V
ÍNCULOS CON LOS PRETÉRITOS DÍAS DE ANTAÑO
—Grattan y Flood escribieron para este mismo periódico —les gritó a la cara el director—. Voluntarios irlandeses. ¿Dónde estáis ahora? Fundado en 1763. Dr. Lucas. ¿A quién tienen ustedes ahora como John Philpot Curran? ¡Bah!
—Bueno —dijo J. J. O’Molloy—, a Bushe, procurador real, por ejemplo.
—¿Bushe? —dijo el director—. Bueno, sí. Lo lleva en la sangre. Kendal Bushe, mejor dicho, Seymour Bushe.
—Ya sería juez hace mucho tiempo —dijo el profesor— si no fuera por… Pero no importa.
J. J. O’Molloy se volvió a Stephen y dijo con calma y lentitud:
—Uno de los párrafos más torneados que creo haber escuchado en mi vida cayó de los labios de Seymour Bushe. Era en aquel caso de fratricidio, el crimen de Childs. Le defendió Bushe.
Y en los pórticos de mi oído vertió.
Por cierto, ¿cómo lo averiguó? Murió mientras dormía. ¿O la otra historia, el animal de las dos espaldas?
—¿Qué fue eso? —preguntó el profesor.
I
TALIA,
MAGISTRA ARTIUM
—Habló de la legislación sobre pruebas indiciales —dijo J. J. O’Molloy— en el derecho romano, en comparación con el anterior código de Moisés, la
lex talionis
. Y mencionó el Moisés de Miguel Ángel en el Vaticano.
—Ah.
—Unas pocas palabras bien seleccionadas —prologó Lenehan—. ¡Silencio!
Pausa. J. J. O’Molloy sacó la petaca.
Falsa calma. Algo absolutamente corriente.
El mensajero sacó la caja de cerillas pensativamente y encendió el cigarro.
He pensado más de una vez, volviendo la vista a aquella extraña época, que fue aquel pequeño acto, trivial en sí, de encender esa cerilla, lo que determinó el posterior transcurso de nuestras dos vidas.
U
N PÁRRAFO TORNEADO
J. J. O’Molloy continuó, modelando sus palabras:
—Dijo sobre eso:
Esa pétrea efigie en música congelada, terrible y con cuernos, de la divina forma humana, ese símbolo eterno de sabiduría y profecía, que si hay algo, transfigurada por el alma y transfigurador del alma, que la imaginación o la mano del escultor haya plasmado en mármol hasta hacerlo merecedor de vida, podemos decir que sí que merece vivir
.
Su delgada mano, con una ondulación, agració el eco y la caída.
—¡Bello! —dijo en seguida Myles Crawford.
—El divino hálito —dijo el señor O’Madden Burke.
—¿Le gusta? —preguntó J. J. O’Molloy a Stephen.
Stephen, cortejada su sangre por la gracia del lenguaje y el gesto, se ruborizó. Sacó un cigarrillo de la petaca. J. J. O’Molloy ofreció su petaca a Myles Crawford. Lenehan les encendió los cigarrillos como antes y tomó su trofeo diciendo:
—
Muchibus gracibus
.
U
N HOMBRE DE ELEVADA MORAL
—El profesor Magennis me hablaba de usted —dijo J. J. O’Molloy a Stephen—. ¿Qué piensa usted de verdad sobre esa caterva de herméticos, los poetas de los silencios opalescentes: A. E. el maestro de místicos? Fue aquella Blavatsky la que lo empezó. Era una estupenda enredadora. A. E. ha contado a no sé qué entrevistador yanqui que usted fue a verle a altas horas de la madrugada a preguntarle sobre planos de conciencia. Magennis cree que usted le estaría tomando el pelo a A. E. Es un hombre de moral muy elevada, Magennis.
Hablando de mí. ¿Qué dijo? ¿Qué dijo? ¿Qué dijo de mí? No preguntes.
