Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
—Antes de media hora los mosquitos nos comerán vivos —señaló convencido—. Tenemos que retirarnos.
—Encenderemos hogueras.
El sargento negó con firmeza:
—No existe hoguera ni protección posible contra la plaga —insistió—. En cuanto comiencen a atacar, los soldados saldrán corriendo y no me comprometo a detenerlos —sonrió—. Yo estaré corriendo también.
Fue a decir algo, pero uno de los soldados le interrumpió señalando con el brazo hacia la salina.
—¡Mire! —gritó ¡Se marcha!
El teniente tomó los prismáticos y los enfocó hacia el punto indicado.
En efecto, el targuí había alzado su ridículo campamento, y se alejaba llevando su montura del ronzal.
Se volvió, pensativo, a su ayudan te:
—¿Adónde irá? Ajamuk se encogió de hombros:
—¿Quién puede saber lo que piensa un targuí? —No me gusta.
—A mí tampoco.
El teniente meditó unos instantes visiblemente preocupado.
—Supongo que tratará de escurrirse de noche —aventuró—. Usted irá al Norte con tres hombres. Saud, al Sur. Yo cubriré esta zona, y Malik está con su gente en el Este, —agitó la cabeza—. Si mantenemos los ojos bien abiertos no pasará.
El sargento no respondió, pero resultaba claro que no compartía el optimismo de su superior. Era beduino, conocía bien a los tuareg, y conocía bien, de igual modo, a sus soldados, montañeses que cumplían el servicio militar obligatorio en un desierto que ni entendían, ni deseaban entender.
Admiraba al teniente Razmán, apreciando los esfuerzos que hacía por adaptarse a aquellas tierras, decidido a convertirse en un auténtico experto, pero le constaba que era mucho lo que le faltaba por aprender. El Sáhara y sus gentes no se asimilaban en un año, ni en diez, y lo que jamás se asimilaba por completo era la mentalidad de uno de aquellos ladinos "Hijos del Viento" aparentemente simples por su forma de vida, pero profundamente complicados en la realidad.
Tomó los prismáticos que descansaban sobre el asiento y los enfocó hacia el hombre que se iba convirtiendo en un punto cada vez más diminuto, seguido por su bamboleante cabalgadura.
Por qué se adentraba de nuevo en aquel horno abominable, no podía saberlo, pero presentía, casi podía palpar, que algún truco se escondía tras ello. Si un targuí con poca agua se movía y movía a su montura, alguna poderosa razón existía.
Silbaron en su oreja y dio un respingo.
—¡Vámonos! —gritó—. ¡Los mosquitos!
Saltaron a los vehículos y comenzaban ya a palmearse las manos y la cara cuando arrancaron, alejándose a toda la velocidad que permitía el accidentado terreno, apartándose todo lo posible de la zona pantanosa. Luego, se separaron tomando cada uno una dirección distinta.
El teniente Razmán ordenó a los hombres que quedaban con él que montaran el campamento y prepararan la cena, y se puso en contacto con el sargento Malik-el-Haideri notificándole sus movimientos y los del fugitivo.
—Tampoco yo sé lo que pretende, teniente —admitió Malik—. Pero me consta que ese tipo es muy listo. —Hizo una pausa—. Quizá lo mejor sea entrar a buscarle.
—Probablemente es lo que pretende, —replicó—. Pero recuerde que es famoso por su puntería. Con un camello y un fusil ahí dentro nos tendría a su merced. ¡Esperaremos!
Y esperaron toda la noche, agradeciendo la luminosidad de la Luna, con las armas a punto y atentos al menor movimiento sospechoso.
Pero no ocurrió nada, y cuando el sol subió en el horizonte regresaron al borde de la salina, y pudieron distinguir allí, casi en el centro mismo, al mehari arrodillado y al hombre durmiendo tranquilamente a su sombra.
Equidistante de los cuatro puntos cardinales, cuatro prismáticos le enfocaron durante todo el día, sin que, ni jinete ni montura efectuaran un solo movimiento perceptible a semejante distancia.
Cuando comenzaba a caer de nuevo la tarde, antes de que los mosquitos abandonaran su refugio, el teniente Razmán estableció línea abierta con sus hombres.
—No se ha movido —les hizo notar—. ¿Qué piensan de eso? El sargento Malik recordó sus palabras: "Hay que vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso de noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y, sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir".
—Guarda sus fuerzas, —señaló—. Esta noche se moverá. Lo que hace falta es saber hacia dónde.
—Necesitará por lo menos cuatro horas para alcanzar el borde de la "sebhka" —intervino Ajamuk—. Y una más para ascender en la oscuridad y llegar donde estamos —calculó mentalmente—. Tendremos que estar atentos hacia la medianoche. Si espera más, no tendrá luego tiempo de alejarse aunque lograra pasar.
—Se le desbocará el camello —recordó Saud desde el extremo sur—. Aquí los mosquitos forman nube. Hay una entrada de agua y si se aproxima se hundirá sin remedio.
