—Alteza —dijo Ser Denys Mallister con cautelosa cortesía—, si os referís a los salvajes...
—No. Y lo sabéis de sobra, ser.
—Igual que vos debéis de saber que, aunque os estamos agradecidos por la ayuda que nos prestasteis contra Mance Rayder, no podemos colaborar con vos para conquistar el trono. La Guardia de la Noche no toma parte en las guerras de los Siete Reinos. Desde hace ocho mil años...
—Conozco vuestra historia, Ser Denys —lo interrumpió el rey con brusquedad—. Os doy mi palabra de que no os pediré que alcéis las espadas contra ninguno de los rebeldes y usurpadores que se enfrentan a mí. Espero de vosotros que sigáis defendiendo el Muro como habéis hecho siempre.
—Defenderemos el Muro hasta el último hombre —dijo Cotter Pyke.
—Que probablemente seré yo —apuntó Edd el Penas con tono resignado.
—También quiero otras cosas de vosotros. —Stannis cruzó los brazos—. Cosas que quizá no me entreguéis de tan buena gana. Quiero vuestros castillos. Y quiero el Agasajo.
Las palabras, tan bruscas, prendieron en los ánimos de los hermanos negros como un frasco de fuego valyrio que cayera sobre un brasero. Marsh, Mallister y Pyke trataron de hablar todos a la vez. El rey Stannis los dejó hacer hasta que terminaron.
—Tengo tres veces más hombres que vosotros —dijo entonces—. Si quiero, puedo apoderarme de las tierras, pero prefiero hacerlo de manera legal, con vuestro consentimiento.
—El Agasajo fue entregado a la Guardia de la Noche a perpetuidad, Alteza —insistió Bowen Marsh.
—Lo que significa que, por ley, no se os puede robar ni arrebatar. Pero lo que fue entregado una vez, puede ser entregado de nuevo.
—¿Qué uso daríais al Agasajo? —exigió saber Cotter Pyke.
—Uno mejor del que le habéis dado vosotros. En cuanto a los castillos, Guardiaoriente, el Castillo Negro y la Torre Sombría seguirían en vuestro poder. Dotadlos de guarniciones como habéis hecho hasta ahora, pero los demás los necesito para las mías, si es que vamos a defender el Muro.
—No tenéis hombres suficientes —objetó Bowen Marsh.
—Algunos de los castillos abandonados son poco más que ruinas —señaló Othell Yarwyck, el capitán de los Constructores.
—Las ruinas se pueden reconstruir.
—¿Pretendéis reconstruirlos? —apuntó Yarwyck—. ¿Quién se encargará?
—Eso es cosa mía. Quiero que me sea entregado un documento en el que se detalle el estado actual de cada castillo y qué haría falta para restaurarlo. Mi intención es dotarlos a todos de guarniciones este mismo año y tener hogueras nocturnas encendidas ante las entradas.
—¿Hogueras nocturnas? —Bowen Marsh miró a Melisandre, inseguro—. ¿Ahora tenemos que encender hogueras nocturnas?
—Así es. —La mujer se puso en pie con un revoloteo de seda escarlata y la larga cabellera cobriza ondeándole sobre los hombros—. Las meras espadas no pueden poner coto a esta oscuridad. Sólo es posible con la luz del Señor. No os engañéis, buenos caballeros y valientes hermanos, la guerra en la que estamos inmersos no es una disputa banal sobre tierras y honores. La nuestra es una guerra por la vida, y si cayéramos derrotados, el mundo moriría con nosotros.
Sam advirtió que los oficiales no sabían cómo tomarse la afirmación. Bowen Marsh y Othell Yarwyck intercambiaron una mirada dubitativa, Janos Slynt estaba echando humo y Hobb Tresdedos tenía cara de preferir estar cortando zanahorias en aquel momento. Pero todos, sin excepción, se sorprendieron al oír al maestre Aemon.
—Habláis de la guerra por el amanecer, mi señora —murmuró el anciano—. Pero ¿dónde está el príncipe prometido?
