Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
La Resistencia, al principio era, atrevámonos a usar la palabra, un caos. Excepto Frenay, sus jefes eran improvisados. Debe su supervivencia al incuestionable apoyo de la población. Las historias sobre este asunto son innumerables.
Un resistente al que persigue la Gestapo entra en una peluquería en donde el peluquero trabaja con el retrato oficial de Pétain colgado en la pared. El peluquero, poniendo en peligro su vida, esconde al fugitivo.
El riesgo que corrían las redes era el de hacerse la guerra entre ellas, por el fuerte espíritu corporativo. Así derivaron los movimientos yugoslavos (Tito contra Mihailovic) o los griegos (comunistas contra monárquicos). El mérito de De Gaulle fue haber evitado eso federando las corrientes bajo su autoridad.
Aquí interviene la historia de Jean Moulin. Lo hemos visto como jefe de gabinete de Pierre Cot en 1940. Luego fue prefecto de Chartres. Antes que acusar injustamente a unos senegaleses, intentó cortarse el cuello. Cuando Vichy lo expulsó, llegó clandestinamente a Londres. La historia de la relación entre este prefecto de izquierdas y el general De Gaulle fue, de pronto, la historia de una confianza absoluta.
Señalemos que, aunque alrededor del general no estuviera toda Francia, sí había franceses de todas las tendencias: católicos e israelitas, ateos y francmasones, de derechas y de izquierdas. Un gran gaullista, Pierre Brossolette, que se opuso a menudo a Moulin, había sido editorialista del
Populaire;
un gobernador colonial negro, Félix Eboué, fue uno de sus primeros partidarios en el Chad.
Jean Moulin, lanzado en paracaídas en Francia como delegado del general De Gaulle, consiguió después de muchas peripecias crear y reunir (en la calle de Tour, en París) el Consejo Nacional de la Resistencia (CNR), que reagrupaba a todas las corrientes y partidos políticos.
Jean Moulin fue traicionado (en las estructuras siempre aparecen agentes dobles), detenido y torturado; murió. Pero había cumplido su trabajo. Era la época de los mensajes personales, a los que Pierre Dac aportaba su punto de humor (del tipo: «Mi anciana tía se ha caído del granero»); la época de los paracaidistas en la noche: los pequeños Lysander hacían de transporte entre la Francia ocupada e Inglaterra y, durante las horas de luna llena, dejaban caer a los paracaidistas delante de las narices de los alemanes.
El homenaje que Malraux dedicó a Jean Moulin, cuando sus cenizas fueron trasladadas al Panteón, no tiene desperdicio:
Jean Moulin no creó Combate, Liberación, Francotiradores... No creó los regimientos, pero fue él quien los armó. Él fue el Carnot de la Resistencia... Era la época en la que escuchábamos atentamente los ladridos de los perros en los campos, en lo más oscuro de la noche..., paracaidistas multicolores, cargados de armas y de cigarrillos, caían del cielo sobre el fuego que ardía en los claros... La época de los sótanos [la Gestapo] y de los gritos desesperados que lanzan los torturados con voz de niños...
Jean Moulin, detenido, salvajemente golpeado, con la cabeza ensangrentada, los órganos reventados, alcanzó el límite del sufrimiento humano sin jamás traicionar un secreto; él, que los sabía todos... Como Leclerc entró en los Inválidos con su cortejo de exaltación del sol de África y de los combates de Alsacia, entra aquí [en el Panteón] Jean Moulin, con tu terrible cortejo. Con los que han muerto en los sótanos sin haber hablado, como tú; e incluso, lo que quizá sea más atroz, habiendo hablado; con todos los marcados y los despellejados en los campos de concentración, con los últimos cuerpos de las horrorosas filas de «noche y niebla» que tropiezan y finalmente caen a culatazos; con los ocho mil franceses que no volvieron de los bagres
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con la última mujer muerta en Ravensbrück por haber dado asilo a uno de los nuestros. Entre nuestros hermanos dentro del orden de la noche, junto al pueblo nacido de la sombra y desaparecido con ella.
De Gaulle combatía contra los alemanes, pero también tenía que imponerse a los aliados. Sabemos que sus relaciones con Churchill fueron tormentosas, pero marcadas por la mutua admiración. Churchill decía del jefe de la Francia libre: «Es un gran animal». Roosevelt, un puritano demócrata que desde junio de 1940 pensaba que Francia estaba acabada, no podía comprender a De Gaulle, aquella especie de Cirano empenachado.
Después del desembarco americano en el África del Norte francés, el presidente americano se atrevió, por un momento, a aliarse con Darían, el almirante de Vichy; luego, tras su asesinato por un joven patriota (si se pudiera justificar el asesinato político habría que mostrar indulgencia con este Bonnier de La Chapelle), Roosevelt rechazó a Giraud, un general valiente y estúpido, además de servil con los americanos. A De Gaulle no le costó triunfar por encima de aquel obtuso. La República francesa renacía en 1943 en Argel. El general se impuso al ejército francés reconstituido en la batalla final. El ejército de África desembarcó en Provenza —es el único caso de indígenas de una colonia (mezclados con evadidos de Francia y descendientes de segunda generación de franceses, ya nacidos en África) que acuden a liberar a su metrópoli—. Desde Normandía, el general Leclerc, antiguo capitán del Chad, y su fogosa Segunda División Blindada se lanzaron hacia París.
