Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Cayó la tarde, y cuando ese sol dejó de calcinar con rabia la llanura, abandonó la sombra de su refugio y llenó su bolsa de pesadas monedas de oro y gruesos diamantes.
Ni por un momento experimentó la sensación de estar despojando a los difuntos de sus pertenencias. Según la ley no escrita del desierto, todo cuanto allí había pertenecía a quien lo encontrara, pues las almas que hubieran entrado en el Paraíso hallarían en él todas las riquezas deseadas y los que, por su maldad, permanecían fuera, poco derecho tenían a que sus espíritus malditos vagaran por toda la eternidad con las bolsas repletas.
Luego, dividió el agua que quedaba entre Abdul, que ni siquiera abrió los ojos para agradecérselo, y la más joven de las camellas; la única que aún se sostendría un par de días en pie. Se bebió la sangre del último animal, y atando al anciano a la montura, reemprendió la marcha abandonando incluso la tela que les proporcionaba sombra, un peso inútil ya, pues había tomado clara conciencia de que no volverían a detenerse, ni de día ni de noche, y su única posibilidad de salvación se centraba en que, tanto el animal como él mismo, fueran capaces de caminar sin descanso hasta salir de aquel infierno.
Rezó sus oraciones, pidió por él, por Abdul y por los muertos, lanzó una última mirada al ejército de momias, rectificó su rumbo, y emprendió la marcha conduciendo del ronzal a la camella que le siguió sin un bramido de protesta, convencida de que tan sólo una confianza ciega en el hombre que avanzaba ante ella, podía salvarla.
Gacel no supo si fue aquélla la noche más corta o más larga de su vida, pues sus piernas se movían como las de un autómata, y su sobrehumana fuerza de voluntad le convirtió una vez más en piedra; pero en esta ocasión era una de aquellas "piedras viajeras" del desierto; pesadas rocas que misteriosamente se trasladaban por las planicies dejando tras ellas un ancho surco, sin que nadie hubiera sido capaz de precisar si las arrastraban las fuerzas magnéticas, los espíritus de los condenados a la Eternidad o el simple capricho de Alá.
El cabo Abdel Osmán abrió los ojos y, de inmediato, maldijo su suerte. El sol se había alzado ya una cuarta en el horizonte y calentaba la tierra, o mejor dicho, la arena blanca y dura, casi petrificada, de la llanura; aquella llanura torturante en cuyos límites llevaban seis días acampados, sufriendo el calor más insoportable que recordaba de sus trece años de servicio en el desierto.
Se volvió a medias, ladeando apenas el rostro, y observó al gordo Kader que aún dormía resoplando agitado, como si, inconscientemente, luchara por continuar en el mundo de los sueños, negándose a volver a la puerca realidad que les rodeaba.
Las órdenes habían sido tajantes:
"Quedarse en aquel punto y vigilar la “tierra vacía" hasta que vinieran a buscarles. Podía ser mañana, dentro de un mes o dentro de un año, pero si se movían, los fusilaban".
Había un pozo cerca: agua sucia y maloliente que producía diarrea, y caza donde acaba la "tierra vacía" y nace la altiplanicie de la "hamada", con sus pedruscos, sus matojos, y sus viejos cauces de ríos que miles de años atrás debieron correr impetuosos hacia el lejano Níger o el lejanísimo Chad. Un buen soldado, y se suponía que ellos lo eran, tenía la obligación de sobrevivir en semejantes circunstancias, resistiendo el tiempo que fuera necesario.
Que acababan por volverse locos en semejante soledad y bajo aquel calor inaguantable, era ya algo que no entraba en los cálculos de quienes habían impartido la orden, y que a buen seguro, jamás habían conocido, ni de lejos, el Sáhara.
Una gota de sudor, la primera del día, le corrió por el grueso mostacho y se deslizó cuello abajo, hacia el velludo pecho. Se irguió de mala gana quedando sentado sobre la sucia manta, y entrecerró los ojos recorriendo con la vista, de forma mecánica, la blanca planicie.