—Lo tenéis delante de vosotros —declaró Melisandre—, aunque vuestros ojos no lo saben ver. Stannis Baratheon es Azor Ahai revivido, el guerrero de fuego. En él se cumplen las profecías. El cometa rojo surcó los cielos para anunciar su llegada y esgrime a
Dueña de Luz
, la
Espada Roja de los Héroes
.
A Sam le resultaba evidente que aquellas palabras incomodaban sobremanera al rey. Stannis apretó los dientes.
—Me llamasteis y acudí, mis señores —dijo—. Ahora tendréis que vivir conmigo o morir conmigo. Más vale que os vayáis acostumbrando. —Hizo un brusco gesto de despedida—. Eso es todo. Maestre, quedaos un momento. Y vos, Tarly. Los demás os podéis marchar.
«¿Yo? —pensó Sam, asombrado, mientras sus hermanos hacían una reverencia y se dirigían a la salida—. ¿Qué querrá de mí?»
—Tú fuiste el que mató a aquella criatura en la nieve —dijo el rey Stannis cuando los cuatro estuvieron a solas.
—Sam el Mortífero —sonrió Melisandre.
—No, mi señora. —Sam se sintió sonrojar—. Alteza. O sea, sí, soy yo. Soy Samwell Tarly, sí.
—Tu padre es un buen soldado —dijo el rey Stannis—. En cierta ocasión derrotó a mi hermano, en Vado Ceniza. Mace Tyrell se quedó con el honor de aquella victoria, pero Lord Randyll lo tenía todo zanjado antes de que Tyrell supiera dónde estaba el campo de batalla. Mató a Lord Cafferen con ese espadón valyrio que tiene y envió su cabeza a Aerys. —El rey se rascó la mandíbula con un dedo—. No eres el tipo de hijo que le habría imaginado.
—N-no soy el tipo de hijo que él habría querido, señor.
—Si no hubieras vestido el negro, serías un rehén muy útil —caviló Stannis.
—Ha vestido el negro, señor —señaló el maestre Aemon.
—Soy consciente —dijo el rey—. Soy consciente de más cosas de las que imagináis, Aemon Targaryen.
—Sólo soy Aemon, señor —dijo el anciano inclinando la cabeza—. Al forjar nuestras cadenas de maestres olvidamos los nombres de las casas que nos vieron nacer.
El rey le dedicó un breve asentimiento, dando a entender que no le importaba.
—Me han contado que mataste a aquella criatura con una daga de obsidiana —le dijo a Sam.
—S-sí, Alteza. Me la dio Jon Nieve.
—Vidriagón. —La risa de la mujer roja sonaba a música—. «Fuego helado», en la lengua de la antigua Valyria. No es de extrañar que sea anatema para esos fríos hijos de los Otros.
—En Rocadragón, donde tenía mi asentamiento, hay mucha obsidiana de ésta en los antiguos túneles bajo la montaña —dijo el rey a Sam—. Grandes rocas, inmensas. La mayor parte era negra, pero creo recordar que también la había verde, roja y hasta púrpura. He enviado un mensaje a Ser Rolland, mi castellano, para que empiece a extraerla. Me temo que no podré seguir defendiendo Rocadragón por mucho más tiempo, pero tal vez el Señor de la Luz nos conceda suficiente fuego helado para armarnos contra estas criaturas antes de que caiga el castillo.
—S-s-señor, la daga... —Sam carraspeó para aclararse la garganta—. Cuando traté de apuñalar a un espectro, el vidriagón se hizo pedazos.
—La necromancia anima a esos espectros —explicó Melisandre con una sonrisa—, pero siguen siendo carne muerta. Para ellos bastará con acero y fuego. En cambio, ésos a los que llamas «los Otros» son diferentes.
—Demonios hechos de nieve, hielo y frío —dijo Stannis Baratheon—. El antiguo enemigo. El único enemigo que importa de verdad. —Volvió a concentrarse en Sam—. Me han dicho que esa chica salvaje y tú pasasteis bajo el Muro a través de una especie de puerta mágica.
—La P-puerta Negra —tartamudeó Sam—. Está debajo de Fuerte de la Noche.
—El Fuerte de la Noche es el más grande y más antiguo de los castillos del Muro. Ahí es donde pienso asentarme mientras dure esta guerra. Me mostrarás esa puerta.
—S-sí —dijo Sam—. A-aunque... no s-sé si...
