Tuareg (14 page)

Read Tuareg Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

BOOK: Tuareg
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
22

Al atardecer, el teniente Razmán, ordenó retirarse hacia el interior, lejos de la embestida de la plaga, y mientras sus hombres desmontaban la lona que servía de refugio, lanzó una última ojeada al cabo que se alejaba con paso firme hacia el corazón de la salina, y concentró de nuevo los prismáticos en el punto que le obsesionaba.

Los soldados que quedaban con él, ni siquiera hicieron un comentario, convencidos de la inutilidad de preguntar, una vez más, si el targuí se había movido. Estaba claro que los muertos no solían moverse, y a ninguno le cabía ya la menor duda al respecto.

El "Hijo del Viento", había tenido el coraje de permitir que el sol le achicharrara, y con el tiempo la sal cubriría su cuerpo, momificándole junto a su camello, de modo que quizás algún día, dentro de cientos de años, alguien le descubriría incorrupto, y se preguntaría por qué extraña razón había ido a morir a un lugar tan remoto.

El teniente Razmán sonrió para sus adentros pensando que podía transformarse en el símbolo del espíritu de los tuareg para los siglos venideros, cuando su estirpe hubiera desaparecido para siempre de la faz de la Tierra.

Un orgulloso "inmouchar", esperando impasible la muerte a la sombra de su mehari, acosado por sus enemigos y convencido de que esa muerte era mucho más noble y digna que la rendición y la cárcel.

"Se convertirá en una leyenda —se dijo—. Una leyenda como Omar Muktar o Hamodú. Una leyenda que enorgullecerá a los de su raza y les recordará que, en un tiempo, todos los "imohag" fueron así".

La voz de uno de sus hombres le volvió a la realidad.

—Cuando quiera, teniente.

Lanzó una última ojeada a la salina, puso el vehículo en marcha y se alejaron una vez más de la región de los mosquitos, para ir a establecer el nuevo campamento donde lo montaban cada noche.

Mientras uno de los soldados comenzaba a preparar la frugal cena sobre un pequeño infiernillo de petróleo, abrió la radio y llamó a la base.

Souad le respondió casi al instante:

—¿Lo has cogido? —inquirió con ansiedad.

—No. Aún no.

Hubo un largo silencio y al fin señaló sinceramente:

—Te mentiría si te digo que lo siento. ¿Vuelves mañana? —¡Qué remedio! Se nos acaba el agua.

—¡Cuídate!

—¿Alguna novedad en el campamento? —Anoche estuvimos de parto. Una hembrita.

—Eso está bien. ¡Hasta mañana!

Cortó y permaneció unos instantes con el auricular en la mano, contemplando pensativo la llanura, que comenzaba a cubrirse de un manto gris.

Había nacido una camella y él andaba persiguiendo a un targuí fugitivo. Se trataba, a todas luces, de una semana de excepcional actividad en el Puesto Militar de Tidikén, donde transcurrían meses sin que ocurriese absolutamente nada.

Se preguntó, una vez más, si eso era lo que imaginaba cuando ingresó en la Academia Militar, o lo que soñó cuando leía la biografía del coronel Duperey aspirando a emular sus hazañas y convertirse en un nuevo redentor de las tribus nómadas, aunque no había ya tribus nómadas en los alrededores de Tidikén, que evitaban el Puesto y todo contacto con los militares, tras las desagradables experiencias de Adoras.

Era triste reconocerlo, pero esos militares nunca supieron atraerse a los nativos, que sólo veían en ellos a extranjeros desvergonzados que requisaban sus camellos, ocupaban sus pozos y molestaban a sus mujeres.

La noche había cerrado sobre la llanura pedregosa, la primera hiena rió a lo lejos y tímidas estrellas parpadearon en un cielo que pronto se cuajaría de ellas, en un portentoso espectáculo que nunca se cansaba de admirar, pues eran, quizás, esas estrellas de las noches en calma, las que le ayudaban a continuar en la brecha tras todo un largo día de calor, tedio y desesperanza. "Los tuareg pinchan con sus lanzas las estrellas, para alumbrar con ellas los caminos." Era un hermoso dicho del desierto; nada más que una frase, pero quien la inventó conocía bien aquellas noches y aquellas estrellas, y sabía lo que significaba contemplarlas durante horas tan de cerca. Tres cosas le fascinaron desde niño: una hoguera, el mar rompiendo contra las rocas de un acantilado, y las estrellas en un cielo sin nubes. Mirando el fuego se olvidaba de pensar; mirando el mar se sumergía en los recuerdos de su infancia, y contemplando la noche se sentía en paz consigo mismo, con el pasado, el presente, y aun casi en paz con su propio futuro.

Y de pronto nació de entre las sombras, y el brillo metálico del cañón de su rifle fue lo primero que pudieron distinguir.

Le miraron incrédulos. No estaba muerto, ni se había convertido en estatua de sal en el centro de la "sebhka". Estaba allí, en pie, frente a ellos, con el arma firmemente empuñada, y un revólver de reglamento a la cintura. Y sus ojos, lo único que permitía distinguir de su rostro, mostraban claramente que apretaría el gatillo a la menor señal de peligro.

—¡Agua! —ordenó.

Hizo un gesto asintiendo, y uno de los soldados le tendió una cantimplora con mano temblorosa. El targuí retrocedió dos pasos, subió un poco el velo, y sin dejar de mirarles, sosteniendo el fusil con una sola mano, bebió con ansia.

El teniente inició apenas un tímido movimiento en dirección a la pistolera que descansaba sobre el asiento del vehículo, pero el agujero del cañón le apuntó directamente, y advirtió cómo el dedo se tensaba. Permaneció muy quieto, arrepentido de su gesto y consciente de que no valía la pena arriesgar la vida por vengar al capitán Kalek.

—Creí que estabas muerto —dijo.

—Lo sé —admitió el targuí, cuando concluyó de beber—. También yo lo creí en algún momento. —Extendió la mano, tomó el plato de uno de los soldados y comenzó a comer con los dedos levantando apenas el "lithan"—. Pero soy un "imohag" —señaló—. El desierto me respeta.

—Ya lo veo. Cualquier otro hubiera muerto. ¿Qué piensas hacer ahora? Gacel señaló el jeep con un ademán de la cabeza.

—Me llevarás a las montañas de Sidi-el-Madia. Allí nadie me encontrará.

—¿Y si me niego? —Tendré que matarte y uno de ellos me llevará.

—No lo harán si yo ordeno que no lo hagan.

El otro le miró largamente, como calibrando la estupidez de lo que acababa de decir:

—No te escucharán si ya estás muerto —sentenció—. No tengo nada contra ellos, —añadió—. Ni contra ti.

—Hizo una pausa y señaló con tranquilidad—: Es bueno saber cuándo se gana, y cuándo se pierde. Tú has perdido.

El teniente Razmán asintió con un gesto:

—Tienes razón —admitió—. He perdido. En cuanto amanezca, te llevaré a Sidi-el-Madia.

—Cuando amanezca, no. ¡Ahora!

—¿Ahora? —se asombró—. ¿De noche? —Pronto saldrá la Luna.

—¡Estás loco! —exclamó—. Incluso de día resulta difícil andar por el "erg". Las piedras rajan los neumáticos y rompen los ejes. De noche no avanzaríamos ni un kilómetro.

El targuí tardó en responder. Había extendido la mano tomando el plato del segundo soldado, y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el arma apoyada en la rodilla, tragaba con ansia, sin saborear, casi atragantándose.

—Escucha, —le advirtió—. Si llegamos al pozo de Sidi-el-Madia, vivirás. Si no llegamos, te mataré aunque la culpa no sea tuya. —Dejó que meditara en lo que acababa de decir, y añadió por último—: Y recuerda que soy un "inmouchar" y cumplo siempre mi palabra.

Uno de los soldados, un muchacho muy joven, comentó convencido:

—Tenga cuidado, teniente. Está loco y le creo capaz de hacer lo que dice.

El targuí no hizo comentario alguno. Se limitó a mirarle fijamente y, por último, le apuntó con el arma:

—¡Desnúdate! —ordenó.

—¿Cómo has dicho? —repitió in crédulo el muchacho.

—Que te desnudes, —luego apuntó al otro—. Tú también.

Dudaron. Intentaron protestar, pero había tanta autoridad en la voz del targuí que parecieron comprender que no quedaba otra opción y comenzaron a despojarse lentamente de sus uniformes.

—Las botas también.

Lo dejaron todo ante Gacel que lo cogió con la mano libre y lo arrojó a la parte posterior del vehículo. Subió a ella, tomó asiento e hizo un ademán con la cabeza a Razmán.

—Ya, ha salido la Luna, —dijo ¡Vamos!

El teniente contempló a sus hombres, completamente desnudos, y le invadió una profunda sensación de rebeldía. Por unos instantes estuvo a punto de oponerse, e incluso intercambió con ellos una mirada de inteligencia, pero negaron con un gesto, y el más joven señaló con voz cansada:

—No se preocupe por nosotros, teniente. Ajamuk vendrá a buscarnos.

—Pero al amanecer se morirán de frío. —Se volvió a Gacel—. Dales al menos una manta.

El targuí pareció a punto de aceptar, pero al fin negó, y su tono era humorístico al señalar:

—Que se entierren en la arena.

Les protege del frío y es bueno para adelgazar.

Razmán se llevó la mano a la frente en un desganado saludo, puso el motor en marcha y encendió los faros, pero inmediatamente el cañón del fusil se hundió en sus costillas:

—¡Sin luces!

Las apagó, pero agitó la cabeza pesimista:

—¡Estás loco! —masculló malhumorado—. Completamente loco.

Aguardó a que sus ojos se habituaran de nuevo a la oscuridad y por último arrancó despacio, inclinándose lo más posible hacia delante en su intento por distinguir los obstáculos. Fue una marcha lenta y pesada durante las tres primeras horas, hasta que Gacel le indicó que podía encender los faros con lo que avanzaron con mayor rapidez, lo cual trajo aparejado, casi de inmediato, que una de las ruedas reventara.

El teniente sudó y maldijo para cambiarla siempre vigilado por el cañón del arma, y tuvo que hacer un esfuerzo para no aprovechar la ocasión, lanzarle la llave inglesa y provocar un cuerpo a cuerpo que pusiera fin de una vez a la embarazosa situación.

Pero comprendió que el targuí era más alto y más fuerte, y aun en el caso improbable que pudiera arrebatarle el fusil, su enemigo contaba aún con un revólver, una espada y una gumía.

Lo único que cabía era despedirse de un rápido ascenso, y rogar porque las cosas no se complicaran más de lo que estaban. Dejarse matar a los veintiocho años por alguien con cuyas ideas se estaba de acuerdo, constituía una tremenda estupidez, y lo sabía.

23

A medianoche en punto los cuatro hombres convergieron sobre el camello muerto; para ninguno constituyó una sorpresa constatar que la presa había volado, y el sargento mayor Malikel-Haideri aprovechó la ocasión para explayarse con todo lo más soez de su vocabulario cuartelero, maldiciendo al targuí y maldiciendo también, de paso, y más insistentemente, al "estúpido tenientillo" que se había dejado engañar como un novato.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —inquirió, desconcertado, uno de los soldados.

—El teniente no lo sé, pero yo, con su consentimiento o sin él, voy a dirigirme al pozo de Sidi-el-Madia.

Por muy targuí que sea ese hijo de puta, no puede soportar tantos días sin beber.

