Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
—Quisiera darte una vida mejor.
—¿Qué importa una estrella más y un aumento de sueldo, si nunca usas uniforme y el sueldo continuarás prestándolo? Te deberán más dinero, eso es todo.
—Quizá me destinarán fuera de aquí. Podríamos regresar a la ciudad.
A nuestro mundo.
Ella rió divertida:
—¡Oh, vamos, Razmán! —exclamó—. ¿A quién tratas de engañar? Este es tu mundo, y lo sabes. Te quedarás aquí por mucho que te asciendan. Y yo me quedaré contigo.
El se volvió a mirarla y sonrió:
—¿ Sabes? —dijo—. Me gustaría que hiciéramos el amor como la otra noche. Entre las dunas.
Ella se puso en pie, desapareció en la casa, y regresó con una manta bajo el brazo.
Alcanzó el borde de la salina cuando el sol estaba ya muy alto, calentaba la tierra y empujaba a los mosquitos a sus refugios, bajo las piedras y los matojos.
Se detuvo y observó la blanca extensión que brillaba como un espejo a veinte metros bajo sus pies, hiriendo los ojos y obligándole a entrecerrarlos, pues la sal devolvía la luz con furia, amenazando con quemarle las pupilas aun acostumbrado como estaba, desde niño, a la violenta luminosidad de las arenas del desierto.
Por fin, buscó una gruesa piedra, la alzó con las dos manos, y la dejó caer al fondo. Como esperaba, al llegar abajo la piedra quebró la costra reseca por el sol y desapareció en el acto. Por el hueco que había dejado surgió pronto, borboteando, una masa pastosa de color castaño claro.
Continuó arrojando piedras, cada vez a mayor distancia del escarpado borde, hasta que a unos treinta metros, comenzaron a rebotar en la sal, sin atravesarla. Se inclinó luego hacia delante sobre el talud, asomó con cuidado la cabeza y buscó los puntos por los que podía filtrarse la humedad.
Por último empleó más de una hora en estudiar con detenimiento la cornisa, para dar con el punto idóneo para intentar el descenso con el mínimo riesgo.
Cuando abrigó la certeza de que su elección era correcta, obligó al mehari a arrodillarse, colocó ante él tres puñados de cebada, montó su campamento, y se durmió en el acto.
Cuatro horas más tarde, en el momento en que el sol iniciaba tímidamente su descenso, abrió los ojos, como si un despertador hubiese sonado de improviso a su lado.
Minutos después, de pie, en equilibrio sobre su montura, oteó el desierto que había dejado a sus espaldas. No distinguió columna alguna de polvo alzándose en el aire, pero sabía que la pesada grava del "erg" no se elevaba cuando los vehículos se veían obligados a avanzar muy despacio por culpa de las innumerables rocas.
Aguardó pacientemente y esa paciencia dio su fruto: un objeto metálico devolvió, muy a lo lejos, el reflejo de un rayo de sol. Calculó la distancia: necesitarían al menos seis horas para alcanzar el punto en que se encontraba.
Saltó a tierra, tomó el ronzal de la bestia, y pese a sus sonoras protestas, la condujo hasta el borde del talud por el que descendieron con infinito cuidado, paso a paso, atentos, no sólo a no resbalar y precipitarse abajo con riesgo de partirse el cuello, sino atentos, también, a cada piedra, y cada laja de roca, pues le constaba que, bajo ellas, allí, junto a la salina, anidaban por miles los alacranes.
Respiró satisfecho cuando alcanzó el fondo, se detuvo, y estudió con detenimiento la costra que comenzaba a cuatro metros de distancia. Avanzó y la tanteó con el pie. Parecía dura y resistente, y dejó el ronzal libre cuan largo era, enrollándose el extremo en la muñeca, consciente de que, si se hundía, el mehari lo sacaría, a rastras, del peligro.
