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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
El generalísimo francés de la época, Gamelin, un imbécil diplomado, se resistió con energía a cualquier acción. En cuanto a Mussolini, seguía manteniéndose neutral. Ante el ejército alemán sólo estaban el ejército francés y la flota inglesa. Hitler no tenía una flota lo suficientemente poderosa, pero se podía pensar que, liberado de preocupaciones en el frente de Rusia, iba a lanzarse inmediatamente contra Francia.
Nada de eso se produjo. Alemanes y franceses se miraron con hostilidad —es lo que se llama «la extraña guerra»— durante siete meses: desde la capitulación de Varsovia hasta el ataque contra Sedán; del 26 de septiembre de 1939 al 10 de mayo de 1940. ¿Por qué? Generalmente se alegan razones meteorológicas: el mal tiempo. En cualquier caso, se puede pensar que no fue ésa la verdadera causa de la larga inactividad alemana, tan contraria a la psicología del
Fiihrer.
La realidad es que los generales de la
Wehrmacht
conservaban un recuerdo muy doloroso de los combates e Verdún, en los que habían participado como jóvenes riciales. Sentían una gran admiración por el coraje de os soldados franceses y un auténtico terror por el ejército francés. Por lo tanto, se opusieron el mayor tiempo posible a la ofensiva que el Führer quería. Temían una nueva batalla del Marne.
¿Sobrestimaban al ejército francés?
E
L HUNDIMIENTO
del ejército francés en mayo de 1940 fue un acontecimiento que dejó estupefacto al mundo entero. Aún influye en la psicología actual de los franceses.
La verdadera causa de aquel acontecimiento se sigue sin admitir.
El mundo entero consideraba a Francia la nación militar por excelencia, la de Conde, Kléber y Napoleón, cuyos soldados habían mostrado en Verdún tanto heroísmo como los espartanos en Termopilas. Los oficiales americanos más exquisitos acudían a formarse a la Escuela de Guerra de París.
El anuncio de la aniquilación en cuatro semanas de su ejército produjo un profundo
shock
en toda la Tierra. Roosevelt cuenta que no quiso creerlo. Se extendió entonces por todas partes, también en Francia, un efecto de estupefacción. Incluso Hitler se sorprendió, hasta llegó a bailar de alegría, lo que no era su estilo. El planeta entero se quedó boquiabierto.
Para explicarlo, a menudo se dice que los franceses no tenían armas modernas o, peor aún, que los soldados estuvieron flojos. Se conoce la innoble frase de Céline: «Seis meses de
belote,
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tres semanas de marcha a pie».
No hay nada más falso.
Primero, las armas. Los ejércitos alemanes y franceses eran comparables y tan modernos el uno como el otro. Iguales en efectivos —tres millones de hombres, a pesar de que Alemania entonces tuviera el doble de población que Francia—, ambos estaban a la par.
Los dos tercios de los movilizados de cada bando iban a pie o en carro de caballos, igual que en 1914; pero cada uno de los dos ejércitos tenía un cuerpo de batalla de un millón de soldados jóvenes, bien armados, y mecanizados.
Las decisiones estratégicas eran diferentes. Francia concedía mucha importancia a la línea fortificada que llevaba el nombre del antiguo ministro de la Guerra, Maginot, levantada al este, frente a Alemania, con sus trincheras inexpugnables (trenes subterráneos, etcétera), y que, por otra parte, los alemanes no intentaron tomar. Al sur de Bélgica, no había trincheras. Pero los franceses sabían desde 1914 que se violaría la neutralidad belga. Por lo tanto, agruparon allí al grueso de su cuerpo de batalla, combativo y moderno.
Ambos bandos contaban con el mismo número de carros de combate (y, en materia de artillería pesada, los franceses superaban a los alemanes, que en aquella época no contaban con ella): más o menos un millar de blindados en cada campo.
Sin embargo, existía el problema de su empleo: en Francia, los carros se habían repartido entre los regimientos y las divisiones; en Alemania se habían reagrupado en divisiones blindadas, las
panzerdivisiones.
El mando alemán aplicaba las teorías de un coronel francés, Charles de Gaulle, que había publicado libros y artículos sobre aquel tema.
Tras una guerra heroica en 1914 y un cautiverio plagado de evasiones en Alemania, De Gaulle participó en la instrucción del ejército polaco que contuvo al ejército rojo. Él había entendido que el «motor acorazado» permitía a los ejércitos reinventar lo que había sido la caballería bajo Napoleón: rapidez, choque. Para ello, había que reagrupar los carros en divisiones especiales. Él proponía crear una decena de divisiones blindadas, acompañadas por una infantería de apoyo. Se peleó mucho para difundir aquellas ideas. Al principio era un protegido de Pétain, del que se había separado por esta precisa cuestión, pues el mariscal era un encarnizado partidario de la guerra de trincheras.
De Gaulle no tuvo más éxito con los hombres políticos —acosó a todos, ya fueran de derechas o de izquierdas—. El presidente del Consejo, Léon Blum, le recibió. Únicamente Paul Reynaud, un liberal de derechas, le escuchó.
