Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Tampoco fui allí nunca.
—¿Cómo puedo saber cuándo he cruzado una frontera y estoy a salvo? —inquirió interesado.
Los otros se miraron entre sí, incapaces de conocer la respuesta. El que no había hablado hasta ese momento, un negro "akli", hijo de esclavos, se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe con exactitud. Nadie —repitió seguro de lo que decía—. El año pasado bajé con una caravana hasta el Níger, y ni a la ida ni a la vuelta sabíamos nunca en qué país nos encontrábamos.
—¿Cuánto tardasteis en llegar al río?
El negro meditó la respuesta tratando de hacer memoria. Al fin, no muy convencido, aventuró:
—¿Un mes? —Chasqueó la lengua como tratando de desechar unos pensamientos desagradables—. Casi el doble a la vuelta. Llegó la sequía, los pozos se agotaron y tuvimos que dar un gran rodeo para evitar Tikdabra.
Cuando yo era niño, podían encontrarse buenos pozos y sabanas muchos días antes de llegar al río. Ahora, las arenas amenazan sus orillas, los pozos se han cegado y los últimos rastros de hierba desaparecen. Llanuras donde antes pastaba el ganado de los "peuls", no son buenas ya ni para los camellos más hambrientos, y de poblados oasis que constituían un descanso, no queda ni el recuerdo. —Chasqueó la lengua nuevamente—. Y no soy viejo —puntualizó—. No. No soy viejo. Es el desierto que avanza demasiado aprisa.
—A mí no me importa que el desierto avance y se trague otras tierras —le hizo notar Gacel—. Estoy bien aquí. Me preocupa que ya ni siquiera el desierto sea lo suficientemente grande como para que nos permitan vivir en paz. Cuanto más crezca, mejor.
Quizás así algún día se olviden de nosotros.
—No se olvidarán —afirmó el "majarrero"—. Han encontrado petróleo y el petróleo es lo que más interesa a los "rumi". Lo sé porque trabajé dos años en la capital y allí todas las conversaciones giran siempre, de una forma u otra, en torno al petróleo.
Gacel observó al anciano, con renovado interés. Los "majarreros", como todos los artesanos, bien fuera que trabajaran la plata y el oro, como aquél, la piel, o la piedra, estaban considerados por los tuareg como una casta inferior, situada a mitad de camino entre un "imohag" y un "ingad" o vasallo, e incluso a veces, entre un "ingad" y un esclavo "akli". Pero, aun así clasificados, los tuareg reconocían que los "majarreros" constituían probablemente la clase más culta de todo su sistema social, ya que muchos de ellos sabían leer y escribir y algunos habían viajado más allá de las fronteras del desierto.
—Estuve una vez en una ciudad —comentó al fin—. Pero era muy pequeña y todavía mandaban los franceses. ¿Han cambiado mucho las cosas desde entonces?
—Mucho —admitió En aquel tiempo a un lado estaban los franceses y al otro, nosotros. Ahora, nos peleamos entre hermanos, y unos quieren una cosa y otros, otra.
—Agitó la cabeza con gesto pesaroso—. Y cuando los franceses se fueron dividieron los territorios con fronteras, trazando una línea en el mapa de modo que una misma tribu, incluso una misma familia, puede pertenecer a dos países. Si el gobierno es comunista, comunista. Si el gobierno es fascista, fascista; si gobierna el rey, monárquico.
Se interrumpió y estudió con detenimiento a su interlocutor para inquirir:
—¿Sabes lo que significa ser comunista?
Gacel negó convencido:
—Nunca oí hablar de ellos. ¿Son una secta?
—Más o menos. Pero no religiosa. Sólo política.
—¿Política? —replicó sin comprender.
—Pretenden que todos los hombres deben ser iguales, con los mismos deberes y derechos, y que las riquezas se repartan entre todos.
—¿Pretenden que sean iguales el listo y el tonto, el "imohag" y el esclavo, el trabajador y el haragán, el guerrero y el cobarde? —Soltó una exclamación de asombro—. ¡Están locos! Si Alá nos hizo distintos, ¿por qué pretenden ellos que seamos iguales? —Soltó un resoplido—. ¿De qué me valdría entonces haber nacido targuí?
—Es más complicado que eso —sentenció el anciano.
—Lo imagino —admitió—. Debe ser mucho, mucho más complicado, pues semejante tontería no admite siquiera discusión. —Hizo una pausa como dando por concluido el tema e inquirió—: ¿Alguna vez oíste hablar de Abdulel-Kebir?
—Todos hemos oído hablar de él —intervino el jefe de los beduinos adelantándose al "majarrero"—. Fue quien expulsó a los franceses y gobernó los primeros años.
—¿Qué clase de hombre es?
—Un hombre justo —admitió el otro—. Equivocado, pero justo.
—¿Por qué equivocado?
—Todo el que confía en los demás hasta el punto de dejarse arrebatar el poder y encarcelar, es un hombre equivocado.
Gacel se volvió al anciano:
—¿Es de los que pretenden que todos debemos ser iguales? ¿Cómo se llaman?
