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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (33 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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La intervención americana no tuvo la importancia militar que se afirma. En aquella época, Estados Unidos no tenía más que un pequeño ejército y, aunque consiguió enviar a Francia un millón de hombres, éstos fueron equipados, armados e instruidos por los franceses, y no entraron en batalla hasta julio de 1918. Además tuvieron muy pocas bajas. Pero esta intervención tuvo una importancia psicológica capital: compensaba simbólicamente la deserción rusa.

La esperanza, después de un período de incertidumbre, volvió a los aliados. Por otra parte, no hay que exagerar, como pretende el conformismo antimilitarista actual, la importancia de los «motines» de 1917. Sólo se produjeron en la retaguardia, ningún soldado abandonó su puesto en las trincheras. El general Pétain, con mucha sensatez y muy poca represión (unas cincuenta ejecuciones), supo restablecer la confianza.

El 16 de noviembre de 1917, la Asamblea Nacional invistió a Georges Clemenceau, a quien había nombrado Poincaré (aunque el presidente de la República no sentía ningún cariño por él). Pero el viejo (tenía setenta y siete años) supo galvanizar las energías y se convirtió en una especie de dictador al uso romano. De marzo a julio de 1918, los mejores generales alemanes, Hindenburg y Ludendorff, libres de preocupaciones en el este tras el hundimiento de Rusia, se dedicaron a lanzar furiosas ofensivas —Clemenceau, que había ascendido a Foch como jefe del Estado Mayor aliado, no se desalentó—. Finalmente, las ofensivas prusianas fueron aniquiladas. Desde entonces, la partida estaba jugada. Los ejércitos aliados hicieron retroceder, en octubre, a los ejércitos alemanes hasta la línea de salida. Desde Salónica, el ejército francés de Oriente, comandado por Franchet d'Esperey, aplastó a los búlgaros y amenazó a Austria subiendo hacia el norte. En Siria, el inglés Allenby hizo lo mismo con los turcos. Los italianos ganaron su primera victoria i en Vittorio Véneto. El Imperio turco entregó las armas el 30 de octubre. El Imperio austríaco hizo otro tanto el 3 de noviembre.

Al káiser sólo le quedaba huir a Holanda. El 11 de noviembre de 1918, el Gobierno alemán pidió el armisticio. Fue aceptado bajo unas condiciones draconianas: Alsacia-Lorena sería devuelta a Francia, el ejército alemán desmovilizado, la flota destruida y Renania ocupada por los franceses.

Por lo tanto, Francia resultó victoriosa —junto a sus aliados, es cierto, pero dominando—. Sin embargo, el precio de esta victoria había resultado muy caro.

De los ocho millones de hombres movilizados, más de dos millones habían resultado gravemente afectados; de ellos, 1.360.000 muertos: casi uno de cada cuatro hombres, uno de cada dos jóvenes. Ningún otro país beligerante había padecido, en proporción a su población, tan enormes pérdidas. A esto hay que añadir que la guerra se había desarrollado, principalmente, en territorio francés. Nunca en la historia del mundo, ninguna ciudad, ninguna patria, había pagado semejante precio por su supervivencia. Los campesinos resultaron diezmados. Cuando se recorre las aldeas de Francia, en los monumentos a los muertos se pueden leer decenas de nombres: no falta ni una sola familia... También la burguesía resultó afectada de un modo similar, desaparecieron centenares de estudiantes de los centros de estudios superiores, de militares de academia, decenas de escritores, entre ellos el autor de
El gran Meaulnes,
Alain-Fournier, Péguy y Apollinaire.

Hay que subrayar que los viejos imperios monárquicos y totalitarios (el de Alemania, el de Austria, el de los zares y el de los otomanos) no superaron la prueba. La democracia coronada inglesa tuvo mejor suerte.

Sin embargo, hubo algo de romano (de la Roma de la República) en aquella débil democracia francesa que vivió varias crisis ministeriales durante la guerra, ¡pero aguantó! Es un error creer que la democracia es forzosamente incapaz. He señalado a menudo la importancia de que los gobiernos consigan la adhesión popular: la mentalidad rusa, alemana y turca cedió; la República de los Julios se mantuvo con Clemenceau.

Quedaba ganar la paz.

El tratado de Versalles (28 de abril de 1919) dio lugar al nacimiento de una Sociedad de Naciones y —junto a los tratados de Saint-Germain, de Sèvres y de Neully— reorganizó Europa.

Pero el tratado de Versalles no fue ratificado por el Senado de Estados Unidos, que no participó (no más que Rusia) en la Sociedad de Naciones, instalada en Ginebra. El presidente Wilson, aquejado de una parálisis, vio cómo su candidato perdía las elecciones de 1920. Estados Unidos volvió a su aislamiento tradicional, del que sólo le habían podido sacar las provocaciones alemanas.

Inglaterra le siguió.

Por supuesto, aparentemente Inglaterra y Francia triunfaban. Se repartieron las colonias alemanas (Camerún para Francia, Tanzania para Inglaterra).