El gran sufrimiento de De Gaulle fue ver que sus ideas se aplicaban en Alemania. Los generales alemanes, entre ellos Guderian, le leían. Hitler, dentro de todo su genio, había entendido la importancia de los blindados. No hay que pensar que los malos son estúpidos. El Führer fue un genio del mal, pero supo crear las
panzerdivisiones.
En 1940, Alemania alineó diez de ellas.
No es lo mismo tener mil carros dispersos que tenerlos agrupados en
panzerdivisones.
Pero este error de uso de los blindados no determinaba necesariamente la suerte de la batalla. Por otra parte, Francia contaba con muchos menos aviones de los que tenía la
Luftwaffe.
Pero la alianza franco-inglesa agrupaba en conjunto un número similar: el éxito de la RFA durante la batalla aérea de Inglaterra lo demostrará.
En lo que al valor de los soldados se refiere, era grande en cada bando. Es cierto que en 1939, ni los franceses ni los alemanes, excepto los
Hitlerjugend,
marcharon a la guerra con una flor en el fusil como en 1914. Pero los franceses cumplieron con su deber.
Tanto en uno como en otro bando, se contaron decenas de miles de muertos en un mes, los mismos que durante todos los meses difíciles de la guerra de 1914. Hubo muy pocos desertores. Nosotros conocemos la moral de la tropa por el servicio de correos, que abría las cartas. Era buena. El ejército francés de 1940 no era indigno de la República.
Hay que recusar una leyenda que pesa sobre el inconsciente de los franceses: Francia no fue vencida en 1940 por falta de armas o de coraje, sino por el genio del mando alemán frente a la profunda estupidez del mando francés. A pesar de la mala utilización de los carros franceses, faltaba mucho para que la batalla quedara jugada, y los generales nazis eran conscientes de ello.
Fue la inteligencia del plan de batalla hitleriano la que venció a la espesa idiotez de la mayoría de los grandes jefes franceses, de los cuales Gamelin es un buen ejemplo —por no hablar del almirante Darían, cuya flota se hundirá más tarde inútilmente—. Porque los almirantes franceses se mostraron aún más negados que los generales, lo que explica que más tarde veamos a tantos pavoneándose en Vichy. Juin, De Gaulle, De Lattre, Leclerc ya estaban manos a la obra en 1940, pero en puestos subalternos. Hitler había sabido promocionar a Guderian, Rommel y los demás.
La campaña de Francia de 1940 fue Austerlitz al revés.
En primer lugar, la trampa: atraer al cuerpo de batalla francés lejos de la verdadera escena. Los paracaidistas alemanes saltaron en Lieja, y Gamelin cayó en la trampa al enviar al grueso de su cuerpo de batalla a doscientos kilómetros al norte.
A continuación, la sorpresa: las
panzerdivisiones
reagrupadas forzaron la puerta allí donde no se les esperaba porque se consideraba imposible su progresión sobre aquel terreno: el bosque de Ardenas, montañoso, con mucha vegetación, casi desprovisto de caminos (igual que Aníbal cuando cruzó los Alpes con sus elefantes). El cuerpo de batalla alemán desembocó, pues, en Sedán, mientras que el de los franceses estaba en Bélgica. Luego, entre el 10 y el 16 de mayo, se adentró hacia el oeste, en donde no había nadie para detenerlo.
Aquí hay que recordar que los gobiernos de los aliados habían cambiado. En Francia, Paul Reynaud había llegado al poder en marzo. Entonces fue cuando se apoyó la formación de divisiones blindadas. Era demasiado tarde. A pesar de todo, se consiguió alinear cuatro. Sólo pudo combatir la que se constituyó con mayor precipitación, la cuarta división, pero a partir del 17 de mayo y al norte de Laon, en Montcornet, y luego hacia Abbeville. El coronel De Gaulle, que estaba al mando de esta división, ganó con ella sus galones de general, a título provisional. Pero los pánzer alcanzaban el canal de la Mancha.
El cuerpo de batalla francés —que incluía el cuerpo expedicionario inglés— estaba dividido, y la batalla decisiva, perdida. Belgas y holandeses capitularon.
La
Navy
consiguió desembarcar en las playas de Dunkerque a trescientos mil hombres, doscientos mil de ellos ingleses, sin su material. El ejército aliado estaba aniquilado.
Al ver aquello, Mussolini, para su vergüenza, declaró la guerra a Francia: «La puñalada por la espalda».
En pleno desastre, Winston Churchill fue elegido primer ministro el 10 de mayo. El 13 de mayo declaró a los Comunes: «Lo único que puedo ofrecerles es sangre, penas, sudor y lágrimas».
Paul Reynaud remodeló su gabinete e incorporó a De Gaulle, quien abandonó la división para convertirse en ministro, subsecretario de Estado para la Guerra. Esta decisión se reveló importante por lo siguiente. Porque el hecho de que De Gaulle fuera ministro le permitió reunirse con Churchill en numerosas ocasiones y le proporcionó medios materiales para la acción.
