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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

Tormenta de Espadas (2 page)

BOOK: Tormenta de Espadas
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NOTA SOBRE LA CRONOLOGÍA

Canción de Hielo y Fuego se cuenta a través de los ojos de personajes que se encuentran a veces separados por centenares o quizá miles de leguas. Algunos capítulos abarcan un día; otros, nada más que una hora; y los hay que se prolongan durante una quincena, un mes o medio año. Con semejante estructura, la narración no puede ser estrictamente secuencial; a veces ocurren cosas importantes simultáneamente, a miles de leguas de distancia.

En el caso del volumen que tiene ahora en sus manos, el lector debe tener en cuenta que los capítulos iniciales de
Tormenta de espadas
no son exactamente la continuación de los de
Choque de reyes
, sino más bien se superponen a ellos. Comienzo con la narración de algunos de los hechos que ocurrían en el Puño de los Primeros Hombres, en Aguasdulces, en Harrenhal y en el Tridente, mientras tenía lugar la batalla del Aguasnegras en Desembarco del Rey y durante los días inmediatamente posteriores a la misma...

GEORGE R.R. MARTIN

PRÓLOGO

El día era gris, hacía un frío glacial y los perros se negaban a seguir el rastro.

La enorme perra negra había olfateado una vez las huellas del oso, había retrocedido y había trotado de vuelta a la jauría con el rabo entre las patas. Los perros se apiñaban en la ribera del río con gesto triste mientras el viento los sacudía. El propio Chett notaba cómo el viento le atravesaba varias capas de lana negra y cuero endurecido. Hacía demasiado frío, tanto para los hombres como para las bestias, pero allí estaban. Torció la boca y casi pudo notar cómo los forúnculos que le cubrían las mejillas y el cuello enrojecían de rabia.

«Tendría que estar a salvo en el Muro, cuidando de los condenados cuervos y encendiendo hogueras para el viejo maestre Aemon.» El bastardo Jon Nieve era quien le había quitado todo aquello, él y su amigo, el gordo de Sam Tarly. Por culpa de ellos estaba congelándose las pelotas con una jauría de sabuesos en lo más profundo del Bosque Encantado.

—Por los siete infiernos. —Dio un feroz tirón a la traílla para que los perros le prestaran atención—. Buscad, cabrones. Esa huella es de un oso. ¿Queréis carne o no? ¡Encontradlo!

Pero los perros gimotearon y se limitaron a estrechar filas. Chett hizo chasquear el látigo corto sobre las cabezas de los animales y la perra negra le enseñó los dientes.

—La carne de perro sabe tan bien como la de oso —la amenazó; el aliento se le congelaba a cada palabra.

Lark de las Hermanas estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos metidas bajo las axilas. Llevaba guantes negros de lana, pero siempre se quejaba de que se le congelaban los dedos.

—Hace demasiado frío para cazar —dijo—. Que le den por culo a ese oso, no vale la pena que nos helemos por él.

—No podemos volver con las manos vacías, Lark —gruñó Paul el Pequeño a través del bigote color castaño que le cubría casi toda la cara—. Al Lord Comandante no le va a hacer ninguna gracia.

Bajo la aplastada nariz de dogo del hombretón había hielo, allí donde se le congelaban los mocos. Una mano enorme dentro de un grueso guante de piel agarraba firmemente el asta de una lanza.

—Que le den por culo al Viejo Oso también —dijo el de las Hermanas, un hombre flaco de cara huesuda y ojos nerviosos—. Mormont estará muerto antes de que amanezca, ¿no lo recordáis? ¿A quién le importa lo que le haga gracia o se la deje de hacer?

Paul el Pequeño parpadeó con sus ojillos negros.

«Puede que se le haya olvidado», pensó Chett; era tan estúpido como para olvidarse de casi cualquier cosa.

—¿Por qué tenemos que matar al Viejo Oso? ¿Por qué no nos limitamos a irnos y lo dejamos en paz?

—¿Crees que él nos dejaría en paz? —preguntó Lark—. Nos daría caza. ¿Quieres que te den caza, cabeza de chorlito?

—No —dijo Paul el Pequeño—. No, eso no. No.

—Entonces, ¿lo matarás? —preguntó Lark.

—Sí. —El hombretón clavó el extremo del asta de la lanza en la orilla congelada—. Lo mataré. No nos tiene que dar caza.

—Yo insisto en que tenemos que matar a todos los oficiales —dijo el de las Hermanas volviéndose hacia Chett y sacando las manos de las axilas.

—Ya lo hemos discutido —replicó Chett, que estaba harto de aquello—. El Viejo Oso tiene que morir, así como Blane de la Torre Sombría. Grubbs y Aethan también, mala suerte que les haya tocado el turno de guardia; Dywen y Bannen para que no nos persigan, y Ser Cerdi para que no envíe cuervos. Eso es todo. Los mataremos en silencio mientras duermen. Un solo grito y seremos pasto para los gusanos, todos y cada uno de nosotros. —Tenía los forúnculos rojos de ira—. Cumplid vuestra parte y ocupaos de que vuestros primos cumplan la suya. Y, Paul, a ver si se te mete en la cabeza: es la tercera guardia, no la segunda, no te olvides.

—La tercera guardia —dijo el hombretón a través del bigote y el moco congelado—. Piesligeros y yo. Me acuerdo, Chett.

Aquella noche no habría luna, y habían organizado las guardias para que ocho de sus cómplices estuvieran de centinelas, mientras otros dos custodiaban los caballos. Las circunstancias no podían ser mejores. Además, los salvajes iban a caerles encima cualquier día. Y antes de que llegara ese momento Chett tenía toda la intención de estar bien lejos de allí. Tenía la intención de vivir.

Trescientos hermanos juramentados de la Guardia de la Noche habían cabalgado hacia el norte, doscientos del Castillo Negro y otros cien de la Torre Sombría. Era la mayor expedición que se recordaba, casi la tercera parte de los efectivos de la Guardia. Su objetivo era encontrar a Ben Stark, a Ser Waymar Royce y a los demás exploradores que habían desaparecido, y descubrir el motivo por el que los salvajes estaban abandonando sus asentamientos. Y no se encontraban más cerca de Stark y Royce que cuando dejaron atrás el Muro, pero habían averiguado adónde se habían ido todos los salvajes: bien arriba, a las gélidas alturas de los Colmillos Helados, aquellas montañas dejadas de la mano de los dioses. Por Chett se podían quedar allí hasta el final de los tiempos, que no se le reventaría ni un forúnculo.

Pero no. Habían iniciado el descenso. Por el curso del Agualechosa.

Chett levantó la vista y lo vio. Las orillas rocosas del río estaban cubiertas de hielo y sus aguas blancuzcas fluían inagotables desde los Colmillos Helados. Y Mance Rayder y sus salvajes seguían el mismo cauce. Thoren Smallwood había vuelto tres días atrás a galope tendido. Mientras informaba al Viejo Oso de lo que habían visto sus exploradores, uno de sus hombres, Kedge Ojoblanco, se lo contó a los demás.

—Están todavía en lo alto de las laderas —dijo Kedge mientras se calentaba las manos al fuego—, pero vienen. Harma Cabeza de Perro, esa ramera con la cara picada de viruelas, encabeza la vanguardia. Goady se acercó sigilosamente a su campamento y la vio junto a una hoguera. El tonto de Tumberjon quería abatirla de un flechazo, pero Smallwood tuvo más sentido común.

—¿Cuántos crees tú que son? —dijo Chett al tiempo que escupía en el suelo.

—Muchos, muchísimos. Veinte, treinta mil, te puedes imaginar que no nos quedamos allí para contarlos. Harma tenía unos quinientos en la vanguardia, todos a caballo.

Los hombres sentados en torno a la hoguera intercambiaron miradas de preocupación. Ya era muy raro encontrar a una docena de salvajes a caballo, así que a quinientos...

—Smallwood nos mandó a Bannen y a mí a rodear a la vanguardia para echar un vistazo al grueso de las fuerzas —prosiguió Kedge—. No tenían fin. Se mueven despacio, como un río congelado, cinco, seis kilómetros por día, y no parece que quieran regresar a sus aldeas. Más de la mitad eran mujeres y niños, y llevaban su ganado por delante: cabras, ovejas y hasta uros que tiran de trineos. Van cargados con pacas de pieles y tiras de carne, jaulas de pollos, mantequeras y ruecas para hilar, todas sus malditas pertenencias. Las mulas y los pequeños caballos de tiro llevan tanta carga encima que parece se les va a partir el espinazo; igual que a las mujeres.

—¿Y siguen el curso del Agualechosa? —preguntó Lark de las Hermanas.

—¿No te lo he dicho ya?

El Agualechosa los llevaría a las proximidades del Puño de los Primeros Hombres, el antiquísimo fuerte circular donde la Guardia de la Noche había montado su campamento. Cualquier persona con una pizca de sentido común se daría cuenta de que había llegado el momento de abandonar la misión y regresar al Muro. El Viejo Oso había reforzado el Puño con estacas, zanjas y espinos, pero aquello no serviría de nada contra semejante ejército. Si se quedaban allí, los engullirían y arrollarían.

Y Thoren Smallwood quería atacar. Donnel Hill el Suave era el escudero de Ser Mallador Locke, y la noche anterior Smallwood había visitado la tienda de campaña de Locke. Ser Mallador opinaba lo mismo que el anciano Ser Ottyn Wythers e instaba a regresar al Muro, pero Smallwood quería convencerlo de lo contrario.

—Ese Rey-más-allá-del-Muro no nos buscará nunca tan al norte. —Eso había dicho, según el relato de Donnel el Suave—. Y ese enorme ejército suyo no es más que una horda que se arrastra, llena de bocas inútiles que no saben por qué extremo se coge una espada. Sólo con un golpe se les acabarían las ganas de pelear y huirían aullando a sus guaridas para quedarse allí los próximos cincuenta años.

«Trescientos contra treinta mil.» Para Chett aquello era, sencillamente, una locura, y el hecho de que Ser Mallador se dejara convencer era una locura incluso mayor, y los dos juntos estaban a punto de convencer al Viejo Oso.

—Si esperamos demasiado podemos perder esta oportunidad, quizá no se nos vuelva a presentar —le decía Smallwood a todo el que quisiera oírlo.

—Somos el escudo que protege los reinos de los hombres —objetaba Ser Ottyn Wythers —. No se tira el escudo sin una buena razón.

—En un combate a espada —replicaba Thoren Smallwood—, la mejor defensa es la estocada rápida que aniquila al enemigo; no encogerse tras un escudo.

Sin embargo, el mando no estaba en manos de Smallwood ni de Wythers. El comandante era Lord Mormont, que esperaba a sus otros exploradores: a Jarman Buckwell y los hombres que habían ascendido por la Escalera del Gigante, y a Qhorin Mediamano y Jon Nieve, que habían ido a tantear el Paso Aullante. Sin embargo, Buckwell y el Mediamano tardaban en regresar.

«Lo más probable es que estén muertos. —Chett se imaginó a Jon Nieve tirado en la cima de una montaña, azul y congelado, con la lanza de un salvaje clavada en su culo de bastardo. La idea lo hizo sonreír—. Espero que también hayan matado a su lobo de mierda.»

—Ahí no hay ningún oso —decidió, de forma repentina—. Es una huella vieja, nada más. Volvemos al Puño.