Sintió en el tobillo la picadura del primer mosquito. El sol comenzaba a aflojar su fuerza y pronto la zona se convertiría en un infierno.
Echó a andar, y le pareció escuchar el lamentarse de la costra bajo la planta de sus pies, y en algunos puntos se onduló sin llegar a quebrarse.
El mehari le siguió obediente, pero a los cuatro metros su instinto debió avisarle del peligro, se detuvo indeciso y berreó malhumorado, aunque su grito casi podía considerarse una protesta al advertir la infinita extensión de sal en la que no se distinguía ni un triste matojo.
—¡Vamos, estúpido! —masculló—. ¡No te pares!
Le respondió un nuevo berrido, pero un brusco tirón y dos sonoras palabrotas le decidieron. Avanzó diez metros y pareció sentirse más tranquilo a medida que la costra salada iba endureciéndose hasta constituir un piso firme y seguro.
Marcharon luego despacio, siempre hacia el sol que se ocultaba, y ya entrada la noche trepó al mehari, y dejó que éste continuara su camino, consciente de que no se desviaría de su ruta mientras descabezaba un largo sueño, acurrucado allí, en la alta silla, bamboleándose como sobre un agitado mar, pero tan seguro y a gusto como si se encontrara bajo el techo de su "jaima" durmiendo junto a Laila.
Fue la más silenciosa de las noches. No lloraba el viento, las afelpadas patas del dromedario no levantaban el más mínimo rumor al pisar sobre la sal, y allá, en el centro de la inmensa "sebhka" no había hienas ni chacales que aullasen reclamando su presa. La Luna se alzó; plena, luminosa y limpia, sacando destellos plateados a los mil millones de espejos de la llanura sin accidentes, sobre la que la silueta del mehari y su jinete constituían una aparición irreal y fantasmagórica saliendo de la nada de la noche hacia la nada de las sombras, pura estampa de soledad absoluta, pues probablemente ningún ser humano estuvo nunca tan solo como lo estaba aquel targuí en aquella salina.
—¡Allí está!
Le tendió los prismáticos al sargento Ajamuk que siguió con ellos la dirección de su brazo, los ajustó a su vista, y distinguió, en efecto, al jinete que avanzaba despacio bajo el fuerte sol de la mañana.
—Sí —admitió—. Allí está, pero tengo la impresión de que nos ha visto. Se ha detenido y mira hacia aquí.
El teniente Razmán tomó nuevamente los gemelos y enfocó hacia el punto donde, a través de la calina que reverberaba sobre la blanca superficie, Gacel Sayah miraba también hacia donde se encontraban, en el borde de la "sebhka". Le constaba que los ojos de halcón de un targuí acostumbrado a las grandes distancias, equivalían a la vista de un hombre normal ayudado por prismáticos.
Se miraron, aunque en realidad la distancia no le permitía distinguir más que la confusa silueta de bestia y jinete que parecían ondular por efecto de la reverberación, y le hubiera gustado saber qué pensaría en el momento en que acababa de descubrir que se encontraba atrapado en el centro de una trampa de sal que no ofrecía escapatoria.
—Ha sido más fácil de lo que pensaba, —comentó.
—Aún no le hemos cogido, —señaló Ajamuk.
Se volvió a mirarle:
—¿Qué quieres decir? —Lo que he dicho —replicó el sargento con naturalidad—. Nuestros vehículos no pueden descender a la salina. Aunque encontráramos una pendiente apropiada, nos hundiríamos en la sal. Y a pie no los atraparemos nunca.
El teniente Razmán comprendió que tenía razón, extendió la mano y tomó el auricular del radioteléfono:
—¡Sargento! —llamó ¡Sargento Malik! ¿Me oye? El aparato lanzó un silbido, gruñó, carraspeó y al fin llegó, clara, la voz de Malik-el-Haideri.
—Le oigo, teniente.