—No, gracias —dijo el profesor MacHugh, desviando a un lado la petaca—. Espere un momento. Permítame decirle una cosa. La más bella exhibición de oratoria que he oído nunca fue un discurso pronunciado por John F. Taylor en la Sociedad Histórica de la Universidad. El juez Fitzgibbon, el actual magistrado de apelación, había hablado ya y el estudio sometido a debate era un ensayo (nuevo para aquellos días) abogando por la reviviscencia de la lengua irlandesa.
Se volvió a Myles Crawford y dijo:
—Usted conoce a Gerald Fitzgibbon. Entonces puede imaginarse el estilo de su discurso.
—Se rumorea —dijo J. J. O’Molloy— que ocupa un puesto junto a Tim Healy en la comisión administrativa de Trinity College.
—Ocupa un puesto junto a una personita deliciosa con traje de niña —dijo Myles Crawford—. Adelante. ¿Y qué?
—Fue el discurso, fíjese —dijo el profesor—, de un orador consumado, lleno de cortés altivez y vertiendo en exquisita dicción, no diré las ánforas de su ira, pero sí vertiendo la contumelia de un hombre orgulloso sobre el nuevo movimiento. Entonces era un nuevo movimiento. Éramos débiles, y por consiguiente sin valor.
Cerró los largos labios finos un momento, pero, ávido de seguir, levantó la mano abierta a las gafas, y, con el pulgar y el anular tocando temblorosamente los aros negros, los consolidó en un nuevo enfoque.
I
MPROVISACIÓN
En tono ferial se dirigió a J. J. O’Molloy:
—Taylor había llegado, usted debe saberlo, levantándose de la cama donde estaba enfermo. Que hubiera preparado su discurso, no lo creo, pues ni siquiera había un taquígrafo en la sala. Una barba de varios días rodeaba su oscuro rostro macilento. Llevaba una corbata floja y en conjunto parecía (aunque no lo era) un hombre en la agonía.
Su mirada se volvió de pronto pero lentamente desde J. J. O’Molloy hacia la cara de Stephen y luego se inclinó en seguida al suelo, buscando. Su cuello blanco sin almidonar apareció tras su cabeza inclinada, manchado por su marchito pelo. Aún buscando, dijo:
—Cuando acabó el discurso de Fitzgibbon, se levantó John F. Taylor para contestar. Brevemente, en cuanto puedo traerlas a la memoria, sus palabras fueron éstas.
Elevó la cabeza firmemente. Sus ojos volvieron a ponerse pensativos. Bobos moluscos nadaban en las gruesas lentes de un lado para otro, buscando escape.
Empezó:
—
Señor Presidente, señoras y señores: Grande fue mi admiración al escuchar las observaciones dirigidas a la juventud de Irlanda hace un momento por mi docto amigo. Me pareció haber sido transportado a un país muy lejano de este país, a una edad remota de esta edad: que me encontraba en el antiguo Egipto y escuchaba el discurso de algún alto sacerdote de esa tierra dirigiéndose al joven Moisés
.
Sus oyentes sostenían sus cigarrillos en vilo para oír, con el humo ascendiendo en frágiles tallos que florecían con su discurso.
Y que nuestros tortuosos humos
. Nobles palabras viniendo.
¿Podrías probar tú también?
—
Y me pareció que oía la voz de ese alto sacerdote egipcio elevarse en un tono de análoga altivez y análogo orgullo. Oía sus palabras y su significado me fue revelado
.
D
E LOS PADRES
Me fue revelado que son buenas aquellas cosas que sin embargo están corrompidas, las cuales no podrían corromperse si fueran supremamente buenas o si no fueran buenas. ¡Ah, maldito seas! Eso es San Agustín.
