Tormenta de Espadas (172 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Cuando Cat se fue al norte con Eddard Stark, soñaba a menudo con ese lugar. —El hombre recorrió el muro exterior—. En mis sueños era un sitio frío y oscuro.

—No. Siempre hacía calor, hasta cuando nevaba. El agua de los manantiales calientes se bombeaba por el interior de los muros para mantenerlos a buena temperatura, y en los jardines de cristal era siempre como en el día más caluroso del verano. —Se irguió para contemplar el gran castillo blanco—. No se me ocurre cómo hacer el tejado de cristal de los jardines.

Meñique se acarició la barbilla, desprovista de barba desde que Lysa le había pedido que se afeitara.

—Los cristales estarían encajados en una estructura de madera, ¿no? Pues ahí tenéis, hacedlo con ramitas. Las peláis, las entrecruzáis y utilizáis tiras de corteza para que el conjunto se sostenga. Esperad, os enseñaré.

Recorrió el jardín para recoger ramas y palitos, y les fue sacudiendo la nieve. Cuando tuvo suficientes salvó las dos murallas de una zancada larga y se acuclilló sobre los talones en mitad del patio. Sansa se acercó para ver qué hacía. Petyr trabajaba con manos hábiles y seguras, y pronto tuvo un enrejado de ramitas muy semejante al que había servido como tejado de cristal para los jardines de Invernalia.

—Los cristales nos los tendremos que imaginar, claro —dijo mientras le entregaba la estructura.

—Es perfecta —dijo.

—Y esto también —dijo él rozándole la cara.

—¿El qué? —Sansa lo miró sin comprender.

—Vuestra sonrisa, mi señora. ¿Os hago otro?

—Si sois tan amable...

—Nada me complacería más.

Ella alzó las paredes de los jardines de cristal mientras Meñique iba poniendo los tejados, y cuando terminaron la ayudó a ampliar las murallas y a construir la caseta de la guardia. Sansa utilizó palitos para los puentes cubiertos y tal como él había dicho se mantuvieron en pie. El Primer Torreón fue muy sencillo, no era más que una torre vieja, redonda y achaparrada, pero se volvió a quedar bloqueada a la hora de poner las gárgolas que bordeaban la cima. La respuesta la tenía otra vez Petyr.

—Ha estado nevando sobre vuestro castillo, mi señora —señaló—. ¿Cómo son las gárgolas cuando están cubiertas de nieve?

—Sólo son bultos blancos. —Sansa había cerrado los ojos para rememorarlas.

—Pues ahí tenéis. Las gárgolas son difíciles, pero los bultos blancos no cuestan nada.

Y así fue.

La torre rota fue todavía más sencilla. Juntos hicieron una torre alta, arrodillados hombro con hombro para darle un acabado pulido, y cuando la pusieron en pie, Sansa metió los dedos en la cima, agarró un puñado de nieve y se lo tiró a él a la cara. Petyr dejó escapar un grito cuando la nieve se le metió por el cuello del jubón.

—Eso no ha sido galante, mi señora.

—Como tampoco lo fue traerme aquí después de prometerme que me llevaríais a casa.

No sabía de dónde había sacado el valor para hablarle con tanta franqueza.

«De Invernalia —pensó—. Entre los muros de Invernalia soy más fuerte.»

—Sí, en eso no os dije la verdad... —El rostro del Petyr se tensó—. Tampoco en otra cosa.

—¿En qué otra cosa? —Sansa sentía un nudo en el estómago.

—Antes os dije que nada me complacería más que ayudaros a edificar este castillo. Siento comunicaros que eso también fue mentira. Hay algo que me complacería mucho más. —Dio un paso hacia ella—. Esto.

Sansa intentó retroceder, pero él la agarró por los brazos y de repente la estaba besando. Se resistió débilmente, con lo que sólo consiguió que la estrechara más contra él. Tenía la boca sobre la suya, engullía sus palabras. El aliento le sabía a menta. Durante un segundo se rindió a su beso... pero enseguida volvió la cara y se debatió para liberarse.

