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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (104 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Fue entonces a la ventana y, abriéndola, dijo:

—¡Qué calor hace aquí dentro!

Y lo siguió con la mirada hasta que desaparecieron las blancas plumas de su sombrero.

Luego volvió a sentarse a la rueca y reemprendió su labor.

Pero le vino a la memoria un estribillo que la vieja solía repetir mientras hilaba, y se puso a cantarlo:

«Huso, huso, sal de casa diligente

y ve a buscar al pretendiente.»

¿Qué sucedió? Pues que el huso le saltó en el acto de la mano y se escapó por la puerta; y cuando la doncella, asombrada, asomóse para averiguar qué se había hecho de él, lo vio danzando alegremente por el campo, dejando tras de sí una brillante hebra dorada. A los pocos momentos había desaparecido de su vista.

La muchacha, como no tenía ningún otro huso, cogió la lanzadera y se puso a tejer.

Mientras tanto, el huso seguía saltando, hasta que alcanzó al príncipe, justamente cuando se terminaba el hilo.

—¿Qué es lo que veo? —exclamó el joven—. Sin duda este huso quiere llevarme a algún sitio.

Y, volviendo grupas, siguió el hilo de oro.

La muchacha continuaba en su trabajo y se le ocurrió cantar:

«Lanzaderita, teje sin ceder

y al pretendiente me vas a traer.»

Y en seguida, saltándole la lanzadera de la mano, traspasó la puerta y se puso en el umbral a tejer una alfombra, hermosa como no se ha visto otra igual. En los bordes florecían rosas y lirios, y en el centro, bajo un fondo de oro, se enredaban verdes pámpanos, entre los cuales asomaban la cabecita liebres y conejos, ciervos y corzos, mientras en las ramas se posaban innúmeras avecillas multicolores, tan a lo vivo, que sólo les faltaba cantar. La lanzadera saltaba rápidamente de un lado a otro, la alfombra crecía a ojos vistas.

Ya que se le había escapado la lanzadera, la muchacha se puso a coser y, manejando la aguja, cantó:

«Agujita, tan fina y afilada,

haz que halle el novio la casa adornada.»

Y he aquí que la aguja, desprendiéndose de sus dedos, empezó a volar por la habitación, rápida como una centella. No parecía sino que la manejasen espíritus invisibles; en pocos momentos, la mesa y los bancos quedaron tapizados de tela verde; las sillas, de terciopelo; y cortinas de seda colgaron de las ventanas.

Apenas la aguja había dado la última puntada, la muchacha vio, a través de la ventana, las blancas plumas del sombrero del príncipe, que volvía guiado por la dorada hebra del huso.

Apeóse y franqueó la puerta, pisando la alfombra; y al entrar en el aposento encontróse con la doncella en su humilde vestido, pero encendida como rosa en el rosal.

—Tú eres la más pobre y, a la vez, la más rica —le dijo—. Vente conmigo; serás mi prometida.

Ella le alargó la mano sin decir palabra. El príncipe la besó, la montó a grupas de su caballo y se encaminó al palacio real, donde se celebró la boda con inusitado regocijo.

El huso, la lanzadera y la aguja fueron guardados, con todos los honores, en la cámara del tesoro.

El labrador y el diablo

E
RASE una vez un labradorzuelo tan listo como astuto, de cuyas tretas podrían contarse no pocas historias, aunque la más graciosa de todas es la burla y mala pasada que le hizo al diablo.

Un día en que el campesino había terminado su labor y se disponía a regresar a su casa a la hora del crepúsculo vio, en medio del campo, un montón de carbones encendidos. Acercóse muy extrañado y vio a un negro diablillo que estaba sentado encima.

—¿Estás sentado sobre un tesoro? —preguntóle el labrador.

—Sí —respondió el diablo—. Sobre un tesoro en el que hay más oro y plata del que jamás viste en tu vida.

—El tesoro está en mi campo y, por tanto, me pertenece —dijo el labrador.

—Tuyo será —replicó el diablo— si durante dos años te comprometes a darme la mitad de lo que produzca tu campo. Dinero me sobra, pero me gustan los frutos de la tierra.

El campesino aceptó el trato, con una objeción:

—Para que no haya peleas a la hora de repartir, tú te quedarás con lo que haya sobre el suelo, y yo con lo que haya debajo.

Parecióle bien al diablo, sin saber que el astuto labrador había sembrado nabos.

Cuando llegó el tiempo de la cosecha presentóse el diablo para llevarse su parte; pero sólo encontró marchitas hojas amarillas, mientras el labrador, alegre y satisfecho, se quedaba con los nabos

—Esta vez has llevado ventaja —protestó el diablo—, pero a la próxima no te valdrá. Será tuyo lo que crezca encima del suelo, y mío lo que haya debajo.

—Conforme —dijo el campesino.

Pero a la hora de la siembra no plantó nabos, como la vez anterior, sino trigo.

Ya maduro el cereal, el hombre se fue al campo y segó los tallos a ras del suelo, y cuando se presentó el diablo, al no encontrar más que rastrojos, enfurecido se precipitó por un despeñadero.