Se repartieron también el Imperio turco —Francia recibió Siria y Líbano, e Inglaterra, Irak—. Pero aquello era un timo. Los árabes de Siria, Palestina e Irak, engañados en sus esperanzas nacionales, irritados por la creación del hogar judío en Palestina, tuvieron la impresión, justificada, de haber sido traicionados. De ahí procede el resentimiento antioccidental (y antiisraelí) que explica muchos dramas actuales.

Sin embargo, Polonia, liberada desde el siglo XVIII, renacía de sus cenizas como un Estado independiente con la ayuda de los franceses.

Francia dominaba, en apariencia, el mundo —al menos el mundo continental: los océanos para los ingleses, los continentes para los franceses—. América y Gran Bretaña habían vuelto a sus políticas tradicionales (aislamiento americano y
British Empire)
y habían abandonado el reclutamiento. En cuanto a Rusia, era presa de la anarquía. El ejército francés seguía siendo hegemónico, presente en Alemania, Turquía y los Balcanes.

Pero Francia estaba desangrada (al contrario que Alemania, cuyo territorio, apenas menguado, no había sufrido) y sin aliado para colmar su deseo de venganza contra los alemanes. Mientras que Alemania se mantenía como la primera potencia económica de Europa (y quizá del mundo).

En efecto, Clemenceau cometió el terrible error de borrar del mapa a Austria-Hungría. Es cierto que el Imperio de los Habsburgo había perdido la guerra. Pero, tras la muerte del viejo Francisco José, su sucesor, Carlos I, estaba dispuesto a una alianza con Francia (que debería haber existido para detener las ambiciones de Prusia desde Sadowa).

Hubiera sido inteligente instigar a los pueblos de la doble monarquía para que permanecieran juntos convirtiendo el imperio en triple o cuádruple monarquía: los eslavos del norte o del sur accediendo al poder en igualdad con los húngaros y los austríacos.

¿Qué ganaron checos, eslovacos, croatas y húngaros con separarse? La invasión nazi y, después, cuarenta años de dominación soviética. La desesperanza y el servilismo.

Francia habría encontrado en el Imperio que conservaban los Habsburgo, un útil contrapeso al poder de Berlín.

El principio de las nacionalidades, llevado al absurdo, dio origen a estados débiles con poblaciones entremezcladas, cuando esos pueblos habían vivido durante siglos con los austríacos. Basta con visitar Praga, Budapest, Viena y Zagreb para comprobar su herencia común.

Francia, que les ayudó a nacer, no pudo apoyarse en ellos cuando Berlín se volvió amenazante. Igual que el renacimiento de Polonia estaba justificado, la destrucción del Imperio de los Habsburgo fue un error. Hay que reconocer que el conformismo de la época empujaba a ello y que los nacionalistas eslavos tenían el viento a su favor. Pero Clemenceau, aun siendo el «padre de la victoria», no tuvo una mentalidad lo suficientemente abierta como para dominar sus reflejos antimonárquicos.

Desde entonces, la Austria residual estaba condenada a desaparecer si quería permanecer dentro de la cultura alemana. Viena (que antes de 1914 era la capital de Europa, al igual que París, con los austro-marxistas y Freud) se sumergió en una profunda depresión: imaginad por un instante a París reinando sólo en Île-de-France.

Y ya se sabe lo que ha sucedido con la única construcción inteligente ideada por París: la unión de los eslavos del sur, croatas y serbios, en Yugoslavia.

¡Cómo se ha podido fracasar tan absolutamente en la paz habiendo ganado con tanto coraje la guerra!

Capítulo
27
La tentativa de una revolución mundial

E
L SIGLO
XIX fue largo: desde Waterloo (18 de junio de 1815) hasta la Revolución de Octubre (6 de noviembre de 1917, según el calendario universal, pues los rusos utilizan un calendario diferente), es decir, algo más de cien años.

El siglo XX, al contrario, fue corto: de noviembre de 1917 hasta la caída del Muro de Berlín, noviembre de 1989, es decir, exactamente setenta y dos años, apenas tres generaciones. Los siglos no se corresponden con las fechas oficiales.

Las revoluciones industriales habían marcado la unidad del largo siglo XIX. El comunismo y los soviéticos marcaron la del corto siglo XX: este siglo empezó con la toma del poder de los soviéticos y acabó con su caída. El comunismo fue su esperanza o su amenaza.

Hoy el comunismo prácticamente ha desaparecido. China sigue siendo formalmente comunista, pero en realidad se trata de un estado capitalista totalitario. Sólo dos gobiernos subsisten como testimonio de una época desaparecida: Corea del Norte y Cuba (¿hasta cuándo?).

El régimen de los zares no había resistido la guerra de 1914. En 1905, un Japón apenas modernizado había vencido al ejército ruso: ¿cómo habría podido resistir frente a la formidable máquina de guerra del ejército alemán de 1914?