—¿Qué hacéis?

—Besar a una doncella de nieve. —Petyr se enderezó la capa.

—¡Tenéis que besarla a ella! —Sansa alzó la vista hacia el balcón de Lysa, pero ya no había nadie allí—. ¡A vuestra esposa!

—Ya lo hago. Lysa no tiene motivos de queja. —Sonrió—. Ojalá tuvierais delante un espejo, mi señora. Estáis hermosísima. Estáis cubierta de nieve como un cachorrillo de oso, pero tenéis el rostro tan sonrojado que apenas si podéis respirar. ¿Cuánto hace que lleváis aquí? Debéis de tener mucho frío. Dejad que os dé calor, Sansa. Quitaos los guantes, dadme las manos.

—¡No! —Hablaba casi igual que Marillion la noche que se había emborrachado durante el banquete. Sólo que en esta ocasión no acudiría Lothor Brune para salvarla, Ser Lothor servía a Petyr—. No me deberíais besar. Podría ser vuestra hija...

—Podríais ser mi hija —reconoció con una sonrisa pesarosa—. Pero el caso es que no lo sois. Sois hija de Eddard Stark y de Cat. Y de verdad pienso que podríais ser aún más bella que vuestra madre cuando tenía la edad que vos tenéis.

—Petyr, por favor. —Su voz sonaba demasiado débil—. Por favor...

—¡Un castillo!

La voz era un chillido agudo, infantil. Petyr se apartó de ella.

—Lord Robert. —Esbozó un amago de reverencia—. ¿No sería mejor que no salierais sin los guantes?

—¿Habéis hecho vos el castillo, Lord Meñique?

—Lo hizo casi todo Alayne, mi señor.

—Es Invernalia —aportó Sansa.

—¿Invernalia?

Para sus ocho años, Robert era muy menudo, un niño flaco de piel llena de manchas y los ojos siempre llorosos. Tenía bajo un brazo un muñeco de trapo deshilachado que llevaba a todas partes.

—Invernalia es el asentamiento de la Casa Stark —explicó Sansa a su futuro esposo—. Es el gran castillo del norte.

—No es tan grande. —El niño se arrodilló ante la caseta de la guardia—. Mira, viene un gigante que lo va a derribar. —Puso al muñeco de pie en la nieve y lo hizo avanzar—. Pom, pom, pom, soy un gigante, soy un gigante —entonó—. Jo, jo, jo, abrid las puertas o las derribaré, jo, jo, jo.

Agarró el muñeco por la cintura y le hizo balancear las piernas para derribar primero una torreta de la caseta de la guardia y luego la otra.

Aquello fue más de lo que Sansa podía soportar.

—¡Para ahora mismo, Robert!

En vez de obedecer, el niño volvió a sacudir el muñeco y derribó una muralla. Ella le fue a agarrar la mano, pero en vez de eso cogió el muñeco. Se oyó un sonido de tela al desgarrarse, y de pronto se encontró con la cabeza en la mano, mientras Robert se quedaba con el cuerpo y las piernas. El relleno de algodón y serrín se derramó sobre la nieve.

A Lord Robert le empezaron a temblar los labios.

—¡Lo has matadooo! —aulló.

Luego llegaron los temblores. Al principio no fueron más que unos estremecimientos, pero casi al instante se derrumbó sobre el castillo agitando los miembros con movimientos convulsos. Las torres blancas y los puentes de nieve saltaron en pedazos. Sansa se quedó paralizada, horrorizada, pero Petyr Baelish agarró a su primo por las muñecas y llamó a gritos al maestre.

Los guardias y las criadas llegaron enseguida para ayudar a sujetar al pequeño, seguidos de inmediato por el maestre Colemon. La enfermedad de los temblores de Robert Arryn no era ninguna novedad para los habitantes del Nido de Águilas, Lady Lysa los tenía a todos bien entrenados para salir corriendo al primer grito del niño. El maestre sostuvo la cabeza del pequeño señor y le hizo beber media copa de vino del sueño al tiempo que murmuraba palabras tranquilizadoras. Poco a poco la violencia del ataque se fue calmando hasta que no quedó más que un leve temblor de las manos.