—
¿Por qué los judíos no aceptáis nuestra cultura, nuestra religión y nuestra lengua? Vosotros sois una tribu de pastores nómadas: nosotros somos un pueblo poderoso. No tenéis ni ciudades ni riqueza: nuestras ciudades son colmenas de humanidad, y nuestras galeras, trirremes y cuatrirremes, cargadas con toda clase de mercancías, surcan las aguas de todo el globo conocido. No habéis más que emergido de condiciones primitivas: nosotros tenemos una literatura, un sacerdocio, una historia secular y una organización política
.
Nilo.
Niño, hombre, efigie.
Junto a la orilla del Nilo se arrodillan las nodrizas, cuna de juncos: un hombre ágil en combate: cuernos de piedra, barba de piedra, corazón de piedra.
—
Rezáis a un oscuro ídolo local: nuestros templos, majestuosos y misteriosos, son las moradas de Isis y Osiris, de Horus y Ammon Ra. Vuestra es la esclavitud, el temor y la humildad: nuestro el trueno y los mares. Israel es débil y pocos son sus hijos. Egipto es una hueste y terribles son sus armas. Vagabundos y mercenarios se os llama: el mundo tiembla ante nuestro nombre
.
Un sordo eructo de hambre partió su discurso. Elevó la voz por encima de él, valientemente:
—
Pero, señoras y caballeros, si el joven Moisés hubiera prestado oídos y aceptado ese modo de ver la vida, si hubiera inclinado la cabeza e inclinado su espíritu ante esa arrogante admonición, nunca habría sacado al pueblo elegido de su casa de servidumbre ni seguido durante el día a la columna de nube. Nunca habría hablado con el Eterno entre relámpagos en la cumbre del Sinaí ni tampoco habría bajado con la luz de la inspiración refulgiendo en su rostro y llevando en sus brazos las tablas de la ley, grabadas en la lengua de los proscritos
.
Terminó y les miró, disfrutando el silencio.
D
E MAL AGÜERO ¡PARA ÉL!
J. J. O’Molloy dijo, no sin pesar:
—Y sin embargo, murió sin haber entrado en la tierra prometida.
—Un repentino-en-el-momento-aunque-por-prolongada-enfermedad-a-menudo-anteriormente-expectorado-fallecimiento —dijo Lenehan—. Y con un gran porvenir por detrás de él.
Se oyó el tropel de pies descalzos precipitarse por el vestíbulo y subir pateando la escalera.
—Eso es oratoria —dijo el profesor, sin hallar contradicción.
Lo que el viento se llevó. Las huestes de Mullaghmast y la Tara de los reyes. Millas de oídos en los pórticos. Las palabras del tribuno aulladas y esparcidas a los cuatro vientos. Un pueblo cobijado dentro de su voz. Ruido muerto. Vestigios acásicos de todo lo que fue jamás en algún sitio en cualquier sitio. Amadle y alabadle: ya no más a mí.
Tengo dinero.
—Señores —dijo Stephen—. Como propuesta inmediata en el orden del día, ¿puedo sugerir que se levante la sesión?
—Me dejas sin aliento. ¿No es por ventura un cumplido a la francesa? —preguntó el señor O’Madden Burke—. Esta es la hora, se me antoja, cuando la jarra de vino, metafóricamente hablando, resulta más placentera en la antigua posada.
—Se resuelve resueltamente que sea así por la presente. Todos los que estén a favor digan que sí —anunció Lenehan—. Los contrarios, que no. Declaro aprobada la propuesta. ¿A qué determinado local de tragos?… Mi voto decisivo es: ¡A Mooney!
Abrió paso, amonestando:
—Rehusaremos estrictamente ingerir bebidas fuertes, ¿no es verdad? Sí, no lo haremos. De ningún modo de maneras.
El señor O’Madden Burke, siguiendo de cerca, dijo, con un golpe de complicidad de su paraguas:
—¡En guardia, Macduff!
—¡De tal palo, tal astilla! —gritó el director, dando una palmada a Stephen en el hombro—. Vamos. ¿Dónde están esas malditas llaves?
Hurgó en el bolsillo, sacando las aplastadas hojas a máquina.
