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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

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Toda la Historia del Mundo (34 page)

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En efecto, a principios de 1918, con la paz de Brest-Litovsk, Lenin había entregado una parte del territorio a los alemanes. Lenin, admirador de la Convención, se permitió hacer lo que Robespierre y Saint-Just (que fue, antes de Trotski, el comisario de los ejércitos) nunca hubieran hecho: aceptar la derrota exterior para consolidar mejor el poder interior. Lenin ordenó asesinar al zar Nicolás y a su familia en Ekaterimburgo.

Hay una diferencia esencial, pero muy poco señalada: la Revolución francesa fue una revolución de la victoria; la Revolución rusa fue una revolución de la derrota.

Esto explica muchas cosas. Siendo la victoria mejor consejera que la derrota, la Revolución francesa pudo detenerse en los «límites establecidos» por Bonaparte. Como la derrota no conlleva buen juicio, la Revolución rusa será incapaz de eso.

El retroceso de las fronteras fue definitivo en 1920, establecido por el tratado de Riga. Las fronteras rusas retrocedieron quinientos kilómetros.

También se puede desprender de esto una lección: para los rusos, el espacio no cuenta. Francia no puede perder quinientos kilómetros sin quedarse reducida a una mínima expresión de país; cuando los rusos se quedaron sin quinientos kilómetros, Rusia seguía existiendo (de nuevo es el mismo caso que en la actualidad, la Rusia de Putin se ha estrechado a los límites de la de Iván el Terrible).

Hay que decir que, para la mentalidad de Lenin, Rusia sólo era una etapa. Despreciaba a los
mujiks
por el retraso en que vivían y, fiel al marxismo, creía que la verdadera revolución no podía estallar más que en los países industrializados con clase obrera muy numerosa: Francia, Inglaterra, Alemania. Rusia no era más que un punto de partida provisional y fruto del azar. Con este fin, Lenin creó la Tercera Internacional en marzo de 1919, el
Komintern.

En todo el mundo se produjo una escisión dentro del socialismo, entre demócratas y totalitarios. En Francia, este cisma se produjo en el seno de la SFIO, en el congreso de Tours (1920), donde vio la luz el partido comunista francés.

Ni en Inglaterra ni en Francia tuvo éxito el comunismo. La Francia victoriosa era refractaria a la llamada de Lenin. Habrá que esperar hasta los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial para que los comunistas se hagan poderosos. Ni siquiera hubo una tentativa de golpe de estado. La Comuna de París no se repite. Sin embargo, una ola revolucionaria barrió el resto del mundo.

En primer lugar, en Alemania, la patria de Karl Marx, los comunistas, a los que se llamaba «espartaquistas», conducidos por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, se levantaron y tomaron el control de Berlín a principios de 1919. En el mismo momento, en Munich, con la caída de los príncipes bávaros, Kurt Eisner proclamó la República de los Consejos (soviets). Tras el hundimiento del Imperio de los Habsburgo, Bela Kun instauró en marzo de 1919, en Budapest, la dictadura del proletariado tan querida por Lenin.

El comunismo fue una religión. Una religión es algo por lo que se da la vida. La fe en Dios no es necesaria. En Francia se dio entre los soldados la religión de la patria. Pues bien, millones de hombres dieron sus vidas por la esperanza comunista, por otra parte perfectamente adaptada (algo que Lenin no había previsto) a un fondo místico ortodoxo: Marx, Lenin y Stalin formaban la Santísima Trinidad, y Moscú se conservaba como «la tercera Roma». De hecho, se convirtió en la capital de i Rusia con los soviets.

Pero ni el ejército alemán ni siquiera el austríaco eran comparables al ejército de los zares, disuelto en la anarquía. A pesar de sus derrotas, estaban intactos. Por lo tanto, los regimientos a las órdenes de los generales conservadores aplastaron las revueltas de Berlín. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron asesinados (al igual que Kurt Eisner en Munich). En Budapest, el almirante Horthy expulsó a Bela Kun. El ejército rojo intentó conquistar Polonia (protegida del comunismo por su catolicismo), pero esta vez, los franceses reaccionaron y ayudaron con eficacia al general Pilsudski (la misión francesa, al mando de Weygand, incluía a un oficial llamado De Gaulle) a rechazar a los soviéticos.

En China, Sun Yat Sen había proclamado la República en 1912. Después de una corta restauración imperial. Chiang Kai-chek, que realizó su aprendizaje político en el Moscú de los soviets, le sustituyó sobre un fondo de insurrecciones revolucionarias que Malraux relata en
Los con
quistadores.
Chiang, cediendo a las «sirenas» occidentales, aceptó masacrar a los comunistas en Shangai (tragedia de fondo en la novela de Malraux
La condición humana).
Pero el jefe del Kuo Ming-tang antes que nada estuvo muy influido por Moscú. Si el comunismo de Rosa Luxemburgo, de Karl Liebknecht y de Bela Kun es indiscutible, el de Chiang Kai-chek en la actualidad se oculta porque todos sabemos el giro que tomó.