Los trenes eran muy lentos en Rusia, donde no existían verdaderas carreteras. Socialmente, la Alemania wilhelmiana vivía a años luz de una Rusia retrasada en la que los campesinos, los
mujiks
(el 90% de la población), estaban explotados por una pequeña casta de latifundistas. Por otra parte, los alemanes estaban bien vistos en Rusia, en donde muchos de ellos, ingenieros y oficiales, vivían en San Petersburgo.

Cuando el zar fue apresado, el gobierno Kerenski se mostró inútil.

Tras la caída del Imperio, en febrero de 1917, el poder entró en un auténtico agujero negro: los liberales, los socialistas, los mencheviques se lo disputaban dentro de la anarquía. Pero ¿cómo explicar la victoria de Lenin?

Por supuesto, había regresado al país (en tren, desde Suiza) con la complicidad de los servicios alemanes, que detestaban a los revolucionarios, pero practicaban la antigua máxima según la cual «los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos». (Así ayudó la CIA a Bin Laden.)

Por supuesto, Lenin comprendió inmediatamente que el pueblo ruso, masivamente campesino y masivamente asqueado de la guerra, sólo quería dos cosas: tierra y paz. Él fue el único que les prometió ambas. Pero esto no habría sido suficiente.

Por lo tanto, hay que hablar de Lenin, cuyo nombre era Vladimir Hitch Ulianov (1870-1924). Militante revolucionario, miembro de los círculos marxistas (en 1895, en San Petersburgo), pronto comprendió que, para ganar las guerras sociales, no bastaba con los ideales. No desconocía la importancia de las ideas, jugó con ellas. Pero era necesaria una organización. En 1902, escribió un ensayo,
¿Qué hacer?,
en el que proporcionaba su concepto de partido político. Aquello era una novedad. Nunca hasta Lenin había existido un partido político como él lo describía. Ni siquiera en tiempos de la Revolución francesa la Montagne era un partido político, sino un grupo de diputados fascinados por Danton y Robespierre.

El partido, según Lenin, tiene que ser una institución casi militar (militante = militar), jerarquizada y dirigida de manera permanente por profesionales, «los profesionales de la revolución», sometidos a un secretario general todopoderoso.

Este concepto va a marcar la imaginería política. Durante mucho tiempo, cuando se decía «el Partido» con mayúscula y sin ningún adjetivo al lado, sólo se podía tratar del partido comunista. Aún hoy, al menos en Francia, los partidos, incluso los de derechas, se organizan siguiendo este modelo.

No obstante, en 1902, Lenin no era más que el jefe de la mayoría bolchevique del partido socialdemócrata ruso. No fue hasta 1912 cuando fundó el «Partido» y su periódico,
Pravda.
De vuelta en Rusia después de febrero de 1917, ordenó a su organización la toma del poder; él se refugió en Finlandia y no volvió a San Petersburgo hasta la víspera del golpe de estado.

La Revolución de Octubre no fue, como la Revolución francesa, un cambio de decorado casi involuntario. El pueblo formó parte de ella. Unos cuantos miles de militantes comunistas se apoderaron de los centros neurálgicos del estado: no sólo de las Cortes y del Palacio de Invierno, sino también de las centrales telefónicas y telegráficas, los cuarteles, las estaciones, las fábricas, tanto en San Petersburgo como en Moscú. De este modo, Lenin controló las dos capitales y la vía férrea que las unía, por la que circulaban trenes blindados con la bandera roja (Lenin había adoptado como estandarte la bandera roja de la Comuna de París).

Malaparte, un escritor italiano admirador de Lenin, escribirá sobre este tema
Técnicas de un golpe de estado.
El golpe de estado leninista se convirtió en el modelo de los golpes de estado modernos. La Revolución de Octubre, que encarna el mito de Espartaco, la revuelta contra el orden, en realidad se impuso a un pueblo que consintió pero del que abusaron los intelectuales burgueses (Lenin entre ellos) seguidores de los ideales del Karl Marx, quien descendía de una buena familia.

Por supuesto, los generales fieles al zar (Denikin, Wrangel, Koltchak) lanzaron sus tropas contra los soviéticos en 1918. Como, evidentemente, los militantes no podían enfrentarse a los aguerridos ejércitos, Lenin pidió a su compañero Trotski (cuyo auténtico nombre era Lev Davidovitch Bronstein), nombrado comisario del pueblo para la guerra, que creara el ejército rojo. Trotski, inspirándose en Carnot, consiguió hacer lo mismo que la Convención había hecho ciento veinte años antes: una amalgama entre oficiales de carrera de izquierdas, militantes y los marinos de Kronstadt. Aplastó sucesivamente a los ejércitos blancos, mientras los occidentales se mostraban pasivos a pesar del envío de buques al mar Negro y de algunas tropas a Odessa y Vladivostok. El dibujante Hugo Pratt dedicó un álbum a este acontecimiento:
Corto Maltes en Siberia.
Franceses e ingleses no tenían ningún motivo para llevar a Rusia en el corazón, ya que les había abandonado en pleno combate.

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