«No sé si seguirá allí, no sé si se abrirá para alguien que no vista el negro, no sé si...»
—Me la mostrarás —zanjó el rey—. Ya te diré cuándo.
—Alteza —intervino el maestre Aemon con una sonrisa—, antes de retirarnos, ¿nos haríais el gran honor de mostrarnos esa espada maravillosa de la que tanto hemos oído hablar?
—¿Queréis ver a
Dueña de Luz
? ¿No estáis ciego?
—Sam será mis ojos.
—La ha visto todo el mundo —dijo el rey frunciendo el ceño—, ¿por qué no la va a ver también un ciego?
El cinturón del arma y la vaina colgaban de un clavo cerca de la chimenea. Lo bajó y desenfundó la espada larga. El acero rozó la madera y el cuero al salir, y su brillo bañó la estancia: trémulo, cambiante, una danza de luz naranja, roja y dorada, todos los colores del fuego.
—Cuéntame, Samwell —pidió el maestre Aemon tocándole el brazo.
—Brilla mucho —dijo Sam con voz queda—. Como si estuviera en llamas. No hay fuego, pero el acero es amarillo, rojo y naranja, relampaguea y centellea como un rayo del sol sobre el agua, aunque más bonito. Ojalá la pudierais ver, maestre.
—Ahora la veo, Sam. Una espada llena de luz solar. Qué hermosa visión. —El anciano hizo una reverencia rígida—. Alteza, mi señora, habéis sido muy bondadosos.
Cuando el rey Stannis envainó la espada deslumbrante, la habitación pareció quedarse a oscuras, aunque el sol entraba a raudales por la ventana.
—Bien, ya la habéis visto. Ya podéis regresar a vuestras tareas. Y no olvidéis lo que os he dicho. Más vale que vuestros hermanos elijan a un Lord Comandante esta noche o haré que se arrepientan.
Mientras Sam lo ayudaba a bajar por la estrecha escalera, el maestre Aemon parecía perdido en sus pensamientos. Pero, cuando cruzaban el patio, se volvió hacia él.
—No sentí ningún calor. ¿Y tú, Sam?
—¿Calor? ¿De la espada? —Trató de hacer memoria—. Alrededor de la hoja el aire tremolaba, como si debajo hubiera un brasero caliente.
—Pero el caso es que no sentiste calor, ¿verdad? Y la vaina donde estaba la espada era de madera y cuero, ¿no? Oí el sonido cuando Su Alteza la desenfundó. ¿Estaba chamuscado el cuero, Sam? ¿La madera parecía quemada en algún punto?
—No —reconoció Sam—. Que yo viera, no.
El maestre Aemon asintió. Una vez de vuelta en sus habitaciones, pidió a Sam que encendiera el fuego y lo ayudara a ocupar su asiento junto a la chimenea.
—Es duro ser tan viejo —suspiró al tiempo que se acomodaba en el cojín—. Y más duro todavía estar ciego. Echo de menos el sol. Y los libros. Sobre todo echo de menos los libros. —Aemon hizo un gesto de despedida con la mano—. Puedes retirarte, no te necesitaré hasta la votación.
—La votación... maestre, ¿no podéis hacer algo? Lo que ha dicho el rey sobre Lord Janos...
—Lo he oído —asintió el maestre Aemon—, pero soy un maestre, Sam; llevo la cadena, presté juramento. Mi deber es aconsejar al Lord Comandante, sea quien sea. No sería correcto que se me viera preferir a uno u a otro.
—Yo no soy maestre —dijo Sam—. ¿Puedo hacer algo?
—Vaya, Samwell, pues no lo sé. —Aemon volvió hacia Sam los ojos ciegos y esbozó una tenue sonrisa—. ¿Tú qué crees?
«Que sí —pensó Sam—. Tengo que hacer algo. —Y lo tenía que hacer cuanto antes. Si se paraba a pensar, sin duda perdería todo rastro de valor—. Soy un hombre de la Guardia de la Noche —se recordó mientras cruzaba el patio a toda prisa—. Pertenezco a la Guardia de la Noche. Puedo hacerlo.» Hubo un tiempo en el que temblaba y tartamudeaba si Lord Mormont lo miraba, pero aquello habían sido cosas del antiguo Sam, antes del Puño de los Primeros Hombres y del Torreón de Craster, antes de los espectros y de Manosfrías y del Otro a lomos de su caballo muerto. El nuevo Sam era más valiente. «Elí me hizo más valiente», le había dicho a Jon. Y era verdad. Tenía que ser verdad.