—¿Comunista? —inquirió el "majarrero"—. No. No creo que fuera exactamente comunista. Decían que era socialista.
—¿Y eso qué es?
—Otra cosa.
—¿Parecida?
—No lo sé muy bien.
Buscó aclaración en los rostros de los otros que se limitaron a encogerse de hombros mostrando la misma ignorancia y optó por encogerse de hombros a su vez, convencido de que no llegaría a parte alguna haciendo aquel tipo de preguntas.
—He de irme —fue todo lo que dijo poniéndose en pie.
—"Aselam aleikum".
—"Aselam aleikum".
Se encaminó hacia donde estaban concluyendo de afirmar la carga de sus camellos, comprobó con una ojeada de experto que todo estaba en orden, montó en el más rápido de ellos, y antes de obligarle a ponerse en pie, extrajo un puñado de billetes y se los entregó al muchacho.
—Encontrarás las mitades que faltan en la cueva de las gargantas de Tatalet, a medio día de marcha. ¿La conoces?
—La conozco —afirmó—. ¿Escondiste allí al gobernador?
—Junto a los billetes —replicó—. Dentro de una semana, cuando pases por aquí de regreso de El-Abak, déjalo en libertad.
—Confía en mí.
—Gracias. Y recuerda: dentro de una semana, No antes.
—Descuida. ¡Que Alá te acompañe! El targuí taloneó el cuello del mehari, que se alzó, los demás le siguieron, y se alejaron sin prisas hasta desaparecer por completo tras un grupo de rocas.
Tan sólo entonces el muchacho regresó a tomar asiento a la puerta de la jaima. Su padre sonrió levemente.
—No te inquietes por él —señaló—. Es targuí, y no existe en el mundo nadie capaz de atrapar a un tuareg solitario en el desierto.
Le despertaron la luz y el silencio.
El sol penetraba a raudales por la enrejada ventana, iluminando las largas hileras de libros y sacando destellos plateados al cenicero de latón repleto de colillas, pero, pese a ello, pese a lo avanzado de la hora, no escuchó ni un rumor en el patio, y estaba seguro de que no había sonado, como cada amanecer, el toque de diana.
Le inquietó aquel silencio. Los años le habían acostumbrado a una rutina militar y rígida en la que cada uno de sus actos se encontraba regido por un horario espartano, y advertir de improviso que ese horario se alteraba y no le habían hecho saltar de la cama a las seis en punto, con media hora de tiempo para asearse antes de que sirvieran el desayuno, le producía una inexplicable desazón.
Y el silencio.
El agobiante silencio del patio, alborotado siempre a aquella hora por las charlas de los soldados antes de que llegaran los grandes calores, le obligó a saltar del camastro, calzarse los pantalones, y aproximarse a la ventana.
No distinguió a nadie. Ni junto al pozo, ni en las almenas de la esquina oeste, que era la única parte del muro visible desde allí.
—¡Eh! —llamó levemente angustiado—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están todos?
No obtuvo respuesta. Insistió, pero el resultado fue el mismo, y se asustó de veras.
—"Me han abandonado" —fue lo primero que pensó—. "Se han ido y me han dejado aquí encerrado para que muera de hambre y sed". Corrió hacia la puerta y le sorprendió encontrarla entreabierta. Salió al patio y un sol violento le hirió en los ojos al ser devuelto por los blancos muros mil veces encalados por unos soldados que ninguna otra obligación tenían, durante días y años, que repasar una y otra vez las inmaculadas paredes.
1 Pero ninguno de ellos aparecía a la vista. Y ninguno de ellos montaba guardia en la garita de las esquinas, o junto a la puerta, a través de la cual podía distinguir el desierto sin límites.
—¡Eh! —repitió una vez más—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?
El silencio. El maldito silencio, sin que ni un soplo de aire trajera un rumor de vida o alterara la quietud de un lugar que parecía petrificado, aplastado y destruido por un sol que empezaba a calentar con fuerza.
Bajó de dos saltos los cuatro escalones y avanzó hacia el pozo llamando hacia las oficinas, el comedor y los alojamientos de las tropas.
—¡Capitán! ¡Capitán! ¿Qué broma es ésta? ¿Dónde se han metido?
Una sombra oscura nació de entre las sombras de la cocina. Era un targuí alto, muy delgado, con un oscuro "lithan" cubriéndole el rostro, un fusil en una mano y una larga espada en la otra.
Se detuvo bajo el porche.
—Están muertos —dijo.
Le observó incrédulo.
—¿Muertos? —repitió estúpidamente—. ¿Todos?
—Todos.
—¿Quién los mató?
—Yo.
Se aproximó sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Tú? —inquirió agitando la cabeza como para desechar la idea—. ¿Pretendes decirme que tú, sin ayuda de nadie, has matado a doce soldados, un sargento y un oficial?
Asintió con naturalidad:
—Dormían.
Abdul-el-Kebir, que había visto morir a miles de personas, que había ordenado ejecutar a muchas, y que aborrecía a todos y cada uno de sus carceleros, experimentó sin embargo una insoportable sensación de angustia y vacío en la boca del estómago, y se apoyó levemente en el poste de madera que soportaba el porche para no perder el equilibrio.
—¿Los has asesinado mientras dormían? —inquirió—. ¿Por qué?
—Porque ellos asesinaron a mi 1huésped. —Hizo una pausa—. Y porque eran demasiados. Si uno daba la voz de alarma, hubieras muerto de viejo entre estas cuatro paredes.
Abdul-el-Kebir le observó en silencio y agitó la cabeza afirmativamente, como si comprendiese algo que se le antojó oscuro en un principio.
—Ahora te recuerdo —admitió—. Eres el targuí que nos dio hospitalidad. Te vi cuando me llevaban.
—Sí —asintió. Soy Gacel Sayah, eras mi huésped, y tengo la obligación de llevarte al otro lado de la frontera.
—¿Por qué?
Le miró sin comprender. Por último, señaló:
—Es la costumbre. Pediste mi protección y debo protegerte.
—Matar a catorce hombres por protegerme resulta excesivo, ¿no crees?
El targuí no se dignó responder y echó a andar en dirección a la abierta puerta.
—Traeré los camellos —dijo—. Prepárate para un largo viaje.
Le observó mientras se alejaba, perdiéndose de vista más allá del portalón abierto de par en par, y le agobió sentirse solo en el fortín abandonado. Le agobió y le asustó incluso más que cuando lo vio por primera vez abrigando la certeza de que jamás saldría vivo de él y aquellos muros se convertirían a la vez en su prisión y su tumba.
Permaneció unos instantes muy quieto, escuchando aun a sabiendas de que no había nada que escuchar, pues el viento y los hombres eran los únicos capaces de provocar algún ruido, y era un día sin viento y los hombres habían muerto.
¡Catorce!
Recordaba sus caras, una por una, desde el afilado rostro intensamente pálido del capitán que odiaba el sol y amaba la penumbra de su despacho, a los sudorosos y congestionados mofletes del cocinero, pasando por los largos bigotes insolentes del sucio cabo que le atendía limpiando la celda y trayendo la comida.
Conocía también a cada centinela y cada pinche; había jugado con ellos a los dados o había escrito cartas para sus familiares, leyéndoles a veces novelas en las infinitas noches del desierto, pues, con frecuencia, resultaba imposible determinar quién, de entre todos ellos, era el más prisionero de aquel fortín de los confines del desierto.
Los conocía a todos y ahora estaban muertos.
Se preguntó qué clase de hombre era aquel que admitía que había matado a catorce seres humanos mientras dormían, sin la más leve alteración de la voz, sin una disculpa, sin señal alguna que delatase el menor síntoma de arrepentimiento.
Era un targuí, desde luego, y en la Universidad le habían enseñado que aquella raza nada tenía que ver con las demás razas del mundo, y su moral o sus costumbres ningún punto de contacto con la moral o las costumbres del resto de los mortales.
Era un pueblo altivo, indomable y rebelde que se regía por sus propias leyes, pero nadie le había explicado entonces que tales leyes contemplaran la posibilidad de asesinar fríamente a los durmientes.
"La moral es una cuestión de costumbres y nunca debemos juzgar, según nuestro criterio, los actos de aquellos que tienen, por sus costumbres ancestrales, una visión y un criterio distinto de la vida". Recordaba las palabras del "Gran Viejo" como si los años no hubieran pasado, apoltronado tras su enorme mesa, blancas de tiza las manos y las mangas de la oscura chaqueta, tratando de inculcarles el convencimiento de que las restantes etnias que componían lo que algún día sería un país libre, no debían parecerles inferiores por el hecho de que hubieran tenido menos contactos que ellos con los franceses.
"Uno de los grandes problemas de nuestro continente —aseguraba una y otra veces el hecho, innegable, de que gran parte de los pueblos africanos son, de por sí, más racistas aún que los propios colonialistas. Tribus vecinas, casi hermanas, se odian y se desprecian, y ahora, que están llegando las Independencias, se demuestra claramente que el negro no tiene peor enemigo que el propio negro que habla otro dialecto. No cometamos el mismo error. Vosotros, que algún día gobernaréis esta nación, tened muy presente que los beduinos, los tuareg, o los cabileños de las montañas no son inferiores, sino únicamente distintos". Distintos.
Nunca dudó a la hora de ordenar un atentado contra uno de aquellos cafés en que se reunían los franceses, sin detenerse ante el hecho de que semejante orden significase la destrucción de muchos inocentes. Nunca dudó tampoco al empuñar la metralleta contra paracaidistas y legionarios y la muerte había estado desde la adolescencia en su camino, y lo siguió estando cuando en los primeros años de su mandato tuvo que enviar a docenas de colaboracionistas a la horca. No tenía por tanto derecho a asustarse por la muerte de catorce carceleros, pero a aquellos carceleros los conocía uno por uno, sabía sus nombres y sus gustos, y sabía, también, que los habían degollado en sus propias camas.