Ante lo cual Punch Costello rugió en alta voz
Étienne chanson
pero ruidosamente les pidió, mirad, la sabiduría se ha construido una casa, esta vasta bóveda majestuosa largamente establecida, el palacio cristalino del Creador todo cada cosa en su sitio, un penique a quien encuentre el guisante.
Ved ahí la mansión que edificó Juanito, ved la cebada en tantos sacos, al infinito, en el altivo circo del vivac del mocito. |
Un negro chascar de ruido en la calle ahí, ay, aulló, en eco. Sonoro a la siniestra tronó Thor: en ira horrenda el lanzador de martillo. Llegaba ahora la tormenta que calmaba su corazón. Y Maestre Lynch le pidió que se cuidara de no jactarse y pavonearse pues el dios mismo estaba airado por su charlar infernal y su paganismo. Y el que antes tan desafiante estaba se puso pálido como harina según todos pudieron notar y se encogió y su jactancia que antes era tan altiva ahora de repente se humilló y su corazón se estremeció dentro de la jaula de su pecho mientras percibía el fragor de esa tormenta. Entonces algunos se burlaron y otros se befaron y Punch Costello volvió a caer duro sobre su cerveza y Maestre Lenehan juró que le imitaría y en verdad que fue dicho y hecho sin hacerse de rogar. Pero el jactancioso presumido gritó que algún viejo Donnadie estaba bebido y la cosa le era indiferente y que no se quedaría rezagado. Pero eso era sólo para teñir su desesperación mientras acobardado se acurrucaba en las salas de Horne. Bebió en efecto de un sorbo para reanimarse el corazón de algún modo pues tronaba largo y ruidosamente por sobre todos los cielos de modo que Maestre Madden, siendo piadoso en ciertas ocasiones, se golpeó en las costillas ante tal estruendo de juicio final y Maestre Bloom, al lado del jactancioso, le habló palabras calmantes para adormecer su gran temor, dando a conocer cómo no era otra cosa sino confuso rumor lo que oía, la descarga de fluido de la fuente del trueno, vea, habiendo tenido lugar, y todo ello del orden de un fenómeno natural.
Pero ¿fue vencido el temor del joven Fanfarrón por las palabras de Calmador? No, pues tenía en su seno un dardo llamado Amargura que no podía disiparse con palabras. Y ¿no estuvo entonces tranquilo como el uno a piadoso como el otro? Ninguna de las dos cosas por cuanto habría querido estar lo uno y lo otro. Pero ¿no podría haberse esforzado por hallar otra vez en su juventud la botella Santidad de la cual había vivido hasta entonces? En verdad no, pues no estaba allí Gracia para hallar esa botella. ¿Oyó entonces en ese trueno la voz del Dios Creador o, lo que decía Calmador, una confusión de Fenómeno? ¿Oyó? Pues bien, él no podía menos de oír mientras no obstruyera el tubo Entendimiento (lo cual no había hecho). Entonces, a través de ese tubo vio que estaba en la tierra de Fenómeno donde debía de seguro morir algún día en cuanto que era, como el resto de los hombres, una apariencia pasajera. ¿Y no aceptaría morir como los demás y desaparecer? De ningún modo lo haría ni tampoco más de esas apariencias según hacen los hombres con sus mujeres como Fenómeno les ha mandado hacer por el libro Ley. Entonces ¿no tenía sospecha de esa otra tierra que se llama Cree-en-Mí, que es la tierra de la promesa que está asignada al rey Deleitoso y siempre lo estará donde no hay muerte ni nacimiento tampoco ni conyugamiento ni maternidad y a donde llegarán todos cuantos crean en ella? Sí, Piadoso le había hablado de esa tierra y Casto le había señalado el camino pero la cuestión era que por el camino cayó con una cierta puta de exterior placentero a los ojos cuyo nombre, dijo, es Pájaro-en-Mano y ella le atrajo por mala senda apartándole de la verdadera ruta con las lisonjas que le decía, como, Ea, hombre lindo, vuélvete acá y yo te mostraré un hermoso sitio, y ella se dio a él tan lisonjeramente que le tuvo consigo en su gruta que se llama Dos-en-las-Matas, o, por algunos doctos, Concupiscencia Carnal.