—Estamos en el lado oeste de la "sebhka" y hemos localizado al fugitivo. Viene hacia nosotros, aunque, por desgracia, creo que nos ha visto.
Casi pudo escuchar la sorda maldición del sargento que, tras una pausa, señaló:
—Pues yo no puedo continuar. He encontrado un sendero para bajar, pero la costra no soporta el peso del jeep.
—No veo más solución que rodear la salina y esperar a que la sed le obligue a entregarse.
—¿Entregarse? —La voz era una mezcla de asombro e incredulidad—. Un targuí que ha matado a dos hombres, nunca se entregará. —Ajamuk hizo un gesto de asentimiento corroborando sus palabras—. Puede que se deje morir, pero nunca se rendirá.
—Es posible, —admitió Pero está claro que no podemos ir a por él.
¡Esperaremos!
—¡Usted manda, teniente!
—Manténgase a la escucha. ¡Corto y fuera!
Cerró el interruptor y se volvió a Ajamuk.
—¿Qué le pasa? —masculló—. ¿Pretende que nos lancemos a corretear a un targuí por esa llanura para que juegue con nosotros o nos pegue un tiro? —Hizo una pausa y se volvió a uno de los soldados—. Prepare una bandera blanca —pidió.
—¿Pretende parlamentar? —se sorprendió Ajamuk ¿Qué va a sacar con eso? Se encogió de hombros:
—No lo sé. Pero haré cuanto esté en mi mano para que no haya más derramamiento de sangre.
—Déjeme ir a mí —rogó el sargento—. No soy targuí, pero he nacido en estas tierras y los conozco bien.
Negó convencido:
—Yo soy ahora la máxima autoridad al sur de Sidi-el-Madia —dijo—. Tal vez me escuche.
Tomó el mango de la pala a cuyo extremo el soldado había amarrado un sucio pañuelo, se despojó de la pistola, y comenzó a descender con cuidado por el peligroso terraplén.
—Si me ocurre algo, usted tiene el mando —puntualizó—. Malik no debe tomarlo bajo ningún concepto. ¿Está claro? —No se preocupe.
A trompicones, resbalando y a punto de precipitarse al abismo, el teniente llegó abajo, observó con desconfianza la leve costra de sal, y consciente de que sus hombres le observaban, hizo de tripas corazón y echó a andar con paso decidido hacia la distante silueta del jinete, rogando al Cielo que el suelo no se hundiera bajo sus pies.
Cuando se sintió seguro continuó su marcha ondeando la triste bandera bajo un sol que comenzaba a convertirse en plomo derretido, advirtiendo cómo, en la hoya que formaba la salina sin un soplo de viento y recalentada por el sol, la temperatura aumentaba más de cinco grados y el aire quemaba al llegar a los pulmones.
Observó cómo el targuí obligaba a arrodillarse a su montura y le aguardaba en pie, junto a ella, con el rifle a punto, y a mitad de camino se arrepintió de su acto, pues el sudor chorreaba por todo su cuerpo, empapando su uniforme, y las piernas parecían a punto de negarse a mantenerle.
El último kilómetro fue, sin ninguna clase de duda, el más largo de su existencia, y cuando se detuvo a diez metros de Gacel necesitó tiempo para recuperar las fuerzas, serenarse y musitar:
—¿Tienes agua? El otro negó sin dejar de apuntarle al pecho:
—La necesito. Beberás cuando regreses.
Asintió comprensivo y se pasó la lengua por los labios donde no encontró más que el gusto salobre del sudor.
—Tienes razón —admitió—. Soy un estúpido al no traer la cantimplora. ¿Cómo puedes soportar este calor?
—Estoy acostumbrado. ¿Has venido a hablarme del tiempo?
—No. He venido a pedirte que te entregues. ¡No puedes escapar!
—Eso, sólo Alá puede decirlo. El desierto es grande.
