no busca su interés ni se irrita, no tiene en cuenta el mal, no se regocija con la injusticia sino con la verdad. El amor soporta todo, cree todo, espera todo».

Una página admirable, eco de las enseñanzas de Jesús; pero, ya lo hemos dicho, el himno al amor era común entre los profetas y en la Biblia (el
Cantar de los Cantares
). Sin embargo, de manera progresiva, los cristianos de origen pagano se hicieron mucho más numerosos en las comunidades de discípulos que los de origen judío.

Fundamentalmente, los pensadores cristianos fueron todos griegos o latinos, entre ellos el famoso Agustín, el obispo de Hipona en el África romana, quien escribió las
Confesiones
, en donde se puede leer esta magnífica frase en latín:
Non jam amabam, sed jam amare amabam
, más bella aún traducida al español: «Yo todavía no amaba, pero amaba amar».

De este modo, los romanos llegaron a saber distinguir a los cristianos de los israelitas; el cristianismo, completamente judío durante años, había salido del judaísmo.

Muchos grecolatinos se convirtieron, y las comunidades cristianas se hicieron más numerosas que las comunidades judías de la diáspora. Éstas se diferenciaron de las primeras y pronto se opusieron a ellas. La destrucción de Jerusalén, que Tito llevó a cabo en el año 70, acentuó ese movimiento. Jerusalén, centro del judaísmo, también era el centro del judeo-cristianismo. Una vez destruida Jerusalén, la capital del Imperio, en donde habían muerto Pedro y Pablo, pasó a ser de un modo natural el centro del cristianismo. Entonces, el obispo de Roma se convirtió en el jefe de la Iglesia, en adelante diferente de la Sinagoga y mucho más «misionera» o prosélita.

Desde el siglo II, el gobierno imperial empezó a perseguir a los cristianos. Sin embargo, no fue una exterminación sistemática. Al principio, los emperadores se mostraron muy prudentes. Sobre esta cuestión se tiene conocimiento de una carta del gobernador romano de Asia Menor, Plinio el Joven, que aconseja moderación a su jefe (y amigo) el emperador Trajano. Luego, las persecuciones se volvieron más sangrientas. Pero siempre fueron más una especie de «pogromos» que persecuciones de tipo nazi. (Se llama «pogromos» a las masacres de judíos perpetradas en la Rusia de los zares, realizadas con la vista gorda de la policía.)

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