Eso era lo que toda aquella compañía sentada allí en la mesa de la Mansión de las Madres deseaba con más afán y si se encontraban con la puta Pájaro-en-Mano (que por dentro era toda sucia pestilencia, monstruos y un demonio maligno) se esforzarían hasta las últimas con tal de llegarse a ella y conocerla. Pues tocante a Cree-en-Mí decían que no era nada sino imaginación y que no podían concebirlo ni en pensamiento, pues, primero, Dos-en-las-Matas, a donde ella les atraía, era la más placentera gruta y allí había cuatro almohadas que tenían cuatro rótulos con estas palabras estampadas en ellos, Acaballo y Patasarriba y Metelengua y Mejillaconmejilla, y, segundo, porque esa mala peste, Omnisífilis, y los monstruos no se llegaban a ellos, pues Preservativo les había dado un robusto escudo de tripa de buey, y, en tercer lugar, porque no podían recibir daño ninguno tampoco de Progenie, que era aquel maligno demonio, por virtud de ese mismo escudo, que se llamaba Mataniño. Así estaban todos en su ciega fantasía, el señor Casuista y el señor Antaño Piadoso, el señor Mono Tragacerveza, el señor Falso Franco, el señor Delicado Dixon, el Joven Fanfarrón y el señor Cauto Calmador. En lo cual, oh desdichada compañía, os engañáis todos, pues esa era la voz del Dios que estaba en una ira tan grave como para acabar por levantar el brazo y dispersar sus almas por sus abusos y las dispersiones hechas por ellos contrariamente a Su palabra, que nos engendrar enérgicamente aconseja.
Así jueves dieciséis de junio Patk. Dignam bajo tierra de apoplejía y tras dura sequía, gracias a Dios, llovió, un barquero llegando por agua de unas cincuenta millas más o menos con turba diciendo las semillas no brotarán, campos sedientos, color muy triste y hedía muy fuerte, pantanos y marismas también. Difícil respirar y los brotes jóvenes consumidos todos sin gota así mucho tiempo atrás que nadie recordaba estar sin. Las yemas rosadas todas pardas y extendidas en bultos y en las colinas nada sino juncos y hierbas secas que prenderían al primer fuego. Todo el mundo diciendo, por lo que sabían, el vendaval del último febrero del año pasado que asoló la tierra tan lamentablemente fue cosa pequeña al lado de esta sequía. Pero poco a poco, como se dijo, esta tarde después de ponerse el sol, el viento viniendo del Oeste, enormes nubes hinchadas vistas al aumentar la noche y los que predicen el tiempo mirándolas y algunos relámpagos por todo el cielo primero y luego, pasadas las diez, un gran rayo con un largo trueno y en un momento todos corriendo revueltos a casa por el humeante chaparrón, los hombres resguardándose los sombreros de paja con un paño o pañuelo, las mujeres escapando con faldas remangadas tan pronta como cayó el aguacero. En Ely Place, la calle Baggot, Duke’s Lawn, y desde ahí por Merrion Green hasta la calle Holles, un torrente de agua corriendo donde antes estaba seco como piedra y ni un coche ni simón ni fiacre se veía por ahí pero ya no más descargas después de la primera. Enfrente a la puerta del Muy Hon. Sr. Juez Fitzgibbon (que ha de tratar con el señor Healy el abogado sobre los terrenos del colegio) Mal. Mulligan un caballero de verdad que acababa de llegar de ver el señor Moore el escritor (que era papista pero ahora, dicen las gentes, un buen orangista) se tropezó con Alec. Bannon con peluquín (que ahora están de moda con abrigos de baile verde Kendal) que estaba recién llegado en la ciudad desde Mullingar con la diligencia donde su primo y el hermano de Mal M se quedarán un mes hasta San Swithin y le pregunta qué andaba haciendo por allí, él camino de casa y el otro a Andrew Horne con intención de vaciar una copa de vino, así dijo, pero le quería contar de una becerrita caprichosa, grande para su edad y con buena pantorrilla y todo eso mientras caía un aguacero y así los dos juntos a Horne. Allí Leop. Bloom de la gaceta de Crawford sentado muy a gusto con una banda de gente alegre, jóvenes pendencieros, Dixon Jun., escolar en Nuestra Señora de la Misericordia, Vin. Lynch, un tipo escocés, Will. Madden, T. Lenehan, muy triste por un caballo de carreras que se le antojó y Stephen D. Leop. Bloom allí por un mal que había tenido pero ya mejor, habiendo soñado esa noche una extraña fantasía de su consorte Mrs Moll con babuchas rojas y unos calzones turcos lo que se cree por los que entienden que significa algún cambio y Madama Purefoy allí, que entró alegando su barriga, y ahora en el lecho de dolor, pobre de ella dos días pasado su momento, las comadronas desesperadas en ello y sin poder dar a luz, ella nauseada por un cuenco de agua de arroz que es sutil desecadora de sus entrañas y su aliento muy pesado mucho más de lo conveniente y debería ser un mocito por los golpes, dicen, pero que Dios le dé su alivio. Ese es el noveno retoño que le vive, oigo decir, y el día de Nuestra Señora le royó las uñas al último chiquillo que tenía entonces un año y con otros tres todos criados al pecho que murieron apuntados con buena letra en la Biblia del Rey. Su marido de unos cincuenta años y metodista pero recibe el Sacramento y se le ve todos los días de precepto que hace bueno con un par de sus chicos por la bahía de Bullock pescando en el canal con su caña de molinete o en una chalupa que tiene en busca de lenguados y abadejos y logra un buen saco, he oído decir. En suma un aguacero infinito y todo refrescado y aumentará mucho la cosecha pero los que entienden dicen que después de viento y agua ha de venir fuego por un pronóstico del almanaque de Malachi (y he oído decir que el señor Russell ha sacado del Hindustán un oráculo profético del mismo sentido para su Gaceta del Labrador) porque no hay dos sin tres pero es una simple idea sin fondo de razón para viejas y niños y sin embargo a veces se encuentra que tienen razón con sus rarezas no se puede decir cómo.
En esto llegó Lenehan a los pies de la mesa a decir cómo la carta estaba en la gaceta de esa noche y fingió buscársela encima (pues aseguró con juramento que le había dolido) pero por persuasión de Stephen abandonó la búsqueda y le rogaron que se sentara al lado lo que él hizo al punto. Era una suerte de joven caballero burlón que tenía fama de jocoso y galante y que en todo lo que fuera mujeres, caballos o escándalos sabrosos, estaba como en su casa. A decir verdad sus fortunas andaban medianamente y casi siempre estaba por los cafés y tabernas bajas con agentes de enganche, mozos de cuadra, corredores de apuestas, alguaciles, galopines, aprendices, lacayos, damas del burdel y otros pícaros del mismo juego o con el primer merino o pregonero que encontrara, muchas noches hasta bien entrado el día, con los que sacaba mucho que decir entre trago y trago. Tomaba su ordinario en algún fondín y aunque sólo podía meterse dentro unas sobras o un plato de tripas con una sola moneda en la bolsa, siempre podía salir del apuro con la lengua, con algún dicho atrevido tomado de una bribona o cosa semejante que cualquier hijo de madre se partía las costillas riendo. El otro, esto es, Costello, oyendo sus palabras preguntó si era poesía a cuento. No, a fe, dice Frank (tal era su nombre), es por lo de las vacas de Kerry que las tienen que sacrificar por causa de la peste. Pues por mí que las ahorquen, dice con un guiño, con sus novillos y todo, la peste sobre ellas. En esta lata hay un pescado tan bueno como jamás salió de ella y muy familiarmente se dispuso a tomar unas anchoas saladas que había al lado y a las que había echado el ojo deseosamente en el ínterin encontrando el sitio que era propiamente el principal intento de su embajada ya que estaba hambriento.
Mort aux vaches
, dice entonces Frank en lengua francesa, ya que había estado de aprendiz con un comerciante de aguardientes que tiene una tienda de vinos en Burdeos y hablaba francés como un caballero. Desde niño este Frank había sido un holgazán al que su padre, un alcalde de barrio, que mal podía retenerle en la escuela aprendiendo sus letras y el uso de las esferas, le matriculó en la universidad para que estudiara artes mecánicas, pero él tomó el freno entre los dientes como un potro bravo y se hizo más familiar con la justicia civil y parroquial que con sus volúmenes. Un día se le antojaba ser actor cómico, luego vivandero, o corredor de apuestas, luego nada le apartaba del reñidero de osos y gallos, luego le daba por el mar océano o por echarse a los caminos con los húngaros, secuestrando al heredero de un señor a favor de la luz de la luna o hurtando ropa blanca de doncella o estrangulando pollos detrás de un seto. Había estado por ahí tantas veces como vidas tiene un gato y otras tantas veces de vuelta con los bolsillos vacíos a casa de su padre el alcalde que derramaba una pinta de lágrimas en cuanto le veía. ¿Qué, dice el señor Leopold con las manos cruzadas, afanoso de saber a dónde iba a parar todo, van a sacrificarlas todas? Aseguro que las vi esta mañana camino de los barcos de Liverpool, dice. Apenas puedo creer que la cosa esté tan mal, dice. Y tenía en verdad experiencia de semejantes bestias de raza y de novillos, corderitos sebosos y carneros de lana, habiendo sido años antes actuario para el señor Joseph Cuffe, un digno corredor de ventas que hacía su comercio con ganado vivo y subastas de pastos al lado del terreno del señor Gavin Low en la calle Prussia. No estoy de acuerdo en eso, dice. Probablemente es más bien el hipo de la glositis bovina. El señor Stephen, algo afectado pero con mucha gracia, le dijo que no era tal cosa y que tenía despachos del Gran Hurgacolas del Emperador agradeciéndole la hospitalidad y enviándole acá al Doctor Rinderpest, el más renombrado cazavacas de toda la Moscovia, con algún que otro bolo de medicina para coger al toro por los cuernos. Vamos, vamos, dice el señor Vincent, hablemos claro. Se encontrará en los cuernos de un dilema si se enreda con un toro que sea irlandés, dice. Irlandés de nombre e irlandés de naturaleza, dice el señor Stephen, y pasó la cerveza dando la vuelta. Un toro inglés en una tienda de porcelana inglesa. Os entiendo, dice el señor Dixon. Es el mismo toro que envió a nuestra isla el ganadero Nicholas, el mejor criador de ganado de todos ellos, con