Un veterano que había estado estudiando el cadáver del mehari con ayuda de su linterna, señaló la herida en el vientre.

—Agua tiene, —comentó—. Un agua repelente, que mataría a cualquiera, pero los tuareg son capaces de sobrevivir con eso. Y también se bebió la sangre. —Hizo una pausa y añadió convencido—: No lo encontraremos nunca.

El sargento mayor Malik-el-Haideri no respondió, echó una última ojeada al animal muerto, dio media vuelta y emprendió el regreso hacia su vehículo. Por el grado de descomposición, calculó que el camello llevaba más de cuarenta y ocho horas muerto, lo que significaba que el targuí debió sacrificarlo dos noches antes. Si había emprendido la marcha inmediatamente, cosa que dudaba, su ventaja era excesiva, pero si había dejado pasar un día más para confiarlos y debilitar su vigilancia, no andaría muy lejos y tal vez aún estuviera a tiempo de cortarle el paso.

No confiaba en la idea de alcanzarle en el "erg" porque, sin montura, se enterraría en la arena en cuanto divisase de lejos un vehículo, pero el agua ya casi digerida del estómago del camello no resistiría otro día sin pudrirse, y el fugitivo necesitaba irremediablemente una nueva provisión.

Los "atankor" de los valles y cañadas del macizo montañoso, donde escarbando mucho se podía obtener a veces unos sorbos de un líquido terroso y salobre, no bastaban para sobrevivir, y constituían tan sólo una ayuda para el viajero que osara adentrarse en el laberinto de sus infinitos contrafuertes rocosos.

Dominar el pozo significaba, por tanto, obligar al targuí a rendirse, o condenarle a perecer. Inconscientemente apretó el paso y se sorprendió a sí mismo casi corriendo en su ansia de alcanzar cuanto antes el jeep. La Luna se ocultó en el horizonte, pero su sentido de la orientación era casi tan bueno como el de un nómada después de tantos años de vivir en aquellos desiertos, y faltaba aún una hora para el amanecer, cuando trepó como pudo por el terraplén maldiciendo a los mosquitos que se lanzaban sobre él con furia, para correr hacia sus hombres gritando a pleno pulmón.

Le rodearon asustados.

—¿Qué ha pasado? —inquirió el negro Alí.

—¿Qué va a pasar? Se ha marchado.

—¿Es que lo dudabas?

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

El sargento no respondió. Había tomado el aparato de radio y llamaba insistentemente.

—¡Teniente! ¿Está a la escucha, teniente?

Cuando hubo insistido cinco veces sin obtener respuesta, soltó un reniego y puso el motor en marcha. —Es tan estúpido, que le creo capaz de haberse quedado dormido. ¡Vamos!

Emprendió la marcha dando saltos bordeando la salina, rumbo al Noroeste, y sus hombres tuvieron que aferrarse a todo lo que encontraron a mano para no salir por los aires.

24

Al amanecer, el teniente Razmán se detuvo a repostar gasolina, vació el bidón, y lo volteó para que Gacel comprobara que no mentía.

—Se está acabando, —le hizo notar.

El targuí no respondió. Sentado en la trasera del vehículo observaba el horizonte que iba tomando forma, y la línea negra que se dibujaba ante ellos, quebrada e inarmónica. El macizo de Sidi-el-Madia se alzaba de improviso en la llanura, rojo y ocre, fruto de un inmenso cataclismo anterior probablemente a la aparición del hombre sobre el planeta, como si una mano monstruosa lo hubiera empujado desde los centros mismos de la tierra colocándolo allí por arte de brujería.

Other books

Vigilant by Angel Lawson
The Promise by Kate Worth
SECRET IDENTITY by Linda Mooney
Missing Abby by Lee Weatherly
Amazonia by Croft, Sky
The Floating Lady Murder by Daniel Stashower
Love's Reckoning by Laura Frantz
Fire Country by Estes, David