—Así se caza a los zorros —dijo el campesino mientras se llevaba el tesoro.

Las migajas de la mesa

D
IJO un día el gallo a sus polluelos:

—Vamos corriendo al cuarto de arriba a picotear las migas de la mesa; el ama se ha marchado de visita.

Pero los pollitos replicaron:

—¡No, no, no vamos! Ya sabes que siempre andamos a la greña con el ama.

—No sabrá nada —insistió el gallo—. ¡Ala, venid conmigo! Nunca nos da nada bueno.

Los polluelos se mantuvieron en sus trece:

—¡Qué no y que no! No subiremos.

Sin embargo, el crestarroja no los dejó en paz hasta conseguir sus propósitos y, subiéndose a la mesa, pusiéronse a comer las migas a toda velocidad.

Pero he aquí que se presentó de súbito la dueña y, agarrando una estaca, enredóse a palos con toda la pollada.

Una vez reunidos de nuevo frente a la casa, los polluelos dijeron al gallo:

—¡Ta-ta-ta-tal como habíamos dicho!

El gallo se echó a reír y respondió:

—¡Qui-qui-qui-quitaros de aquí!

Y se fueron.

El lebrato marino

V
IVÍA cierta vez una princesa que tenía en el piso más alto de su palacio un salón con doce ventanas, abiertas a todos los puntos del horizonte, desde las cuales podía ver todos los rincones de su reino.

Desde la primera, veía más claramente que las demás personas; desde la segunda, mejor todavía, y así sucesivamente, hasta la duodécima, desde la cual no se le escapaba nada de cuanto había y sucedía en sus dominios, en la superficie o bajo tierra.

Como era en extremo soberbia y no quería someterse a nadie, sino conservar el poder para sí sola, mandó pregonar que se casaría con el hombre que fuese capaz de ocultarse de tal manera que ella no pudiese descubrirlo. Pero aquel que se arriesgase a la prueba y perdiese, sería decapitado y su cabeza clavada en un poste.

Ante el palacio levantábanse ya noventa y siete postes, rematados por otras tantas cabezas, y pasó mucho tiempo sin que aparecieran más pretendientes. La princesa, satisfecha, pensaba: «Permaneceré libre toda la vida».

Pero he aquí que comparecieron tres hermanos dispuestos a probar suerte. El mayor creyó estar seguro metiéndose en una poza de cal, pero la princesa lo descubrió ya desde la primera ventana y ordenó que lo sacaran del escondrijo y lo decapitasen. El segundo se deslizó a las bodegas del palacio, pero también fue descubierto desde la misma ventana, y su cabeza ocupó el poste número noventa y nueve.

Presentóse entonces el menor ante Su Alteza, y le rogó le concediese un día de tiempo para reflexionar y, además, la gracia de repetir la prueba por tres veces; si a la tercera fracasaba, renunciaría a la vida.

Como era muy guapo y lo solicitó con tanto ahínco, díjole la princesa:

—Bien, te lo concedo; pero no te saldrás con la tuya.

Se pasó el mozo la mayor parte del día siguiente pensando el modo de esconderse, pero en vano.

Cogiendo entonces una escopeta, salió de caza, vio un cuervo y le apuntó; y cuando se disponía a disparar, gritóle el animal:

—¡No dispares, te lo recompensaré!

Bajó el muchacho el arma y se encaminó al borde de un lago, donde sorprendió un gran pez que había subido del fondo a la superficie.

Al apuntarle, exclamó el pez:

—¡No dispares, te lo recompensaré!

Perdonóle la vida y continuó su camino, hasta que se topó con una zorra que iba cojeando. Disparó contra ella, pero erró el tiro; y entonces le dijo el animal:

—Mejor será que me saques la espina de la pata.

Él lo hizo así, aunque con intención de matar la raposa y despellejarla; pero el animal dijo:

—Suéltame y te lo recompensaré.

El joven la puso en libertad y, como ya anochecía, regresó a casa.

El día siguiente había de ocultarse; pero por mucho que se quebró la cabeza, no halló ningún sitie a propósito.

Fue al bosque, al encuentro del cuervo, y le dijo:

—Ayer te perdoné la vida; dime ahora dónde debo esconderme para que la princesa no me descubra.

Bajó el ave la cabeza y estuvo pensando largo rato hasta que, al fin, graznó:

—¡Ya lo tengo!

Trajo un huevo de su nido, partiólo en dos y metió al mozo dentro; luego volvió a unir las dos mitades y se sentó encima.

Cuando la princesa se asomó a la primera ventana no pudo descubrirlo, y tampoco desde la segunda; empezaba ya a preocuparse cuando, al fin, lo vio desde la undécima. Mandó matar al cuervo de un tiro y traer el huevo; y, al romperlo, apareció el muchacho.

—Te perdono por esta vez; pero como no lo hagas mejor estás perdido.

