A principios de julio recibí una carta de Naoko. Era una misiva breve.
«Perdona que haya tardado tanto tiempo en responderte. Intenta comprenderme. Me ha resultado muy difícil. He escrito y reescrito esta carta cientos de veces, pero me cuesta mucho. Empiezo por las conclusiones. Por ahora he dejado mis estudios. Aunque diga “por ahora” es probable que no vuelva nunca más a la universidad. De hecho, la licencia por interrupción de estudios no ha sido más que un trámite. Quizá creas que ha sido una decisión precipitada, pero llevaba mucho tiempo pensando en hacerlo. Intenté hablarte varias veces de ello, pero me sentía incapaz de abordar el tema. Me daba miedo pronunciar estas palabras.
»No te preocupes por nada. Así han ido las cosas. No quiero hacerte daño. Si es así, lo siento. Lo único que trato de decirte es que no soporto la idea de que, por culpa mía, te reproches nada. Yo soy la única responsable. Durante todo este año lo he ido posponiendo, y esto te ha creado a ti muchas molestias. Tal vez hasta hoy.
»Abandoné mi apartamento en Kokubunji y volví a mi casa de Kôbe. Durante un tiempo he estado acudiendo al hospital. El médico dice que en las montañas de Kioto hay un sanatorio que me conviene, y estoy pensando en ingresar allí. No es un hospital en el sentido estricto de la palabra. Es una especie de institución muy abierta. Ya te lo contaré con más detalle en otra ocasión. Todavía no puedo escribir bien. Ahora lo que necesito es calmar mis nervios en un lugar tranquilo, alejado del mundo.
»A mi manera, te agradezco que hayas estado a mi lado durante este último año. Créeme. No eres tú quien me has herido. He sido yo misma. Esto lo tengo muy claro.
»Aún no estoy preparada para verte. No es que no quiera, es que no me veo con ánimos. Cuando lo esté, te escribiré enseguida. Y entonces quizá podríamos conocernos mejor. Como tú dices, tendríamos que saber más el uno del otro.
»Adiós.»
Leí la carta más de cien veces. Y siempre que lo hacía me invadía una tristeza insondable. La misma que sentía cuando Naoko me miraba fijamente a los ojos. Era incapaz de soportar aquel desconsuelo, pero no podía encerrarlo en ninguna parte. No tenía contornos, ni peso, igual que un fuerte viento soplando a mi alrededor. Ni siquiera podía investirme de él. La escena discurría despacio ante mis ojos. Pero las palabras que se pronunciaban no llegaban a mis oídos.
Los sábados por la noche seguía sentándome en la silla del vestíbulo y dejaba pasar el tiempo. Nadie iba a llamarme, pero tampoco tenía otra cosa que hacer. Siempre fingía que estaba viendo en la televisión la retransmisión del partido de béisbol. El espacio inconmensurable que se abría entre el televisor y yo se dividía en dos; luego este espacio volvía a partirse por la mitad. El proceso se repetía una y otra vez, hasta que al final era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano.
A las diez apagaba el televisor, regresaba a mi habitación y me dormía.
A finales de mes Tropa-de-Asalto me regaló una luciérnaga. La había metido en un bote de café instantáneo. Dentro había unas briznas de hierba y un poco de agua; en la tapa se abrían unos pequeños agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto como los que se ven en las orillas de las charcas, pero Tropa-de-Asalto me aseguró que era una luciérnaga. «Sé mucho de luciérnagas», me dijo. Y yo no tenía razones ni pruebas para negarlo. Así que quedó en que se trataba de una luciérnaga. El bicho tenía una cara más bien somnolienta. Intentaba trepar por las resbaladizas paredes de cristal cayendo invariablemente al fondo.
—Estaba en el jardín.
—¿En éste? —le pregunté sorprendido.
—Sí. En el ho-hotel que hay aquí cerca, en ve-verano sueltan luciérnagas en el jardín para los clientes. Y ésta ha venido a parar aquí —explicó mientras introducía algo de ropa y unos cuadernos en su bolsa de viaje color negro.
Hacía ya varias semanas que habían empezado las vacaciones de verano y en la residencia sólo quedábamos él y yo. A mí no me apetecía volver a Kôbe y seguí trabajando; él había hecho unas prácticas. Pero ahora que éstas habían terminado, se disponía a volver a su casa. A Yamanashi.