—Llevadlo a mis habitaciones —ordenó Colemon a los guardias—. Lo calmaré con una sangría.

—Ha sido culpa mía. —Sansa les mostró la cabeza del muñeco—. Le he roto el muñeco en dos. No era mi intención, de verdad, pero...

—El señor estaba destruyendo el castillo —dijo Petyr.

—Era un gigante —sollozó el niño—. No era yo, el que rompía el castillo era un gigante. ¡Y ella lo mató! ¡Es mala! ¡Es una bastarda y es mala! ¡No quiero que me sangren!

—Hay que aligeraros la sangre, mi señor —dijo el maestre Colemon—. La sangre mala es la que os pone furioso, y la furia es lo que provoca los temblores. Vamos.

Se llevaron al muchacho.

«Mi señor esposo —pensó Sansa mientras contemplaba las ruinas de Invernalia. La nevada había cesado y hacía más frío que antes. A lo mejor a Lord Robert le entraban temblores durante la ceremonia nupcial—. Joffrey al menos tenía salud.» Una ira incontrolable se apoderó de ella. Cogió una rama rota y clavó en la punta la cabeza del muñeco, luego puso la rama de pie en la entrada destrozada de su castillo de nieve. Los criados la miraron horrorizados, pero cuando Meñique vio lo que había hecho se echó a reír.

—Si lo que cuentan las leyendas es verdad, no es el primer gigante cuya cabeza acaba adornando las murallas de Invernalia.

—No son más que cuentos —dijo al tiempo que se daba media vuelta.

Una vez en sus habitaciones, Sansa se quitó la capa y las botas mojadas y se sentó junto al fuego de la chimenea. Sin duda tendría que dar cuentas por el ataque de Lord Robert.

«Puede que Lady Lysa me eche de aquí.» Su tía tenía la mano ligera a la hora de expulsar a los que incurrían en su ira, y nada la airaba tanto como sospechar que alguien había tratado mal a su hijo.

Sansa habría agradecido que la expulsara de allí. Las Puertas de la Luna era un lugar mucho más grande que el Nido de Águilas, y también mucho más animado. Lord Nestor Royce parecía testarudo y gruñón, pero en realidad era su hija Myranda la que gobernaba el castillo, y todo el mundo comentaba lo alegre y amante de las diversiones que era. Ni siquiera la supuesta condición de bastarda de Sansa sería allí abajo un problema; una de las hijas ilegítimas del rey Robert estaba entre los sirvientes de Lord Nestor, y se comentaba que Lady Myranda y ella eran amigas íntimas, casi como hermanas.

«Le diré a mi tía que no me quiero casar con Robert. —Ni el propio Septon Supremo podía declarar casada a una mujer si ella se negaba a pronunciar los votos. Dijera lo que dijera su tía, no era ninguna mendiga. Tenía trece años, era una mujer, florecida y casada, era la heredera de Invernalia. A veces Sansa se compadecía de su primo, pero ni se podía imaginar que alguna vez quisiera casarse con él—. Antes preferiría volver a casarme con Tyrion. —Si Lady Lysa se enteraba, la mandaría lejos de allí... lejos de los pucheros, los temblores y los ojos llorosos de Robert, lejos de las miradas insistentes de Marillion, lejos de los besos de Petyr—. Se lo voy a decir. ¡Se lo voy a decir!»

Ya estaba muy avanzada la tarde cuando Lady Lysa la mandó llamar. Sansa llevaba todo el día haciendo acopio de valor, pero en cuanto Marillion apareció en su puerta volvió a sentirse invadida por las dudas.

—Lady Lysa requiere vuestra presencia en la Sala Alta.

Mientras se dirigía a ella el bardo la desnudaba con los ojos, pero a eso ya estaba acostumbrada.