—Pero esta salina no. Y mis hombres la rodean. —Lanzó una ojeada a la fláccida "gerba" que colgaba de la montura—. Tienes poca agua. No resistirás mucho. —Hizo una pausa—. Si vienes conmigo te prometo un juicio justo.
—Nadie tiene por qué juzgarme —puntualizó Gacel con naturalidad—. A Bubarrak lo maté en duelo, según las costumbres de mi raza, y al militar lo ajusticié porque era un asesino que no respetó las sagradas reglas de la hospitalidad. Según la ley targuí no he cometido ningún delito.
—¿Por qué huyes entonces? —Porque sé que, ni los infieles "rumi", ni vosotros, que habéis copiado de ellos sus absurdas leyes, respetaréis las mías, pese a que nos encontremos en el desierto. Para ti soy un sucio "Hijo del Viento" que ha matado a uno de los tuyos, no un "inmouchar" del Kel-Talgimus que hizo justicia según un derecho que se remonta a miles de años; muchos años antes de que ninguno de vosotros soñara con pisar estas tierras.
El teniente Razmán se dejó caer con cuidado tomando asiento sobre la dura corteza de sal mientras negaba convencido:
—Para mí no eres ningún sucio "Hijo del Viento". Eres un "imohag" noble y valiente, y comprendo tus razones. —Hizo una pausa—. Y las comparto. Probablemente yo hubiera reaccionado igual, sin permitir una ofensa semejante. —Lanzó un sonoro suspiro—. Pero mi obligación es entregarte a las autoridades evitando derramamiento de sangre. ¡Por favor! —suplicó—. No hagas las cosas más difíciles.
Hubiera jurado que su interlocutor sonreía burlonamente bajo el velo cuando replicó irónico:
—¿Difíciles para quién? —Agitó la cabeza—. Para un targuí las cosas comienzan a ser verdaderamente difíciles en el momento en que pierde su libertad. Nuestra vida es muy dura, pero la compensa el hecho de ser libres.
Si perdemos esa libertad, perdemos la razón de vivir. —Hizo una pausa—. ¿Qué harían conmigo? ¿Condenarme a veinte años? —No tienen por qué ser tantos.
—¿No? ¿Cuántos entonces? ¿Cinco? ¿Ocho? —negó convencido—. ¡Ni un solo día, óyeme bien! He visto vuestras cárceles, me han contado cómo se vive en ellas, y sé que no soportaría un solo día. —Hizo un gesto expresivo con la mano indicando que se marchara—. Si quieres cogerme, ven a buscarme.
Razmán se puso pesadamente en pie horrorizado por la idea de reemprender la larga caminata bajo un sol que cada vez calentaba con más furia:
—No vendré a buscarte. De eso puedes estar seguro —fue todo lo que dijo antes de darle la espalda.
Gacel lo observó mientras se alejaba cansinamente, apoyándose en el palo que había servido de asta a la bandera, dudando que fuera capaz de alcanzar el borde de la "sebhka" sin caer víctima de una insolación.
Por su parte, clavó en la dura sal la "takuba" y el rifle, montó un techo y se refugió bajo él dispuesto a aguardar, paciente, el paso de las más difíciles horas del día.
No durmió, con los ojos fijos en el punto en el que los vehículos lanzaban al sol destellos metálicos, advirtiendo cómo, minuto a minuto, la calina se iba espesando y el calor aumentaba hasta amenazar con hacer hervir la sangre; un calor tan denso, agobiante y pesado, que obligó a protestar al mehari acostumbrado como estaba por su naturaleza a las más altas temperaturas.
No podría sobrevivir mucho tiempo allí, en el corazón de la salina, y lo sabía. Le quedaba agua para un día.
Luego harían su aparición el delirio y la muerte: la más espantosa de las muertes; aquella a la que los tuareg temían desde el mismo día que nacían: la muerte por sed.
Ajamuk observó con ojo crítico la altura del sol, y estudió con detenimiento los bordes de la salina: