Asentí.
—Sin embargo, un día una vecina a quien conocía de vista, de saludarnos por la calle, vino a visitarme y me dijo que su hija quería que le diese clases de piano. Aunque la llame vecina, su casa estaba, en realidad, bastante lejos de la mía, y yo no conocía a su hija. Pero, según decía la señora, la niña solía pasar por delante de casa y, al oírme tocar el piano, se emocionaba. También me había visto, y al parecer sentía una gran admiración hacia mí. Estaba en segundo de secundaria y había recibido clases, pero por entonces no tenía profesor.
»Rehusé. Le dije que había estado muchos años sin tocar y que, si fuera una principiante, todavía, pero enseñar a una chica que ya había recibido clases durante varios años me era imposible. Ante todo, yo estaba ocupada cuidando de mi hija y, además, aunque eso no se lo comenté a la madre, por supuesto, una chica que cambiaba constantemente de profesor no podría llegar lejos. Entonces la madre me pidió que al menos le hiciera el favor de conocer a su hija. ¡En fin! Era una mujer muy testaruda y no me hubiera resultado fácil negarme, así que acepté insistiendo en que sólo conocería a la niña. Al cabo de tres días la hija se presentó en casa, sola. Era hermosa como un ángel. Tenía una belleza angelical. Fue la primera y última vez en mi vida que vi una chica tan hermosa. Tenía el pelo largo y negro como la tinta china, los brazos y las piernas largos y gráciles, los ojos brillantes, los labios delgados y suaves como acabados de hacer. Al verla, me quedé sin habla. Cuando se sentó en el sofá de la sala de estar, la estancia parecía haberse transformado en otra mucho más lujosa. Si la mirabas de frente, quedabas deslumbrado. Tenías que entornar los ojos.
»Así era ella. Aún hoy me parece verla. —Reiko entornó los ojos como si tratara de imaginársela—. Estuvimos hablando alrededor de una hora mientras tomábamos una taza de café. Charlamos de música, de la escuela… Parecía inteligente. Sus opiniones eran claras, agudas, tenía el talento innato de quienes saben atraer el interés de su interlocutor. Casi me daba miedo. ¿Por qué la temía? Entonces no lo sabía. Sólo se me pasó por la cabeza que probablemente fuera su inteligencia aguda lo que temía. Cuando hablaba con ella iba perdiendo la capacidad de juzgar.
»En resumen, era demasiado joven y hermosa, y eso me aplastó, acabé viéndome a mí misma como un ser muy inferior. Si abrigaba algún pensamiento negativo respecto a ella, me daba la impresión de que ésta era una idea retorcida. —Negó con la cabeza varias veces—. Si yo fuera tan hermosa e inteligente como ella, sería una persona mucho más normal. ¿Qué más se puede pedir? Adorándola como la adoraba todo el mundo, ¿por qué atormentaba a los seres inferiores, más débiles que ella, y los presionaba? ¿Qué razones podía tener para hacer eso?
—¿Te hizo algo terrible?
—Vayamos por partes. Aquella chica era una mentirosa patológica. Una enferma. Se lo inventaba todo. Y acababa creyéndose lo que decía. Con tal de cuadrar las historias, iba cambiando esto y aquello a su antojo. Sin embargo, en cuanto yo pensaba «¡Qué extraño! No puede ser», ella tenía una inteligencia tan rápida que me tomaba la delantera, amañaba las cosas sin que me diera cuenta. No podía creer que todo fuera mentira. Nadie hubiera podido imaginar que una chica tan guapa mintiera sobre cosas tan insignificantes. Al menos yo no pude. Escuché sus mentiras durante un año y medio sin sospechar nada. Sin saber que se lo había inventado todo de cabo a rabo. Increíble.
—¿Qué clase de mentiras decía?
—De todo tipo. —Reiko sonrió con sarcasmo—. Cuando alguien miente una vez, luego tiene que seguir mintiendo para encubrir esa primera mentira. A eso lo llaman mitomanía. Pero, en el caso de los mitómanos, las mentiras que cuentan son inofensivas, y la mayoría de la gente que los rodea se da cuenta. Pero esta chica era diferente. Mentía para protegerse a sí misma y, para ello, hacía daño a los demás sin pestañear. Además, utilizaba a cualquiera que estuviera a su alcance. Mentía según quién fuera su interlocutor. A las personas que pudieran descubrirla fácilmente, como su madre o sus amigas, no les mentía, y cuando no le quedaba más remedio que hacerlo, tomaba infinitas precauciones. Nunca les decía ninguna mentira susceptible de ser descubierta. Si la descubrían, se inventaba una excusa o pedía perdón con voz suplicante y las lágrimas saltándole de sus bonitos ojos. Nadie podía enfadarse con ella.
»Sigo sin entender por qué me eligió a mí. ¿Me eligió como una víctima más o, más bien, para que la ayudara? Hoy todavía no lo sé. Tanto da. Ya todo ha terminado y así es como han ido las cosas.
Hubo un breve silencio.
—Ella me repitió lo que había dicho su madre. Me dijo que, al pasar por delante de casa, me había oído tocar el piano y que se había emocionado, que me había visto por la calle y que me admiraba. Me sonrojé. ¿Aquella chica, hermosa como una muñeca, me admiraba? Pero eso no creo que fuera mentira. Yo pasaba de los treinta y no era tan bonita e inteligente como ella, ni tampoco poseía un talento especial. Pero había algo en mi interior que la atraía. Tal vez algo que a ella le faltaba. Por eso había despertado su interés. Ésta es la conclusión a la que he llegado. Y, oye, no estoy presumiendo.
—Ya me lo imagino —dije.
—Trajo unas partituras y me preguntó si podía tocarlas. Le respondí que sí. Y tocó una
Invención
de Bach. ¡Qué interpretación tan interesante! ¿O debería decir extraña? En todo caso, no era normal. No era una interpretación correcta. La chica jamás había estudiado en una academia, había tomado clases en días alternos, así que tocaba muy a su aire. El sonido no era pulido. En los exámenes de ingreso en el conservatorio la hubieran suspendido inmediatamente. Pero se hacía escuchar. Los pasajes más importantes se hacían escuchar. ¡Una
Invención
de Bach, nada menos! Eso hizo que empezara a sentir interés hacia ella. «¿Quién será esa chica?», me decía.
»Con todo, el mundo está lleno de chicas que tocan a Bach muchísimo mejor que ella. Las hay que lo tocan veinte veces mejor. Pero sus interpretaciones raramente tienen contenido. Son vacías. En su caso, en cambio, la técnica era mala, pero tenía algo que atraía. Al menos a mí. Pensé que valía la pena darle clases. Por supuesto, ya era tarde para corregir todos sus errores y hacer de ella una profesional. Pero tal vez sería posible convertirla en una pianista que fuera capaz de disfrutar tocando el piano, como yo en aquella época, y ahora, claro. Éste fue, al fin y al cabo, un deseo vano. Porque no era de esas personas que hacen algo en silencio, para sí mismas. Se trataba de una chica que, para provocar la admiración en los demás, utilizaba cualquier medio a su alcance y lo calculaba todo minuciosamente. Sabía qué tenía que hacer exactamente para que los demás la admiraran o la alabaran. Y también sabía cómo tenía que tocar para llamar mi atención. Todo estaba calculado al detalle. Había practicado la
Invención
una y otra vez. Saltaba a la vista. Con todo, incluso ahora, que soy consciente de esto, sigo pensando que su interpretación era maravillosa, y que, si pudiera volver a escucharla, me daría un vuelco el corazón. A pesar de todas sus astucias, mentiras y defectos. ¿No te parece? En la vida ocurren estas cosas.
Tras soltar una tos seca, Reiko interrumpió su relato y enmudeció un momento.
—¿Y la aceptaste como alumna? —pregunté.
—Sí. Venía una vez por semana, toda la mañana del sábado. En su escuela hacían fiesta los sábados. No faltó nunca, jamás llegó tarde, era una alumna ideal. Estudiaba. Y, al terminar la clase, comíamos pastel y hablábamos. —En este punto Reiko miró su reloj—. Deberíamos volver a casa. Me preocupa Naoko. ¿No me digas que te habías olvidado de ella?
—¡No! —dije riendo—. Pero la historia me ha atrapado.
—Si quieres saber cómo continúa, te lo cuento mañana. Es una historia un poco larga. No puede contarse toda de golpe.
—Pareces Scherezade.
—Sí, y tú ya no podrás volver a Tokio. —Reiko también se rió.
Cruzamos el bosque de vuelta y regresamos a casa. La vela se había consumido y la luz de la sala estaba apagada. La puerta del dormitorio permanecía abierta, la lámpara de encima de la mesilla de noche, encendida, y su tenue luz llegaba hasta la sala. Encontramos a Naoko en el sofá de la sala, en la penumbra. Se había puesto una bata cerrada hasta el cuello y estaba sentada con las piernas dobladas encima del sofá. Reiko se acercó a ella y le acarició la cabeza.
—¿Estás bien?
—Sí, ya estoy bien. Lo siento —susurró Naoko. Luego se volvió hacia mí y se disculpó avergonzada—: ¿Te has asustado?
—Un poco. —Esbocé una sonrisa.
—Ven aquí —me dijo Naoko.
Después de sentarme a su lado, Naoko acercó la cara a mi oído como si quisiera contarme un secreto y me besó detrás de la oreja.
—Lo siento —repitió dirigiéndose a mi oreja. Acto seguido, se apartó—. A veces ni yo misma sé lo que me está pasando.
—Eso también suele ocurrirme a mí.
Naoko sonrió y me miró.
—Si no te importa, me gustaría que me contaras más cosas de ti —le pedí—. Sobre la vida que llevas aquí. En qué empleas los días, qué clase de gente conoces…
Naoko me habló de su vida cotidiana con frases entrecortadas, pero claras. Se levantaban a las seis de la mañana, desayunaban en casa y, después de limpiar el gallinero, normalmente trabajaban en el campo. Cultivaban verduras. Antes o después del almuerzo, durante una hora, tenían visita con el médico o sesión de grupo. Por la tarde seguían un plan libre de actividades, tomaban clases de algo que les gustara, hacían actividades al aire libre o deporte. Ella estaba aprendiendo varias cosas: francés, punto, piano e historia antigua.
—Reiko me da clases de piano —continuó Naoko—. También da clases de guitarra. Aquí todos somos profesores y alumnos al mismo tiempo. Quien sabe francés enseña francés; el que es profesor de sociología imparte clases de historia; quien es bueno tejiendo enseña a hacer punto, etcétera. Esto parece una pequeña escuela. Por desgracia, no hay nada que yo pueda enseñar.
—Yo tampoco —reconocí.
—En fin. Estudio con muchas más ganas que cuando iba a la universidad. Además, me divierte.
—¿Qué haces después de cenar?
—Hablo con Reiko, leo, escucho música, voy a las habitaciones de los demás y jugamos a algo…
—Y yo toco la guitarra y escribo mis memorias —terció Reiko.
—¿Tus memorias?
—Es broma. —Reiko soltó una carcajada—. Nos acostamos a las diez. ¿Qué te parece? Una vida sana. Dormimos a pierna suelta.
Miré el reloj. Faltaban pocos minutos para las nueve.
—Entonces tendremos que acostarnos pronto.
—Hoy podemos retrasarnos —comentó Naoko—. Hacía tiempo que no te veía y quiero hablar contigo. Cuéntame algo.
—Hace un rato, cuando estaba solo, he recordado imágenes del pasado —dije—. ¿Te acuerdas de la vez en que Kizuki y yo fuimos a visitarte cuando estabas enferma en ese hospital cerca de la playa? Fue el verano de segundo de instituto, ¿no?
—Sí, cuando me operaron del pecho. —Naoko sonrió—. Me acuerdo perfectamente. Tú y Kizuki vinisteis en moto y me trajisteis unos bombones medio deshechos. ¡Me costó comerlos! Parece que han pasado siglos.
—¡Ni que lo digas! Entonces estabas escribiendo una poesía muy larga.
—Todas las chicas escriben poesías a esa edad. —Soltó una risita—. ¿Por qué te has acordado de esto ahora?
—No lo sé. Me he acordado así, por las buenas. De repente me han venido a la memoria el olor de la brisa marina y el laurel rosa. ¿Kizuki iba a visitarte a menudo?
—¿A visitarme? ¿Kizuki? Qué va. Incluso llegamos a pelearnos por esto. La primera vez vino solo, luego vino contigo, y eso fue todo. Y la primera vez que vino estaba muy inquieto y se fue a los diez minutos. Me trajo naranjas. Gruñó algo, me peló una naranja, me la dio, volvió a gruñir y se fue. Farfulló algo del estilo que no soportaba los hospitales. —Naoko se reía—. En eso era como un niño. ¿Conoces a alguien a quien le gusten los hospitales? Por eso uno acude a esos sitios. Para consolar a la gente. Para decirles: «¡Ánimo!». Él no acababa de entenderlo.
—Pero cuando fui con él se comportó como siempre.
—Porque estabas tú —explicó Naoko—. Delante de ti, siempre actuaba de la misma forma. Hacía lo imposible por ocultar sus debilidades. Él te quería mucho, estoy segura. De ahí que se esforzara en mostrarte su lado bueno. Pero conmigo era otra historia. Se relajaba. En realidad, tenía un humor variable. Por ejemplo, tan pronto hablaba por los codos como estaba deprimido. Le ocurría con frecuencia. Fue así desde niño. Siempre intentando cambiar, siempre intentando superarse a sí mismo.
Naoko descruzó y cruzó las piernas en el sofá.
—Siempre intentaba cambiar, ser mejor persona, y cuando no lo conseguía se irritaba, se entristecía. Pese a tener muchas virtudes, nunca confió en sí mismo y pensaba continuamente: «Debo hacer esto», «Tengo que cambiar aquello». ¡Pobre Kizuki!
—Si, como dices, él se esforzaba en mostrarme su lado bueno, se salió con la suya. Yo jamás le vi otra cosa.
Naoko sonrió.
—Si te oyera se alegraría. Tú eras su único amigo.
—Y él, el mío —dije—. Ni antes ni después ha habido alguien a quien yo pudiera llamar amigo.
—Por eso me gustaba tanto estar con vosotros. En esos momentos también para Kizuki y para mí sólo existía su lado bueno. Me sentía muy cómoda. Podía estar tranquila. Por eso me gustaba tanto estar los tres juntos. Me pregunto qué debías de pensar.
—A mí me preocupaba lo que debías de estar pensando tú. —Sacudí la cabeza.
—El problema era que nuestro pequeño círculo no podía durar eternamente. Y eso lo sabía Kizuki, lo sabía yo y lo sabías tú.
Asentí.
—Si te digo la verdad —siguió Naoko—, yo adoraba los defectos de Kizuki. Me gustaban tanto como sus virtudes. Él no tenía ni un ápice de astucia o de mala intención. Era débil, sólo eso. Nunca quiso creerme cuando se lo decía. Siempre replicaba lo mismo: «Naoko, esto es porque estamos juntos desde los tres años y me conoces demasiado. Tú no puedes distinguir entre los defectos y las virtudes, confundes las cosas». Siempre me hablaba así. Con todo, Kizuki me gustaba y, aparte de él, no me gustaba nadie más.
Naoko se volvió hacia mí y me sonrió con tristeza.
—La nuestra no era la típica relación de pareja. Parecía como si nuestros cuerpos estuviesen pegados. Si nos separábamos, una peculiar fuerza de atracción volvía a unirnos. Kizuki y yo nos hicimos novios de la forma más natural del mundo. Era algo que estaba fuera de duda, no había alternativa posible. A los doce años ya nos besábamos, y a los trece nos acariciábamos. Yo iba a su habitación, o él venía a la mía, y se lo hacía con las manos. No se me pasaba por la cabeza que fuésemos precoces. Si él quería acariciar mis pechos, o mi sexo, yo no tenía nada que objetarle, y si él quería eyacular no me importaba ayudarlo. Por eso, si alguien nos hubiera criticado por ello, creo que yo me hubiera sorprendido, o enfadado. ¡Vamos! Nosotros hacíamos lo que se suponía que debíamos hacer. Nos habíamos mostrado cada rincón de nuestros cuerpos, casi teníamos la sensación de compartir el cuerpo del otro. Sin embargo, decidimos no dar un paso más. Temíamos un embarazo y, en aquella época, no sabíamos cómo prevenirlo. En fin, maduramos así, formando una unidad, tomados de la mano. Y apenas experimentamos las urgencias del sexo o las angustias del ego sobredimensionado que acompañan la pubertad. Nosotros, como te he dicho antes, estábamos muy abiertos respecto al sexo y, en cuanto al ego, como cada uno absorbía y compartía el del otro, no teníamos una conciencia muy fuerte de nosotros mismos. ¿Entiendes lo que estoy tratando de expresar?