De Gaulle intentó también controlar las insurrecciones de la Resistencia, a la que, a veces, los alemanes ahogaban en sangre, como sucedió en Vercors, en julio de 1944. Por todas partes los «comisarios de la República» sustituían a los prefectos de Vichy. Cuando los alemanes se llevaron al mariscal a su país, a Sigmaringen —una ciudad termal, pero en la Selva Negra—, París se sublevó. (En ese mismo momento, los alemanes arrasaban la Varsovia insurrecta.) Era un golpe de una audacia inaudita. Salió bien. El 24 de agosto de 1944, el pelotón blindado del capitán Dronne (formado por muchos soldados, antiguos republicanos españoles; que también se llamaba la
Nueve*)
llegó a las puertas del Ayuntamiento, que estaba ocupado por el Consejo Nacional de la Resistencia.
El 25 de agosto, tras haber recuperado la oficina del Ministerio de la Guerra que cuatro años antes había abandonado, De Gaulle, zarandeado por la muchedumbre, lanzaba su famoso grito: «París ultrajado, París humillado, pero París liberado...». El 26 recorrió los Campos Elíseos a la cabeza de una multitud anárquica, entusiasta e inmensa. Un momento de gloria que sólo fue un farol: los alemanes todavía estaban en Bourget.
En Berlín, el general de Lattre de Tassigny firmó la capitulación nazi junto a rusos, americanos e ingleses. Al entrar en la sala, el plenipotenciario alemán no pudo contener el grito de: «¡¿Cómo, los franceses también?!».
De Gaulle y Francia, a pesar de Vichy, habían ganado.
Militarmente, la «Francia libre» (que a pesar de todo aún seguía siendo la tercera potencia militar de la alianza occidental, después de los americanos y de los ingleses: un millón de soldados; más de cien mil resistentes, muchos de ellos amalgamados en el ejército), a diferencia de lo que había sucedido en 1914, no tuvo el protagonismo. Pero sin la Francia libre, el honor de la nación se habría visto comprometido. Aquélla fue una loca epopeya. Dejemos las palabras finales a Leclerc. Cuando De Gaulle le escribió en enero de 1945: «Todo lo exagerado es insignificante», Leclerc le respondió: «No comparto esa opinión. Todo lo que hemos hecho de grande y de útil siguiéndole a usted era "exagerado e irracional"».
E
L CONFLICTO
de 1939 a 1945, ya lo hemos dicho, fue de hecho la primera guerra realmente mundial; la guerra de 1914 había sido una contienda europea con algunas operaciones en ultramar. En el pasado no habían faltado las operaciones de ultramar (los conflictos entre portugueses y árabes en el mar Rojo o en el Golfo, entre franceses e ingleses en América y en la India, entre americanos y españoles en Cuba), pero se puede decir que realmente la Segunda Guerra Mundial es el primer conflicto en el que se enfrentan beligerantes del mundo entero. Por eso la llamamos la Gran Guerra Mundial (queda el nombre de Gran Guerra para la de 1914). Aunque no se convirtió en mundial hasta 1941.
Tras la caída de Francia, Gran Bretaña se quedó sola, con su imperio colonial —el ejército de la India tuvo para Inglaterra una importancia comparable a la del ejército africano para Francia— y la ayuda de sus dominios. Aunque no estaban obligados, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica acudieron en ayuda de la metrópoli, principalmente Canadá y Australia. Pero la República de Irlanda (independiente desde 1922) se mantuvo obstinadamente neutral.
El canciller nazi admiraba la Inglaterra imperial. Dentro de su escala de valores racistas, los ingleses, «grandes arios rojos», estaban situados justo por debajo de los arios rubios (Hitler era bajo y moreno). Habría evitado con gusto continuar las hostilidades con Gran Bretaña. Es verdad que había ordenado a su Estado Mayor un plan de invasión, el proyecto «Otaria», que proyectaba el desembarco en las islas; pero, en aquel momento, el Führer deseaba la paz con Albion. (Rudolf Hess, delfín de Hitler, aún en 1941, saltó en paracaídas sobre Escocia para proponer un plan de paz por separado. Se le consideraba un loco, pero quizá no lo fuera tanto.)
Hitler decía a propósito de los ingleses: «Para ellos el mar, para nosotros la tierra». Muchos nobles ingleses habrían aceptado aquella oferta. Entre ellos había simpatizantes nazis; por ejemplo, el duque de Windsor, antiguo rey destronado (y sustituido en Londres por su hermano Jorge VI en diciembre de 1936) por haber querido casarse con una divorciada americana que residía en Lisboa. Temiendo que se uniera a los alemanes, Churchill le nombró, de modo honorífico, gobernador de las Bahamas. Durante todo el mes de julio de 1940, Hitler esperó.