Súbitamente el corazón le dio un vuelco, alcanzó los prismáticos y los fijó en un punto casi directamente frente a él. Luego, llamó impaciente:
—¡Kader! ¡Kader! ¡Despierta, maldito hijo de perra!
El gordo Mohamed Kader abrió los ojos con desgana y sin sentirse ofendido, pues años de convivencia le había acostumbrado al hecho de que el cabo no podía pronunciar su nombre sin incluir un cariñoso insulto.
—¿Qué coño pasa? —Mira y dime qué puede ser aquello.
Le tendió los prismáticos, y, apoyado sobre un codo como se encontraba, Kader los fijó en el lugar que el otro le indicaba. Sin alterarse replicó suavemente:
—Un hombre y un camello.
—¿Estás seguro? —Seguro.
—¿Muertos? —Eso parece.
El cabo Abdel Osmán se había puesto en pie y, trepando a la parte trasera del jeep, se recostó contra la ametralladora y fijó de nuevo los prismáticos procurando que el pulso no le temblara.
—Tienes razón —admitió al fin—. Un hombre y un camello. —Hizo una pausa en la que buscó a su alrededor—. El otro no está.
—No me extraña —puntualizó el gordo que había comenzado a recoger calmosamente las mantas sobre las que habían dormido y el pequeño hornillo que les servía para calentar el té y preparar la comida—. Lo extraño es que "ése" haya logrado llegar hasta aquí.
Osmán le miró z con fijeza y un cierto aire de duda:
—¿Y ahora qué hacemos? —Ir a buscarlo, digo yo.
—Ese targuí es peligroso. Jodidamente peligroso.
Kader, que había concluido de guardarlo todo en el vehículo, indicó con un gesto la ametralladora en la que el otro se encontraba apoyado.
—Tú apuntas y yo conduzco. Al menor movimiento lo achicharras.
Dudó un instante pero acabó asintiendo convencido.
—Siempre será mejor que quedarnos esperando. Si está realmente muerto, hoy mismo podemos largarnos. ¡Vamos!
Amartilló el arma y el obeso y sudoroso Mohamed Kader puso el jeep en marcha y arrancó despacio, girando el volante para enfilar directamente hacia el lugar en que se distinguían los dos cuerpos.
A trescientos metros se detuvo, observó atentamente y tomó los prismáticos mientras el cabo no perdía al yacente de su punto de mira.
—Es el targuí, no cabe duda.
—¿Está muerto? —Con tanta ropa no puedo saber si respira o no. El camello sí está muerto. Ha comenzado a hincharse.
—¿Le disparo a ese cerdo? Mohamed Kader negó. El cabo era su superior en rango, pero resultaba claro que él era el más inteligente de los dos, aparte de que su calma, su sangre fría, o su pachorra, eran famosas en el Regimiento.
—Sería mejor cogerle vivo. Podría decirnos qué fue de Abdul-el-Kebir. Al comandante le gustaría eso.
—Tal vez nos ascienda.
—Tal vez —admitió de mala gana el gordo, que no tenía ningún interés en ser ascendido y que sus obligaciones aumentaran—. O tal vez nos concedan un mes de permiso en El-Akab.
El cabo pareció tomar una determinación.
—Bien. ¡Acércate más!
A cincuenta metros pudieron advertir que no se distinguía ningún arma junto al cuerpo del targuí, y que sus manos aparecían abiertas, separadas y perfectamente visibles, pues había caído a unos diez metros del camello como si hubiera intentado seguir su camino cuando las fuerzas le abandonaron por completo.
Al fin se detuvieron a menos de siete metros mientras la ametralladora le apuntaba directamente al pecho, con lo que, al menor movimiento, le hubieran acribillado. Mohamed Kader saltó del asiento, tomó su metralleta y, dando un rodeo por detrás del camello para no situarse en la línea de tiro del cabo Osmán, se aproximó al targuí cuyo turbante aparecía levemente ladeado, casi caído sobre el sucio velo.