Pero, después de Dunkerque, los grandes jefes franceses se dieron por vencidos. A Weygand le llamaron desde Siria, y no tenía la amplitud de miras necesaria. Una vez retirado, Gamelin intentó un combate por su honor en el Soma. El 14 de junio de 1940, la
Wehr
macht
desfilaba por París, ciudad que el descompuesto Gobierno había abandonado para instalarse en Burdeos.
En cuanto al pueblo francés, éste se había marchado hacia el sur o hacia el oeste huyendo de los invasores. Aquel éxodo, uno de los más considerables de la Historia, lanzó a las carreteras a más de 15 millones de personas, niños, mujeres embarazadas, ancianos, con unos embotellamientos inexpugnables (veinte veces peor que los de Kosovo). Dolorosas imágenes las de los famosos Stukas, los aviones alemanes provistos de sirenas para aterrorizar a la población, ametrallando a la muchedumbre en las carreteras.
Aquel éxodo, un extraordinario derrumbamiento, al menos demuestra que los franceses del pueblo detestaban a los nazis; en junio de 1944 sucedió lo contrario: a pesar de los horribles e inútiles bombardeos aliados, la población permaneció en sus casas para esperar a los libertadores. Las últimas elecciones habían dado el poder al Frente Popular.
El 17 de junio todo se detuvo. Paul Reynaud, superado, presentó su dimisión. No tenía un carácter preparado para las tempestades. El presidente de la República designó para sucederle a un ilustrado de ochenta y cuatro años que pidió de inmediato el armisticio —cuando existían numerosas alternativas diferentes—. La República francesa desapareció en la tormenta.
El 10 de julio de 1940, en la ciudad de las termas de Vichy, los parlamentarios, reunidos más mal que bien, votaron «los plenos poderes para el mariscal Pétain». Desde el día siguiente, sobrepasando sus atribuciones, suprimía la República por medio de tres actas constitucionales y nombraba a Pierre Laval presidente del Consejo. El presidente Lebrun se retiró a Vizille. De Gaulle estaba en Londres con el pretexto de una vaga misión; a partir del 18 de junio, se declaró disidente.
En dos discursos pronunciados casi al mismo tiempo, el viejo mariscal y el joven general extrajeron del desastre una lección diametralmente opuesta.
El mariscal no había entendido nada de lo que era el nazismo. Todavía creía que tenía enfrente a Bismarck. Sólo le faltaba detener el combate, como había hecho Thiers en 1870, y, si se presentaba la ocasión, aplastar la Comuna. Por otra parte, muchos de los dirigentes no habían sabido calibrar la mesura o desmesura de Hitler (tampoco los ingleses hasta que llegó Churchill).
Los discursos de De Gaulle y de Pétain se oponían punto por punto. Ambos se difundieron por radio (que para el general era el único medio de comunicación posible): Pétain, desde Vichy; De Gaulle, desde Londres, donde Churchill había tenido la audacia de invitarle a la BBC.
Pétain, recuperando sin saberlo los argumentos de Céline, al que no había leído (no leía nada, sus discursos se los escribían), acusó al pueblo francés de haberse divertido mucho y combatido mal. No se dirigió a los franceses como a adultos, sino como a niños pequeños a los que se riñe y se promete proteger. El viejo era muy convincente porque tenía el grado más alto del ejército, estaba cubierto de gloria y decía sacrificarse: «Entrego a Francia el don de mi persona para apaciguar sus desgracias». Pero, de inmediato, se transformó en un severo padre y leyó la cartilla a los franceses.
Pues bien, él, el jefe del Estado Mayor de los ejércitos y la autoridad todopoderosa de la estrategia a desarrollar, era el gran responsable de la derrota por haberse negado obstinadamente a formar divisiones blindadas y por haber promocionado, o mandado promocionar, a los puestos más elevados a inútiles.
En realidad, aquel prestigioso mariscal jamás debería haber superado el nivel que había alcanzado en 1914 y tendría que haberse jubilado con ese nivel: el de padre del regimiento (coronel), paternalista y cascarrabias, valiente delante del fuego enemigo pero bastante estúpido. Fueron éstas unas cualidades/defectos convenientes para tranquilizar a un ejército preocupado en 1917, pero las que le impidieron en 1940 comprender la realidad.
De Gaulle, por el contrario, acusó a los jefes. Dijo a los franceses que unos jefes incapaces les habían conducido al desastre. A diferencia de Pétain, él comprendía lo que estaba en juego en aquella guerra. Era ideológico y planetario. «Esto no se zanja con la batalla de Francia. En el universo hay medios para aplastar a nuestros enemigos. Aun fulminados por una fuerza mecánica, nosotros podemos vencer con una fuerza mecánica superior.» De aquí se deducía el deber de luchar: «La llama de la Resistencia francesa [de él procede la afortunada palabra "Resistencia"] no debe apagarse y no se apagará».