No podía contar con Winston Churchill. En el poder desde hacía tres meses, el Premier británico era un personaje
shakespeariano.
El escritor Albert Cohen, que lo conoció entonces, lo describe «viejo como un profeta, apuesto como un genio y serio como un niño». El
deal
con Alemania habría salvado los intereses del Imperio británico, pero esto era contrario al concepto que el viejo león tenía del honor.
Hitler, pues, se resignó a desencadenar la «Batalla de Inglaterra» (del 13 de agosto al 12 de octubre de 1940). Pidió a la
Luftwaffe
que aplastara la RAF. Cuando los ingleses ya no tuvieran aviación, la
Luftwaffe
podría hundir impunemente los barcos de la
Navy
y Alemania podría ocupar las Islas Británicas con toda facilidad, puesto que el ejército inglés no había vuelto de Dunkerque. Churchill levantaría otro ejército, pero necesitaba tiempo, a pesar de haber restablecido el reclutamiento.
La batalla aérea fue violenta. Los alemanes destruyeron las bases aéreas inglesas; después, error fatal, empezaron a bombardear Londres para acabar con la moral del pueblo. Hoy en día se sabe, sin embargo, que los bombardeos exaltan el patriotismo de los bombardeados. (Siempre hay una excepción: los bombardeos atómicos hicieron ceder a los japoneses.) De hecho, el
Blitz
fracasó. Y, sobre todo, la RAF superó a la
Luftwaffe.
La primera perdió novecientos aviones, pero los alemanes mil cazas y miles de bombarderos. Un invento reciente que los ingleses pusieron en práctica, el radar, se reveló decisivo. También el valor de los pilotos británicos. Churchill les rindió homenaje con una frase lapidaria: «
Never in the field of human conflict was so much owed by so
many to so few»,
[Nunca en el campo de los conflictos humanos se debió tanto a tan pocos].
Sin embargo, Inglaterra seguía sola. Mussolini, pretendiendo hacerse el interesante, invadió Grecia; su ejército fue vencido y la
Wehrmacht
tuvo que acudir en ayuda de los italianos.
Los alemanes, ocuparon los Balcanes, Yugoslavia y Grecia, e hicieron retirarse a las tropas inglesas. Los paracaidistas hitlerianos saltaron sobre la isla de Creta y la conquistaron tras unas pérdidas inauditas (los paracaidistas no están preparados para las acciones en masa; más tarde quedará demostrado en Arnhem). El Mediterráneo ya no era seguro para la
Navy...
Los alemanes, un año después de la campaña de Francia (mayo de 1941), parecían invencibles. Inglaterra, salvada por el mar, permanecía inviolable en su isla.
El 22 de junio de 1941, el
Führer,
inició la operación Barbarroja para invadir la URSS. Quienes habían leído
Mein Kampf
sabían que lo haría. A Stalin le cogió por sorpresa. El dictador ruso no tenía nada en contra del nacionalsocialismo, al que su régimen se parecía mucho (excepto en su delirante racismo). Con Hitler se había repartido Polonia y los países Bálticos. En 1941, los trenes rusos llenos de trigo o de petróleo seguían viajando a Alemania. Hasta a un gánster puede engañarlo otro que lo sea más que él.
El ejército rojo fue aplastado por completo, dejando al enemigo millones de prisioneros. La campaña de Francia se repetía. Sólo su propia inmensidad salvó a Rusia, de la que Clausewitz ha dicho que es inconquistable. Sin embargo, los pánzer se dirigían hacia Moscú. Tras días de silencio y depresión, Stalin habló por radio. Ya no por una cuestión de comunismo y cantaradas; pedía a sus queridos hermanos que salvaran a Rusia de la invasión de los teutones. Los alemanes fueron detenidos a unos cuantos kilómetros de Moscú, por el invierno ruso y por el contraataque de las tropas siberianas que Stalin (sabiendo que Japón no se movería) mandó volver de Extremo Oriente.
El 7 de diciembre de 1941 se producía un acontecimiento más sorprendente todavía: sin previa declaración de guerra, Japón aniquilaba la flota americana reunida en la base de Pearl Harbor, en las islas Hawai (con la excepción de tres portaaviones que estaban patrullando). Los aviones nipones, que habían despegado antes del amanecer desde los puentes de diez portaaviones, enviaron a los acorazados americanos al fondo del mar.
Ya en junio, los ingleses habían firmado una alianza con los soviéticos. «Para vencer a Hitler, estoy dispuesto a aliarme con el diablo», había dicho Churchill.
Entonces es cuando Italia y la Alemania nazi declaran la guerra a Estados Unidos. Se vieron aparecer submarinos alemanes (los famosos U-Boote) ante Manhattan.
En el puente del principal portaaviones japonés, los marinos ofrecían un cóctel a los valerosos aviadores. El almirante nipón permanecía en silencio. Un joven piloto le preguntó por qué después de una victoria tan brillante parecía preocupado. El almirante le respondió: «Hemos despertado al dragón y no sabemos cuándo volverá a dormirse».