El gordo clavó el cañón de su arma en el estómago del yacente, que ni se movió, ni emitió sonido alguno. Le golpeó luego con la culata, y concluyó por inclinarse sobre él escuchando los latidos de su corazón.
Desde su puesto, tras la ametralladora, el cabo se impacientó:
—¿Qué ocurre? ¿Está vivo o muerto? —Más muerto que vivo. Apenas respira y está completamente deshidratado. Si no le damos agua no aguantará ni seis horas.
—¡Regístralo!
Lo hizo minuciosamente, —No tiene armas —aseguró, y luego se interrumpió mientras abría una bolsa de cuero y desparramaba sobre la dura arena una catarata de monedas y diamantes—. ¡Joder! —exclamó.
El cabo Abdel Osmán saltó del vehículo, en dos zancadas se colocó junto a su compañero, y extendió la mano hacia las monedas y el puñado de gruesas piedras que rodaban por el suelo.
—¿Qué es esto? ¡El hijo de puta es rico! ¡Puñeteramente rico! El gordo Mohamed Kader dejó a un lado su arma y recogió todo guardándolo de nuevo en la bolsa. Sin alzar el rostro, señaló:
—Sí. Pero eso únicamente él lo sabe. —Hizo una pausa—. Y ahora nosotros.
—¿Qué quieres decir? Lo miró de frente.
—¡No seas estúpido! Si lo devolvemos vivo, nos darán un mes de permiso, pero en cuanto se recupere reclamará su dinero y el comandante tardará un minuto en averiguar quién lo tiene.
—Hizo una pausa—. ¿Pero qué pasaría si hubiéramos tardado tan sólo unas horas más en encontrar el cadáver? —¿Serías capaz de dejar morir así a un tipo? —Le estamos haciendo un favor —le hizo notar—. ¿Qué crees que va a ocurrir cuando le pongan la mano encima después de todo lo que ha hecho? Lo apalearán, se las harán pasar putas, y acabarán ahorcándolo. ¿O no? —Eso no es cosa mía. Yo cumplo con mi deber —extendió la mano y apartó el velo que cubría el rostro del hombre inconsciente—. ¡Mírale a la cara! ¿Vas a asesinarle? Aun sin desearlo, el gordo Mohamed Kader observó el rostro cubierto de costras, macilento y arrugado, que una hirsuta barba blanca envejecía notablemente. Quiso apartar de inmediato la vista, pero algo llamó su atención y súbitamente exclamó:
—¡Este tipo no puede ser el targuí! ¡Este es Abdul-el-Kebir!
Como si ese descubrimiento le hubiera advertido del peligro echó mano a su arma, pero en ese mismo instante sonaron dos disparos, únicamente dos, y el cabo Abdel Osmán y el soldado Mohamed Kader dieron un salto en el aire como si hubieran sido empujados violentamente por una mano invisible y cayeron de bruces, el primero sobre el cuerpo de Abdul-el-Kebir y el segundo de cara a la arena.
Pasaron unos segundos en los que todo fue quietud. El cabo ladeó pesadamente la cabeza, descubrió el rostro de su compañero con un agujero en la frente y experimentó un profundo dolor en el pecho y en la boca del estómago pero aun así, hizo un esfuerzo y consiguió girarse, cara al cielo, para erguirse trabajosamente y buscar a su alrededor al autor de los disparos.
No distinguió a nadie. La llanura continuaba tan infinita como siempre, tan desolada y firme, sin ofrecer escondite alguno a un francotirador, pero ante sus ojos, cuya visión comenzaba a emborronarse lentamente, hizo su aparición, semidesnudo y cubierto de sangre, como un ser de otro mundo que sujetaba firmemente un arma en la mano la alta figura de un hombre delgado y fuerte que parecía nacer del hinchado vientre de la camella muerta.