Cotter Pyke era el que más miedo le daba de los dos comandantes, de manera que Sam fue a hablar primero con él, mientras aún sentía vivas las llamas del valor. Lo encontró en el antiguo Torreón del Escudo, jugando a los dados con tres hombres de Guardiaoriente y un sargento pelirrojo que había llegado con Stannis de Rocadragón.
Cuando Sam le pidió permiso para hablar con él un momento, Pyke rugió una orden y los demás cogieron los dados y las monedas y los dejaron a solas.
Nadie habría calificado a Cotter Pyke de atractivo, aunque el cuerpo que se cubría con la cota de mallas y los calzones de lana gruesa era esbelto, duro, nervudo y fuerte. Tenía los ojos pequeños y muy juntos, la nariz rota y un pico de pelo sobre la frente, entre las entradas, tan afilado como una punta de lanza. La viruela le había destrozado la cara, y la barba que se había dejado crecer para ocultar las cicatrices era rala y estaba desaseada.
—¡Sam el Mortífero! —fue su saludo—. ¿Seguro que apuñalaste a uno de los Otros y no al muñeco de nieve de cualquier chiquillo?
«Mal empezamos.»
—Lo que lo mató fue el vidriagón, mi señor —explicó Sam sin energía.
—Claro, no me cabe duda. Bueno, dime qué quieres, Mortífero. ¿Te ha enviado el maestre a verme?
—Eh... —Sam tragó saliva—. Acabo de estar con él, mi señor.
No era ninguna mentira, pero si Pyke la interpretaba mal se sentiría más inclinado a escucharlo. Respiró hondo y empezó a formular la súplica. Pyke lo interrumpió antes de que dijera veinte palabras.
—Quieres que me arrodille y bese el dobladillo de esa capa tan bonita que tiene Mallister, ¿no? Debería habérmelo imaginado. Los nobles de pacotilla formáis rebaños, como las ovejas. Bueno, pues haz el favor de decirle a Aemon que te ha hecho malgastar saliva, y a mí, tiempo. Si alguien debe retirarse es Mallister. Es demasiado viejo para el cargo, ¿por qué no se lo dices? Si lo elegimos a él, antes de un año estaremos reunidos aquí de nuevo, eligiendo a otro.
—Es anciano —accedió Sam—, pero tiene mucha experiencia.
—Sí, experiencia en sentarse en su torre y mirar mapas. ¿Qué planes tiene, escribir cartas a los espectros? Es un caballero, no hay duda, pero no es un luchador, y me la pela a quién derribase de un caballo en cualquier torneo de hace cincuenta años. El que peleaba en su lugar era el Mediamano, eso lo puede ver hasta un viejo ciego. Y con esta mierda de rey pegado a nosotros, necesitamos un luchador más que nunca. Hoy Su Alteza no quiere más que ruinas y campos yermos, no hay duda, pero ¿qué querrá mañana? ¿Crees que Mallister tiene agallas para enfrentarse a Stannis Baratheon y a esa puta roja? —Soltó una carcajada—. A mí me parece que no.
—Entonces, ¿no le daréis vuestro apoyo? —preguntó Sam, decepcionado.
—¿Quién eres, Sam el Mortífero o Dick el Sordo? No, no le voy a dar mi apoyo. —Pyke lo señaló con el dedo—. A ver si te enteras bien, chico. No quiero ese puesto de mierda, no lo he querido nunca. Cuando mejor lucho es cuando tengo una cubierta de barco bajo los pies, no un caballo entre las piernas, y el Castillo Negro está demasiado lejos del mar. Pero que me metan por el culo una espada al rojo si permito que la Guardia de la Noche quede a las órdenes de ese presuntuoso de la Torre Sombría. Anda, corre a contarle al viejo lo que te he dicho. —Se levantó—. Fuera de mi vista.