Se giró con presteza para regresar y los perros estuvieron a punto de hacerlo caer. Quizá creían que les iban a dar de comer. Chett no pudo contener la risa. Durante tres días no los había alimentado para que estuvieran hambrientos y feroces. Aquella noche, antes de escaparse al abrigo de la oscuridad, los dejaría sueltos entre los caballos, después de que Donnel el Suave y Karl el Patizambo cortaran las riendas.

«Habrá perros enfurecidos y caballos aterrorizados por todo el Puño; correrán entre las hogueras, saltarán la muralla circular y derribarán las tiendas de campaña.» Con toda aquella confusión, pasarían horas antes de que alguien se diera cuenta de que faltaban catorce hermanos.

Lark hubiera querido llevarse al doble, pero ¿qué se podía esperar de un estúpido con un aliento que apestaba a pescado como el de las Hermanas? Una palabra en el oído equivocado y antes de que uno se dé cuenta ha perdido la cabeza. No, catorce era un buen número, suficientes para lo que tenía que hacer, pero no tantos como para que no pudieran guardar el secreto. Chett había reclutado personalmente a casi todos. Paul el Pequeño era uno de ellos, el hombre más fuerte del Muro, aunque fuera también más lento que un caracol muerto. En cierta ocasión le había partido la espalda a un salvaje de un abrazo. También tenían con ellos al Daga, a quien apodaban así por su arma preferida, y al hombrecito gris al que los hermanos llamaban Piesligeros, quien en su juventud había violado a un centenar de mujeres y se jactaba de que ninguna lo había visto ni oído antes de que se la metiera hasta el fondo.

Chett había preparado el plan. Él era el listo; había sido el mayordomo del viejo maestre Aemon durante cuatro años hasta que el bastardo de Jon Nieve lo desplazó para que su puesto lo ocupara el cerdo grasiento de su amiguito. Cuando aquella noche diera muerte a Sam Tarly, tenía planeado susurrarle al oído: «Dale recuerdos de mi parte a Lord Nieve». Lo haría un instante antes de cortarle la garganta para que la sangre saliera a borbotones entre todas aquellas capas de sebo. Chett conocía a los cuervos, por lo que no tendría el menor problema con ellos, no más que con Tarly. Un toque con el cuchillo y aquel miserable se mearía en los calzones y se pondría a implorar por su vida. «Que implore, no le servirá de nada.» Tras rajarle la garganta, abriría las jaulas y espantaría a los pájaros para que no llegara ningún mensaje al Muro. Piesligeros y Paul el Pequeño matarían al Viejo Oso, el Daga se ocuparía de Blane, y Lark y sus primos silenciarían a Bannen y al viejo Dywen, para que no pudieran seguirles el rastro. Llevaban dos semanas acumulando alimentos, y Donnel el Suave, junto con Karl el Patizambo, tendrían listos los caballos. Una vez muerto Mormont, el mando pasaría a manos de Ser Ottyn Wythers, un hombre viejo, agotado y con problemas de salud. «Antes de que se ponga el sol estará huyendo en dirección al Muro y no mandará a nadie en nuestra persecución.»

Los perros tiraron de él mientras se abrían camino entre los árboles. Chett divisó el Puño, que asomaba allá arriba entre la vegetación. El día era tan oscuro que el Viejo Oso había ordenado encender las antorchas. Ardían sobre la muralla circular formando una enorme circunferencia que coronaba la cima de la abrupta colina rocosa. Los tres hombres cruzaron un arroyuelo. El agua estaba espantosamente fría y en la superficie flotaban placas de hielo.

—Iré hacia la costa —les confió Lark de las Hermanas—. Con mis primos. Nos haremos una nave y pondremos proa de regreso a las Hermanas.

«Y allí sabrán que sois desertores y os cortarán vuestras estúpidas cabezas», pensó Chett. Una vez pronunciado el juramento, no había manera de abandonar la Guardia de la Noche. En cualquier rincón de los Siete Reinos lo atrapaban a uno y lo mataban.

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