Cruzó a su lado tras dirigirle una corta mirada por la que pareció comprobar que no ofrecía peligro, empujó con el pie, alejándola, la metralleta del gordo, y se encaminó rápidamente al jeep, en el que buscó ansioso hasta encontrar una cantimplora de agua de la que bebió largamente sin apartar por ello la vista del herido.
Bebió y bebió permitiendo que el líquido escurriese por su garganta y su pecho, atragantándose y tosiendo, pero volviendo a beber de nuevo como si no lo hubiera hecho en años, y al fin, cuando hubo consumido hasta la última gota, soltó un sonoro eructo y se apoyó un instante en la rueda de repuesto para recobrar el aliento tras el tremendo esfuerzo.
Tomó luego otra cantimplora, se aproximó al cuerpo de Abdul-el-Kebir, le alzó la cabeza y le hizo tragar como buenamente pudo, aunque era más el agua que se desperdiciaba que la que descendía garganta abajo.
Por último le remojó la cara y se volvió al herido:
—¿Quieres agua? El cabo Osmán asintió con un gesto. El targuí se aproximó, le tomó por los hombros, lo arrastró hasta apoyarle a la sombra del vehículo, y le ofreció la cantimplora ayudándole a beber. Observó la herida del pecho por la que manaba la sangre a borbotones y agitó la cabeza.
—Creo que vas a morirte —dijo—. Necesitas un médico y no hay ninguno cerca.
Osmán asintió con un gesto y, pesadamente, inquirió:
—Tú eres Gacel, ¿verdad? Debí recordarlo, y recordar ese viejo truco de cazador. Pero las ropas, el turbante y el velo me confundieron.
—Esa era mi intención.
—¿Cómo supiste que vendríamos? —Os descubrí con la primera claridad y tuve tiempo de prepararlo todo.
—¿Mataste al camello? —Hubiera muerto de cualquier modo.
El cabo tosió dejando escapar un hilillo de sangre por la comisura de los labios y cerró un momento los ojos con un gesto de profundo dolor y desaliento. Cuando los abrió de nuevo hizo un ademán hacia la bolsa que continuaba junto al cadáver del gordo.
—¿Encontraste "La Gran Caravana"?
Asintió con un gesto y señaló a sus espaldas. —Está allí; a tres días de distancia.
El otro agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo o le maravillase el hecho de que fuera cierta su existencia. Al fin cerró los ojos y respiró con dificultad. No dijo nada más, y diez minutos después estaba muerto.
Gacel permaneció inmóvil, acuclillado ante él, respetuoso con su agonía, y tan sólo cuando advirtió que había inclinado definitivamente la cabeza sobre el pecho, se puso en pie y arrastró, empleando sus últimas fuerzas, el cuerpo de Abdul-el-Kebir, hasta la parte trasera del vehículo.
Descansó un rato porque el esfuerzo había sido excesivo, despojó luego al inconsciente Abdul de sus ropas, su velo y su turbante, y se vistió.
Cuando hubo concluido, se sentía agotado. Bebió de nuevo, y se tumbó a la sombra del jeep, junto al cuerpo del cabo Osmán. Al instante dormía.
Le despertó, tres horas más tarde, el aletear de los primeros buitres.
Algunos habían penetrado ya en las entrañas de la bestia muerta, y otros comenzaban a aproximarse, tímidamente, al cadáver del soldado.
Miró al cielo. Las aves de rapiña eran ya docenas, pues se encontraban al borde mismo de la "tierra vacía", y se pensaría que aparecían de pronto como por arte de magia, surgiendo de entre los matojos y los arbustos de la cercana "hamada".
Le preocuparon. Un círculo de buitres en el aire resultaba visible desde muchos kilómetros a la redonda, e ignoraba a qué distancia debía encontrarse la siguiente patrulla.