El teniente Razmán abrigaba el convencimiento de que el targuí prefería que se lo tragaran las arenas a dejarse atrapar con vida, pero no hizo comentario alguno. Se limitó a dar instrucciones.
—Cuatro horas de descanso —dijo—, pero a partir de ese momento, todo el mundo atento.
La noche fue igualmente larga e igualmente tensa bajo una luna que aún alumbraba con fuerza la llanura, y el amanecer les sorprendió vencidos por el sueño y la fatiga, con los ojos enrojecidos de otear la oscuridad, y los nervios destrozados por la presión que habían soportado.
Y cuando se aproximaron de nuevo a la salina pudieron verle; en el mismo punto, en idéntica postura, sin que, al parecer, hubiera realizado un solo gesto.
La voz del teniente sonó nerviosa a través del micrófono.
—¿Qué piensan de eso? —¡Que está loco! —replicó Malik malhumorado. Ya no le puede quedar agua. ¿Cómo va a resistir un día más en ese horno? Nadie tuvo respuesta. Incluso para ellos, fuera de la hoya y con agua suficiente en los grandes bidones, la idea de un día más bajo aquel sol de fuego resultaba insoportable, y, sin embargo, el targuí parecía dispuesto a dejar transcurrir otra jornada sin moverse.
—Es un suicidio, —musitó para sí el teniente—. Un suicidio, y jamás creí que un targuí fuese capaz de suicidarse. Está buscando la eterna condenación.
Ningún día fue tan largo.
Ni tan caliente.
La sal le lanzaba los destellos del sol, multiplicando su fuerza, convirtiendo casi en inútil su minúsculo refugio, anonadándole y anonadando al mehari al que había amarrado las cuatro patas una vez que lo tuvo arrodillado, aunque le dolía en el alma causarle un sufrimiento que no se merecía después de tantos años de conducirle a través de las arenas y los pedregales.
Rezó sus oraciones como entre sueños, y entre sueños dejó pasar las horas, inmóvil, sin ni siquiera el gesto de espantar una mosca, que no existían allí porque ni las moscas soportaban semejante infierno. Luchaba por convertirse en piedra olvidando su cuerpo y sus necesidades, consciente de que no quedaba ni una gota de agua en las "gerbas" y sintiendo cómo su piel se iba secando, con la impresión extraña de que la sangre se espesaba en sus venas fluyendo por ellas cada vez más despacio.
Pasado el mediodía perdió el cono cimiento y permaneció apoyado en el cuerpo de la bestia, con la boca muy abierta, incapaz de aspirar un aire que se había vuelto casi denso y parecía negarse tercamente a bajar a sus pulmones.
Deliró, pero su seca garganta y su lengua amoratada no pudieron emitir sonido alguno. Luego, un estremecimiento del mehari y un lamento que nacía de las entrañas mismas de la pobre bestia le devolvieron a la vida y abrió los ojos, pero tuvo que cerrarlos de nuevo, vencido por el blanco fulgor de la salina.
Ningún día, ni aun aquel en que agonizó su primogénito escupiendo sangre y lanzando a la arena pedazos de pulmón, devorado por la tuberculosis, le pareció tan largo.
Ni tan caliente.
Luego llegó la noche. La tierra comenzó a enfriarse muy despacio, el aire llegó más fácilmente a sus pulmones y pudo abrir los ojos sin experimentar la sensación de que le clavaban puñales en las retinas. El mehari salió también de su letargo y se agitó inquieto berreando sin fuerzas.
Amaba aquella bestia y lamentaba su muerte inevitable. La había visto nacer y desde el primer momento supo que sería un animal brioso, resistente y noble. Lo cuidó con cariño y le enseñó a obedecer su voz y el contacto de su talón en el cuello; un lenguaje propio que únicamente ellos dos entendían. Jamás en todos aquellos años había tenido que pegarle. Y el animal no intentó morderle o atacarle, ni aun en los peores días de celo, en primavera, cuando otros machos se volvían histéricos e intratables rebelándose contra sus amos y lanzando una y otra vez al suelo su carga y sus jinetes. Era en verdad una bendición de Alá aquella hermosa bestia, pero había llegado su hora y lo sabía.
Aguardó a que la Luna hiciera su aparición sobre el horizonte y sus rayos, devueltos por la sal, convirtieran casi la noche en día, y a su luz, extrajo la afilada gumía y cercenó de un solo tajo, cruel, fuerte y profundo, el blanco cuello.