Está emparentado con otros sobre los que, hoy en día, parece un sacrilegio hablar.

En Italia, Benito Mussolini (1885-1945) fue un jefe socialista, director del diario
Avanti.
Si su patriotismo le levantó contra los alemanes (al contrario que a Lenin), el partido fascista, que conquistó el poder en 1922, todavía se inspiraba mucho en el modelo leninista. Malaparte, intelectual italiano, en un principio partidario del Duce, admiraba a Lenin. Mussolini fue lo suficientemente inteligente como para dejar una función honorífica al rey y sobre todo para no tocar al Papa, el auténtico soberano del país (al contrario de Lenin, quien cayó en los excesos de la persecución anticristiana), pero conservaba sus ideas socialistas. En aquella época no era antisemita: apoyaba al sionismo. Su amante, Margarita Sarfati, la mujer de su vida, era una intelectual judía de Venecia. El era completamente ateo. Por supuesto, sabemos cómo siguió aquello: asesinato del diputado socialista Matteotti en 1914, la oposición comunista... Pero si el Duce no hubiera firmado la alianza con el demonio hitleriano, habría muerto en su cama y en el poder.

Turquía, también en 1922, vio triunfar a Mustafa Kemal (1881-1938), emparentado con el leninismo, igualmente olvidado...

Turquía, victoriosa en los Dardanelos, no había sido vencida, pero el Imperio otomano no pudo sobrevivir a la derrota de su poderoso protector alemán.

De un modo inconsciente, los aliados —ingleses, franceses, italianos y griegos— creyeron en la desaparición de los turcos. Se repartieron los restos del Imperio (Siria para Francia; Irak para Inglaterra; a Italia el Dodecaneso, etcétera). Los griegos, que habían entrado tarde en la guerra, tenían una idea fija: restaurar el Imperio bizantino, recuperar de manos turcas la Constantinopla que habían perdido en 1453. Aquella idea no era una locura: los helenos, mayoría en Constantinopla, también ocupaban el oeste de Anatolia. Se les entregó Esmirna, donde fueron recibidos por los griegos de Asia como libertadores.

Pero el pueblo turco existía, el ejército turco también, y Mustafa Kemal había vencido a los aliados en los Dardanelos. Se sublevaron. El propio Kemal, originario de Salónica, instauró una república en Ankara y su ejército aplastó al de los griegos en 1922. A continuación, expulsó a la población helena (igual que otros generales turcos habían expulsado poco antes a los armenios).

Nadie ha subrayado que la Grecia actual ocupa apenas la mitad del antiguo territorio poblado por los helenos. Homero era de Asia Menor, los filósofos presocráticos también. Cuando, hoy día, se recorre Anatolia, convertida en turca, allí se pueden admirar las más bellas ruinas helenísticas del mundo: Éfeso, Afrodita, el teatro de Aspendos, Marmaris, Pérgamo, etcétera.

Aquella tragedia supuso el éxodo de millones de griegos de Asia Menor, adonde nunca volverán. Territorialmente hablando, la actual Grecia vendría a ser como si Francia se hubiera quedado reducida al territorio de «zona libre» de Vichy.

Se ha olvidado que Kemal y Lenin se apreciaban y se admiraban. Kemal era ateo, persiguió al sultán, jefe de los creyentes, y abolió el califato. Suprimió la
saria
y creó un estado laico, llegó incluso a sustituir los caracteres árabes por caracteres latinos en la escritura turca. Firmó un tratado de buena vecindad con los soviéticos y en 1938 murió, cubierto de gloria, en su casa (como habría podido hacerlo su vecino Mussolini).

Constantinopla se había convertido en Estambul. Los campesinos musulmanes de Anatolia prefirieron salvar la patria con un general notoriamente ateo (y dado al alcohol) a mantenerse en la servidumbre con el califato. Los turcos son «ante todo, turcos» (eslogan que se puede leer por las carreteras de Anatolia). También detestan a los árabes, que se levantaron contra ellos en 1914-1918 (éste es el motivo por el que, hoy en día, los turcos son excelentes aliados de Israel).

No obstante, los partidos árabes de Oriente Próximo también pretendían ser laicos y socialistas. El partido Baas, siempre en el poder en Siria, también lo estuvo en Irak con Sadam Husein, fue —hasta la desaparición de éste— protegido de la Unión Soviética.

Sin embargo, la revolución mundial había sido pólvora mojada. Disminuido por un derrame cerebral, Lenin murió en 1924. Le sucedió Stalin —Iossif Vissarionovitch Yugachvili es su verdadero nombre—. Stalin renunció a la subversión internacional, y se limitó a utilizar la fe de los comunistas extranjeros en favor de Rusia. Inventó la teoría del «comunismo en un solo país» y, bastante poco ideólogo, estableció —bajo una tapa de comunismo— una terrible y sangrienta dictadura: multiplicó las purgas y los asesinatos y abrió por todas partes campos de concentración (el gulag). Expulsó a Trotski, un competidor con demasiada gloria, quien se refugió primero en Francia, donde André Malraux le conoció, y luego en México. Stalin dio la orden de asesinarlo a un agente soviético, en 1940, en México. En cualquier caso, la esperanza casi religiosa se mantenía a pesar de la dictadura estalinista.