Al día siguiente se fue el mozo al borde del lago y, llamando al pez, le dijo:

—Te perdoné la vida; ahora indícame dónde debo ocultarme para que la princesa no me vea.

Reflexionó el pez un rato y, al fin, exclamó:

—¡Ya lo tengo! Te encerraré en mi vientre.

Y se lo tragó, y bajó a lo más hondo del lago.

La hija del Rey miró por las ventanas sin lograr descubrirlo desde las once primeras, con la angustia consiguiente; pero desde la duodécima lo vio. Mandó pescar al pez y matarlo y, al abrirlo, salió el joven de su vientre. Fácil es imaginar el disgusto que se llevó.

Ella le dijo:

—Por segunda vez te perdono la vida, pero tu cabeza adornará, irremisiblemente, el poste número cien.

El último día, el mozo se fue al campo descorazonado y se encontró con la zorra.

—Tú que sabes todos los escondrijos —díjole— aconséjame, ya que te perdoné la vida, dónde debo ocultarme para que la princesa no me descubra.

—Difícil es —respondió la zorra poniendo cara de preocupación; pero, al fin, exclamó—. ¡Ya lo tengo!

Fuese con él a una fuente y, sumergiéndose en ella, volvió a salir en figura de tratante en ganado. Luego hubo de sumergirse, a su vez, el muchacho, reapareciendo transformado en lebrato de mar.

El mercader fue a la ciudad, donde exhibió el gracioso animalito, reuniéndose mucha gente a verlo. Al fin, bajó también la princesa y, prendada de él, lo compró al comerciante por una buena cantidad de dinero.

Antes de entregárselo, dijo el tratante al lebrato:

—Cuando la princesa vaya a la ventana, escóndete bajo la cola de su vestido.

Al llegar la hora de buscarlo, asomóse la joven a todas las ventanas, una tras otra, sin poder descubrirlo; y al ver que tampoco desde la duodécima lograba dar con él, entróle tal miedo y furor que, a golpes, rompió en mil pedazos los cristales de todas las ventanas, haciendo retemblar todo el palacio.

Al retirarse y encontrar el lebrato debajo de su cola, lo cogió y, arrojándolo al suelo, exclamó:

—¡Quítate de mi vista!

El animal se fue al encuentro del mercader y, juntos, volvieron a la fuente. Se sumergieron de nuevo en las aguas y recuperaron sus figuras propias.

El mozo dio gracias a la zorra, diciéndole:

—El cuervo y el pez son unos aprendices, comparados contigo. No cabe duda de que tú eres el más astuto.

Luego se presentó en palacio, donde la princesa lo aguardaba ya resignada a su suerte. Celebróse la boda, y el joven convirtióse en rey y señor de todo el país.

Nunca quiso revelarle dónde se había ocultado la tercera vez ni quien le había ayudado, por lo que ella vivió en la creencia de que todo había sido fruto de su habilidad y, por ello, le tuvo siempre en gran respeto ya que pensaba: «Éste es más listo que yo».

El tambor

U
N anochecer caminaba un joven tambor por el campo completamente solo y, al llegar a la orilla de un lago, vio tendidas en ellas tres diminutas prendas de ropa blanca. «¡Vaya unas prendas bonitas!», se dijo, y se guardó una en el bolsillo.

Al llegar a su casa, metióse en la cama, sin acordarse ni por un momento de su hallazgo. Pero cuando estaba a punto de dormirse, parecióle que alguien pronunciaba su nombre. Aguzó el oído y pudo percibir una voz dulce y suave que le decía:

—¡Tambor, tambor, despierta!

Como era noche oscura, no pudo ver a nadie; pero tuvo la impresión de que una figura se movía delante de su cama.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Devuélveme mi camisita —respondió la voz—; la que me quitaste anoche junto al lago.

—Te la daré si me dices quién eres —respondió el tambor.

—¡Ah! —clamó la voz—. Soy la hija de un poderoso rey; pero caí en poder de una bruja y vivo desterrada en la montaña de cristal. Todos los días, mis dos hermanas y yo hemos de ir a bañarnos al lago; pero sin mi camisita no puedo reemprender el vuelo. Mis hermanas se marcharon ya; pero yo tuve que quedarme. Devuélveme la camisita, te lo ruego.

—Tranquilízate, pobre niña —dijo el tambor—. Te la daré con mucho gusto.

Y, sacándosela del bolsillo, se la alargó en la oscuridad. Cogióla ella y se dispuso a retirarse.

—Aguarda un momento —dijo el muchacho—. Tal vez pueda yo ayudarte.

—Sólo podrías hacerlo subiendo a la cumbre de la montaña de cristal y arrancándome del poder de la bruja. Pero a la montaña no podrás llegar; aún suponiendo que llegaras al pie, jamás lograrías escalar la cumbre.

—Para mí, querer es poder —dijo el tambor—. Me inspiras lástima, y yo no le temo a nada. Pero no sé el camino que conduce a la montaña.

—El camino atraviesa el gran bosque poblado de ogros —respondió la muchacha—. Es cuanto puedo decirte.

Y la oyó alejarse.

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