Marillion era atractivo, eso no se podía negar; juvenil, esbelto, de piel inmaculada, cabellos color arena y sonrisa encantadora. Pero había conseguido que lo detestara todo el Valle excepto su tía y el pequeño Lord Robert. Según los criados, Sansa no era la primera doncella que tenía que soportar su acoso, y las demás no habían tenido a un Lothor Brune que las defendiera. Pero Lady Lysa no quería ni oír una queja contra él. Desde su llegada al Nido de Águilas el bardo se había convertido en su favorito. Sus canciones dormían a Lord Robert todas las noches, y también servían para humillar a los pretendientes de Lady Lysa con versos que se burlaban de sus puntos flacos. Su tía lo había cubierto de oro y regalos, ropajes lujosos, un brazalete de oro, un cinturón con incrustaciones de adularias, un hermoso caballo... Hasta le había dado el halcón favorito de su difunto esposo. Con ello, lo que había conseguido era que Marillion se mostrara extremadamente cortés en presencia de Lady Lysa y extremadamente arrogante en cuanto le daba la espalda.

—Gracias —le dijo Sansa con tono seco—. Ya sé por dónde se va.

Pero no surtió efecto.

—Mi señora ha dicho que te lleve ante ella.

«¿Que me lleve?» Aquello no le gustaba nada.

—¿Ahora hacéis las veces de guardia?

Meñique había echado al capitán de la guardia del Nido de Águilas para poner en su lugar a Lothor Brune.

—¿Acaso hace falta que te guarden? —preguntó Marillion—. Por cierto, estoy componiendo otra canción, una canción tan dulce y triste que derretirá hasta tu corazón helado. La voy a titular «Una rosa al borde del camino». Habla de una niña bastarda tan bella que hechizaba a todos los hombres que la miraban.

«Soy una Stark de Invernalia», habría querido decirle. Pero se calló y asintió, y dejó que la escoltara por las escaleras de la torre y por el puente. La Sala Alta llevaba cerrada desde que ella había llegado al Nido de Águilas. Sansa se preguntó por qué la habría abierto su tía. Por lo general prefería la comodidad de sus estancias o la calidez acogedora de la sala de audiencias de Lord Arryn, que tenía vistas a la catarata.

Dos guardias con capas color azul cielo flanqueaban con lanzas en las manos las puertas de madera tallada de la Sala Alta.

—No permitáis que entre nadie mientras Alayne esté con Lady Lysa —les dijo Marillion.

—Sí, señor.

Los hombres los dejaron pasar y cruzaron las lanzas. Marillion cerró las puertas y las atrancó con una tercera lanza, más larga y gruesa que las de los guardias de la parte de fuera.

—¿Y eso por qué? —Sansa sintió una punzada de inquietud.

—Mi señora te está esperando.

Miró a su alrededor, insegura. Lady Lysa estaba sentada en el estrado elevado, en una silla de respaldo alto de arciano tallado, sola. A su derecha había una segunda silla aún más alta con un montón de cojines azules en el asiento, pero Lord Robert no la ocupaba. Sansa esperaba que se estuviera recuperando, pero Marillion no se lo diría aunque lo supiera.

Sansa recorrió la alfombra de seda azul entre hileras de columnas acanaladas finas como lanzas. El suelo y las paredes de la Sala Alta eran de mármol blanco con vetas azules. Por las estrechas ventanas en forma de arco de la pared este entraban haces de clara luz diurna. Entre las ventanas había antorchas colgadas de altos apliques de hierro, pero no estaban encendidas. Sus pisadas resonaban suaves sobre la alfombra. Fuera el viento soplaba frío y solitario.

En medio de tanto mármol blanco hasta la luz del sol parecía gélida... aunque no tan gélida como su tía. Lady Lysa se había vestido con una túnica de terciopelo color crema y llevaba un collar de zafiros y adularias. Tenía la melena castaño rojiza recogida en una gruesa trenza que le caía sobre un hombro. Se quedó sentada en la silla alta, con el rostro enrojecido e hinchado bajo las pinturas y los polvos, mientras su sobrina se aproximaba. A su espalda, un gran estandarte colgaba de la pared, con la luna y el halcón de la Casa Arryn en crema y azul.

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