—Glosopeda. Ya sé. Irá bien. Lo meteremos. ¿Dónde están? Está bien.
Volvió a guardar las hojas y entró a la oficina de dentro.
T
ENGAMOS ESPERANZAS
J. J. O’Molloy, a punto de seguirle adentro, dijo en voz baja a Stephen:
—Espero que vivirá bastante como para verlo publicado. Myles, un momento.
Entró a la oficina de dentro, cerrando la puerta tras él.
—Vamos allá, Stephen —dijo el profesor—. Es estupendo, ¿no? Eso tiene la visión profética.
Fuit Ilium!
El saqueo de la tempestuosa Troya. Reinos de este mundo. Los dueños del Mediterráneo son hoy fellahin.
El primer vendedor de periódicos bajó pisándoles los talones por la escalera y salió precipitado a la calle, aullando:
—¡Extraordinario de las carreras!
Dublín. Tengo mucho, mucho que aprender.
Doblaron a la izquierda por la calle Abbey.
—Yo también tengo una visión —dijo Stephen.
—¿Sí? —dijo el profesor, dando un salto para ponerse al paso—. Crawford nos seguirá.
Otro vendedor de periódicos les adelantó disparado, gritando mientras corría:
—¡Extraordinario de las carreras!
Q
UERIDA SUCIA DUBLÍN
Dublineses.
—Dos vestales de Dublín —dijo Stephen—, maduras y piadosas, llevan viviendo cincuenta y cincuenta y tres años en el callejón de Fumbally.
—¿Dónde está eso? —dijo el profesor.
—Pasado Blackpitts.
Húmeda noche con hedor a masa que da hambre. Contra la pared. Cara refulgiendo sebo bajo el chal de lana. Corazones frenéticos. Vestigios acásicos. ¡Más pronto, guapo!
Adelante ahora. Atreverse. Hágase la vida.
—Quieren ver la vista de Dublín desde lo alto de la columna de Nelson. Ahorran tres chelines y diez peniques en una hucha un buzón rojo de lata. Sacudiéndolo, sacan fuera las tres piezas de chelín y consiguen extraer los peniques con la hoja de un cuchillo. Dos con tres en plata y uno con siete en cobres. Se ponen los sombreros y sus mejores vestidos, y llevan los paraguas por temor a que empiece a llover.
—Vírgenes sabias —dijo el profesor MacHugh.
V
IDA EN CRUDO
—Compran un chelín y cuatro peniques de carne en conserva y cuatro rebanadas de pan en el restaurante North City, calle Marlborough, propietaria señorita Kate Collins. Adquieren veinticuatro ciruelas maduras a una chica al pie de la columna de Nelson para quitarse la sed de la carne en conserva. Dan dos monedas de tres peniques al caballero del torniquete y empiezan a subir balanceándose por la escalera de caracol, gruñendo y animándose la una a la otra, con miedo a la oscuridad jadeando, la una preguntando a la otra tienes tú la carne, alabando a Dios y a la Virgen bendita, amenazando bajar, atisbando por los respiraderos. Gloria a Dios. No tenían idea de que fuera tan alto.
Se llaman Anne Kearns y Florence MacCabe. Anne Kearns tiene un lumbago para el cual se frota con agua de Lourdes que le dio una señora que recibió una botella de un padre pasionista. Florence MacCabe se toma de cena todos los sábados un pie de cerdo y una botella de cerveza doble.
—Antítesis —dijo el profesor, asintiendo dos veces—. Vírgenes vestales. Me parece verlas. ¿Qué es lo que retiene a nuestro amigo?
Se dio vuelta.
Un enjambre de vendedores de periódicos se precipitó escaleras abajo, dispersándose en todas direcciones, aullando, con los blancos periódicos al viento. Inmediatamente después de ellos apareció Myles Crawford en las escaleras, con el sombrero aureolándole la cara escarlata, hablando con J. J. O’Molloy.
—Vamos allá —gritó el profesor, agitando el brazo.