—Se la pue-puedes regalar a una chica. Se-seguro que le gustará —me dijo.
—Gracias.
Al caer la noche, la residencia estaba tan silenciosa que hacía pensar en unas ruinas. La bandera había sido arriada de su mástil, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Al quedar pocos estudiantes, encendían la mitad de las luces. El ala derecha permanecía a oscuras. Con todo, un ligero olor a comida subía desde el comedor. Un olor a estofado.
Tomé el bote con la luciérnaga y fui a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la piel de un animal. Trepé por la escalera metálica hasta lo alto de la torre del agua. El tanque cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos del sol. Me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla. Una luna blanca casi llena flotaba en el cielo. A mi derecha se veían las luces de Shinjuku; a mi izquierda, las de Ikebukuro. Los faros de los coches formaban un río de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba en una nube sobre la ciudad.
Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono, demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar que éstas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Tenía grabada en mi memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante.
Quizás aquélla estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote y lo sacudí con cuidado varias veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared de cristal y levantó el vuelo. Pero su luz continuó siendo tan mortecina como antes.
Intenté recordar cuándo había visto una luciérnaga por última vez. ¿Dónde había sido? Logré recordar la escena. Pero no el lugar ni el momento. En la oscuridad de la noche se oía el ruido del agua. Había una esclusa de ladrillo, de modelo antiguo, que se abría y cerraba al girar una manivela. El río no era una corriente tan pequeña como para que las hierbas de la orilla pudieran ocultar casi por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la penumbra. Una oscuridad tan profunda que, tras apagar la linterna de bolsillo, no me veía los pies siquiera. Y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz se reflejaban en la superficie del agua como chispas ardientes. Cerré los ojos y me sumergí un momento en el recuerdo. Oía el viento con una claridad meridiana. Aunque no soplaba con fuerza, en mi cuerpo dejaba a su paso un rastro extrañamente brillante. Abrí los ojos y comprobé que esa noche de verano era, si cabe, más oscura.
Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito. La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. Dio una vuelta alrededor del perno tambaleándose y se subió a unos desconchones de la pintura que parecían costras. De pronto avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó. Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro.
Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.
Esperé una eternidad.
Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido. Y tras permanecer unos segundos inmóvil observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el sur.
Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.
Durante las vacaciones de verano, la universidad pidió la intervención de las fuerzas antidisturbios, que desmontaron las barricadas y arrestaron a todos los estudiantes parapetados tras ellas. No era nada nuevo. En aquella época sucedía lo mismo en todas las universidades. Después de todo, la universidad no fue desalojada. Había demasiado capital invertido en ella para que una revuelta de estudiantes pudiera desmantelarla así como así. Además, ni siquiera los mismos estudiantes que habían levantado las barricadas pretendían desalojarla seriamente. Sólo pretendían cambiar el organigrama de la universidad, y a mí me traía sin cuidado en qué manos estaba el poder. Así que no me conmoví cuando aplastaron la huelga.
Cuando en septiembre volví a la universidad, esperaba encontrármela casi en ruinas. Pero estaba intacta. No habían saqueado los libros de la biblioteca, ni habían desvalijado los despachos de los profesores ni habían incendiado el edificio que alojaba la asociación de alumnos. Me quedé estupefacto. «¿Entonces qué han estado haciendo esos tíos?», pensé.
Al volver a la normalidad, bajo la tutela de las fuerzas antidisturbios, los primeros en asistir a clase fueron los líderes de la huelga. Entraban en el aula, tomaban apuntes, respondían cuando los profesores pasaban lista como si nada hubiese sucedido. Era inconcebible, porque la huelga seguía en pie y nadie la había desconvocado. Lo único que había ocurrido era que la universidad había solicitado la presencia de las fuerzas antidisturbios y éstas habían desmontado las barricadas. Pero, en teoría, la huelga seguía activa. Aquellos tipos, al declarar el inicio de la huelga, habían aullado y se habían pavoneado tanto como habían querido, habían insultado a los estudiantes que se oponían (o a los que manifestaban sus dudas), linchándolos casi. Me dirigí hacia ellos y les pregunté por qué asistían a clase en vez de hacer huelga. No supieron responderme. ¿Qué podían decir? Temían perder los créditos por falta de asistencia. Me costó creerlo. Era patético que aquellos tipos hubieran proclamado que desalojaran la universidad. Los muy miserables aullaban o susurraban según de qué lado soplaba el viento.