Rezó la oración ritual, y recogió la sangre que manaba a borbotones en una de las "gerbas". Cuando estuvo llena, la bebió despacio aún tibia y casi palpitante, con lo que pronto se sintió reconfortado. Esperó unos minutos, recuperó su ánimo y tanteó con cuidado el estómago del camello que atado como estaba, no se había movido con la llegada de la muerte, limitándose a humillar la cabeza. Cuando estuvo seguro del punto elegido, limpió la gumía en la raída manta de la montura, y la clavó con fuerza, profundamente, retorciéndola una y otra vez, buscando agrandar lo más posible la herida. Cuando retiró el arma, manó un poco de sangre, y después un chorro de agua verdosa y maloliente con la que llenó hasta rebosar la segunda gerba. Por último se tapó la nariz con una mano, cerró los ojos, y aplicó los labios a la herida, bebiendo directamente un líquido repugnante pero del que sabía, a ciencia cierta, que dependía su vida.
Consumió hasta la última gota pese a que su sed ya se había aplacado, y el estómago amenazaba con estallarle.
Contuvo luego las arcadas esforzándose por pensar en otra cosa y olvidar el olor y el sabor de un agua que llevaba más de cinco días en el vientre del camello, y necesitó toda su voluntad de targuí dispuesto a sobrevivir, para lograrlo.
Por último, se durmió.
—Está muerto, —masculló el teniente Razmán—. Tiene que estar muerto. Hace ya cuatro días que no se mueve y se diría que se ha convertido en una estatua de sal.
—¿Quiere que vaya a comprobarlo? —se ofreció uno de los soldados, consciente de que su ofrecimiento podía suponerle los galones de cabo—. El calor comienza a disminuir.
Negó una y otra vez mientras encendía la cachimba con ayuda de un mechero de larga y gruesa cuerda, mechero de marino, los más prácticos en aquellas tierras de arena y viento.
—No me fío de ese targuí, —comentó. No quiero que te mate en la oscuridad.
—Pero no podemos pasarnos la vida aquí, —le hizo notar el otro—. Queda agua para tres días.
—Lo sé, —admitió. Mañana, si todo sigue igual, mandaré un hombre desde cada lado. No voy a arriesgarme tontamente.
Pero cuando se quedó a solas se preguntó si el mayor riesgo no sería aquel de mantenerse a la expectativa, haciéndole el juego al targuí, incapaz de adivinar sus intenciones porque no aceptaba la idea de que hubiera decidido dejarse morir de calor y sed sin plantear batalla. Por lo que sabía de Gacel Sayah, era uno de los últimos tuareg auténticamente libres, un noble "inmouchar", casi un príncipe entre los de su raza, capaz de ir y volver a la "tierra vacía" y capaz igualmente de enfrentarse a un ejército por vengar una ofensa. No era lógico que un hombre así se limitara a dejarse morir cuando se sentía atrapado. El suicidio no estaba en la mente de los tuareg, al igual que no solía estarlo en la mente de la mayoría de los mahometanos, que sabían que aquel que atentaba contra su vida nunca podría aspirar a alcanzar el Paraíso. Tal vez el fugitivo, como otros muchos de su pueblo, no fuera en realidad un devoto creyente y conservara gran parte de sus viejas tradiciones, pero aun así, no lo imaginaba pegándose un tiro, cortándose las muñecas, o dejando que el sol y la sed le consumieran.
Tenía un plan, de eso estaba seguro. Un plan maquiavélico y a la vez muy simple, en el que debían tener un papel importante los elementos que le rodeaban, y que un targuí había aprendido —aun antes de nacer— a usar a su favor, pero por más que se estrujaba el cerebro no lograba desentrañarlo.
Presentía que estaba jugando con el cansancio de sus hombres y el suyo propio, y con el convencimiento de que ningún ser humano podía soportar tanto tiempo sin beber en un horno semejante. Estaba jugando a llevar a su ánimo, casi a su subconsciente, la seguridad de que vigilaban a un cadáver, lo que hacía que, sin ellos mismos darse cuenta, relajaran su vigilancia.
En ese momento, se les escurriría entre los dedos como un fantasma y desaparecería tragado por la inmensidad del desierto.
Era un razonamiento lógico y tenía plena conciencia de ello, pero cuando más convencido estaba de que no podía equivocarse, recordaba el insufrible calor que había tenido que soportar cuando bajó a la salina, calculaba el agua que debía consumir un ser humano, por muy targuí que fuera, para mantenerse con vida en semejante lugar, y comprendía que todas sus tesis se venían abajo y no existía esperanza alguna de que el fugitivo continuase con vida.
—Está muerto, —se repitió una vez más, furioso consigo mismo y con su impotencia—. ¡El muy hijo de puta tiene que estar muerto!
Pero Gacel Sayah no estaba muerto.
Inmóvil, tan inmóvil como había permanecido durante cuatro días y casi cuatro noches, observó cómo el sol se ocultaba en el horizonte anunciando que las sombras llegarían casi sin transición alguna, y comprendió que era aquélla la noche en que al fin tendría que actuar.
Fue como si su mente resurgiera de un extraño sopor en el que conscientemente se había esforzado por sumergirla con la esperanza de convertirse en ser inanimado: una planta lechosa, una roca del "erg", o un grano de sal entre los millones de granos de las de la "sebhka", venciendo de ese modo su necesidad de beber, transpirar e incluso orinar.