El sol rojo de Octubre seguía iluminando fuera de la URSS a millones de militantes de buena fe. Es difícil entender el prestigio de los soviéticos, al que fueron sensibles personas no comunistas como Malraux y Gide, si no se tiene en cuenta su dimensión mesiánica. También esto explica por qué, hasta los años sesenta, ni la desilusión de Gide en
El regreso de la URSS
(1936), ni la de Boris Souvarine, expulsado del partido comunista francés por haber apoyado a Trotski, consiguieran hacer perder la fe a los creyentes. «Júpiter vuelve locos a los que quiere perder», recuerda el refrán latino.

Capítulo
28
La crisis, el New Deal, el nazismo

U
NA VEZ MUERTO
Lenin, el torrente revolucionario volvió a su cauce.

Desde 1924 hasta 1929 transcurre una especie de segunda
Belle Époque.
El mundo, dominado por Francia e Inglaterra, pareció restablecerse con un pacífico progreso; los americanos habían vuelto a sus casas; la Rusia de Stalin y de los «planes quinquenales» había abandonado, por un tiempo, su «revolución».

Es ésta una época muy próxima a la nuestra, la de la radio, la del cine sonoro, el
Tour
de Francia, el fútbol. La epopeya del correo aéreo, la línea de aviación (una línea postal) que unía Toulouse con Santiago de Chile sobrevolando el Sahara, el Atlántico sur y los Andes, en la que participaron Mermoz, Saint-Exupéry y Guillaumet. En 1927, el americano Lindbergh efectuó en su monoplano
Spirit of Saint Louis
la travesía aérea del Atlántico norte. Pronto, sobre los continentes, en Europa, en América, en África y en la India, los primeros aviones de pasajeros realizarán vuelos regulares (Air France se creará en 1933). En Alemania, los zeppelines (que habían bombardeado Londres durante la guerra) llevarán los primeros pasajeros sobre el Atlántico.

También es la época de la publicidad, que adquirió el esplendor que nosotros conocemos.

Las mujeres renacían. Durante la Gran Guerra, las mujeres habían tenido que reemplazar a los hombres (que habían marchado al frente) en los talleres, las fábricas, en los campos, en las oficinas, a pesar de que la República todavía se negaba a darles el derecho al voto. Pero en Estados Unidos se lo concedieron en 1920, y a continuación en la Turquía kemalista. La imagen de la mujer cambió, la
gargonne
se cortó el pelo y cambió el vestido de miriñaque por la falda corta.

El capitalismo cambió también. Abundaba el dinero, la Bolsa prosperaba. Las empresas se concentraban y pasaban a la producción en masa racionalizada (taylorismo): Ford, General Motors, US Steel. Las fábricas Ford producían nueve mil automóviles a motor diarios, del modelo T. Ford creó la teoría de aquel nuevo estilo de capitalismo: para ganar dinero, hay que vender mucho; para vender mucho, no hay que vender sólo a los burgueses sino también a los asalariados; para que los obreros puedan comprar coches, tienen que ganar lo suficiente. Ford aumentó en un 17% el número de sus empleados. La venta a crédito acabó por representar el 60% de las ventas de automóviles.

En Nueva York se levantaban los rascacielos (el Empire State Building con sus ochenta y seis pisos). Sin embargo, el sector agrícola se vio afectado por el progreso en Francia y también en Estados Unidos. El aumento de los salarios estaba muy lejos de alcanzar al de los precios (35%) y, sobre todo, al de los beneficios (62%). En América también era el momento de la «prohibición» del alcohol, típico de una sociedad puritana —la
Volstead Act
de 1919 no se derogará hasta 1933—, que trajo consigo el contrabando y el gangsterismo (Al Capone); el momento del racismo antinegro y antisemita del Ku Klux Klan y de los WASP
(White,
Anglo-Saxon, Protestants).

En Europa, Alemania parecía recuperar su equilibrio. En 1920 había nacido la República de Weimar (ciudad mediana de Turingia), cuyo presidente electo fue Hindenburg, un general de la Gran Guerra.

En febrero de 1929, Mussolini firmó con el Papa los acuerdos de Letrán, que pusieron fin a la crisis abierta en 1870 por la ocupación italiana de la ciudad pontificia. El Papa dispuso de un miniestado, el Vaticano, y de una estructura diplomática. Estos acuerdos, aún en vigor, conceden a la Iglesia católica el estatuto original de una religión que se enraiza en un estado simbólico. Decenas y decenas de países tienen destacado un embajador en el Vaticano, que, por su parte, envía nuncios apostólicos. Todavía hoy el Vaticano es un lugar frecuentado por la diplomacia secreta.

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