«¡Eh, Kizuki! ¡Ya ves qué mierda de mundo!», me dije. Los tipejos de esta calaña sacarán buenas notas, empezarán a trabajar e irán construyendo, ladrillo a ladrillo, una sociedad vil y mezquina.
Durante un tiempo opté por ir a clase y no responder cuando pasaban lista. Sabía muy bien que esto me haría un flaco favor pero, de no haber hecho siquiera este gesto, me hubiera sentido mal. Sin embargo, acabé aislándome todavía más del resto de los estudiantes. Cuando decían mi nombre y yo permanecía en silencio, en el aula flotaba un aire de incomodidad. Nadie me dirigía la palabra y yo no dirigía la palabra a nadie.
Durante la segunda semana de septiembre llegué a la conclusión de que la educación universitaria no tenía ningún sentido. Y decidí tomármelo como un periodo de aprendizaje del tedio. No había nada que me apeteciera hacer o que me instara a dejar los estudios y enfrentarme al mundo. Así que cada día acudía a la universidad, asistía a las clases, tomaba apuntes y, en mi tiempo libre, iba a la biblioteca y leía un libro o consultaba algo.
Esa segunda semana de septiembre Tropa-de-Asalto aún no había vuelto. El hecho, más que extraño, era uno de esos acontecimientos que conmocionan al mundo. En su universidad ya habían empezado las clases y era impensable que él se las saltara. Sobre su pupitre y su radio se había depositado una fina capa de polvo. En la estantería, el vaso de plástico y el cepillo de dientes, una lata de té y un spray insecticida permanecían perfectamente alineados.
Durante la ausencia de Tropa-de-Asalto, yo era quien limpiaba la habitación. A lo largo de un año y medio, me había acostumbrado a tenerla aseada y, si él no estaba, tenía que ser yo quien la mantuviera limpia. Cada mañana fregaba el suelo. Cada tres días limpiaba los cristales y, una vez por semana, aireaba el futón. Esperaba que él volviera alabándome: «Eh, Wat-watanabe, ¿qué ha pa-pasado? ¡Está to-todo limpísimo!».
Pero no regresó. Un día, al volver de la universidad, vi que todas sus cosas habían desaparecido. Habían arrancado de la puerta la placa con su nombre; sólo quedaba la mía. Me dirigí a dirección y le pregunté al director de la residencia qué había ocurrido.
—Se ha ido —me dijo—. Por ahora estarás tú solo en la habitación.
El director no me dio ninguna explicación. Lo teníamos por uno de esos manipuladores cuyo máximo placer reside en controlarlo todo dejando a los demás en la inopia.
El póster del iceberg permaneció durante un tiempo pegado en la pared, pero acabé sustituyéndolo por uno de Jim Morrison y otro de Miles Davis. De este modo, la habitación me pareció más mía. Me compré un equipo de música sencillo con los ahorros del trabajo de media jornada. Y así, por la noche, pude escuchar música mientras me tomaba una copa. De vez en cuando me acordaba de Tropa-de-Asalto, pero vivir solo no estaba nada mal.
La clase de Historia del Teatro II del lunes, sobre Eurípides, terminó a las once y media. Después de clase me dirigí a pie a un pequeño restaurante que había a unos diez minutos de la universidad y pedí una tortilla y una ensalada. El restaurante estaba apartado de las calles transitadas y era un poco más caro que el comedor de estudiantes, pero se trataba de un lugar tranquilo donde podía relajarme y, de paso, comer una buena tortilla. Lo llevaban un matrimonio poco hablador y una chica que trabajaba a media jornada. Yo estaba comiendo sentado junto a la ventana cuando entraron cuatro estudiantes: dos chicos y dos chicas vestidos de punta en blanco. Se sentaron a una mesa cerca de la puerta, examinaron la carta, discutieron varias opciones, uno de ellos resumió el pedido y se lo comunicó a la camarera de media jornada.
En cierto momento, me di cuenta de que una de las chicas me miraba con disimulo. Llevaba el pelo muy corto, unas gafas de sol oscuras y un ceñido vestido blanco de algodón. Su cara no me sonaba, así que seguí comiendo sin darle importancia, pero ella se levantó y se acercó a mí. Apoyó una mano en el extremo de la mesa y dijo mi nombre.