un anillo de esmeralda en la nariz. Cierto es eso, dice el señor Vincent al otro lado de la mesa, y ciertos son los toros, dice, jamás ha estercolado en el trébol un toro más gordo y solemne. Abundancia de cuernos tenía, pelo dorado y un dulce aliento humeante saliéndole por las narices, tanto que las mujeres de nuestra isla, abandonando criadillas y morcillas, le siguieron, decorando con guirnaldas de margaritas su taurinidad. Y qué importa, dice el señor Dixon, pero si antes que pasara acá el granjero Nicholas que era eunuco le hizo castrar adecuadamente por un colegio de doctores que no valían más que él. Así que vamos allá, dice, y haz todo lo que te diga mi primo hermano Lord Harry y recibe la bendición de un ganadero, y con eso le palmeó rotundamente el trasero. Pero la palmada y la bendición le dieron buena parte, dice el señor Vincent, pues para compensar le enseñó un truco que valía por dos de los otros de tal modo que doncella, esposa, abadesa o viuda afirman hasta el día de hoy que en cualquier momento prefieren susurrarle a la oreja en lo oscuro de un establo o recibir un lametón en la nuca de su larga y santa lengua antes que yacer con el más hermoso y gallardo joven violador en los cuatro campos de toda Irlanda. Otro entonces tomó la palabra. Y le adornaron, dice, con camisa de encajes y enaguas con cola y cinturón y puños de encaje y le cortaron el pelo de la frente y le frotaron todo por encima con aceite de espermaceti y le construyeron establos para él en todos los recodos del camino con un pesebre de oro en cada uno lleno del mejor heno del mercado de modo que pudiera sestear y estercolar a gusto de su corazón. Para entonces el padre de los fieles (pues así le llamaban) se había puesto tan pesado que apenas podía caminar hasta el prado. Para remediar lo cual nuestras astutas damas y damiselas le traían su forraje en el regazo de los delantales y tan pronto como tenía la barriga llena él se enderezaba en sus cuartos traseros para enseñar un misterio a sus señorías y mugir y resoplar en lenguaje taurino y todas detrás de él. Sí, dice otro, y tan mimado estaba que no consentía que creciera en la tierra nada sino verde hierba para él mismo (pues ése era el único color de su gusto) y en una colina en medio de esta isla había un letrero con un aviso impreso diciendo: Por orden de Lord Harry viva lo verde del valle. Y, dice el señor Dixon, si olfateaba alguna vez un cuatrero en Roscommon o en las soledades de Connemara o un ganadero en Sligo que estuviera sembrando ni un puñado de mostaza ni una bolsa de nabo silvestre, corría hecho una furia por medio país desarraigando con los cuernos cuanto estuviera plantado y todo ello por orden de Lord Harry. Hubo entre ellos mala sangre al principio, dice el señor Vincent, y Lord Harry mandó al diablo al granjero Nicholas y le llamó viejo patrón de burdel que tenía siete putas en casa y voy a tomar yo cartas en sus asuntos, dice. Le voy hacer oler infierno a ese animal, dice, con ayuda de la buena verga que me dejó mi padre. Pero una tarde, dice el señor Dixon, cuando Lord Harry estaba limpiándose la real pelambrera para ir a cenar después de ganar una regata (tenía remos de pala para él pero la primera regla de la carrera era que los demás tenían que remar con horcas) descubrió en sí mismo una prodigiosa semejanza con un toro y sacando un librillo bien sobado que guardaba en la despensa, halló con toda certidumbre que él era descendiente por la mano izquierda del famoso toro campeón de los romanos,
Bos Bovum
, lo que en buen latín macarrónico quiere decir el amo del cotarro. Después de eso, dice el señor Vincent, Lord Harry metió la cabeza en un bebedero de vacas en presencia de todos sus cortesanos y al sacarla otra vez les dijo su nuevo nombre. Luego, con el agua corriéndole por encima, se puso un viejo blusón y una falda que pertenecieron a su abuela y se compró una gramática de la lengua de los toros para estudiar, pero nunca pudo aprender una palabra de ella salvo el pronombre de primera persona que copió en letras grandes y se lo aprendió de memoria, y siempre que salía de paseo se llenaba los bolsillos de tiza para escribirlo en donde se le antojara, en el costado de una piedra o en la mesa de una casa de té o una bala de algodón o un flotador de corcho. En una palabra, él y el toro de Irlanda pronto fueron tan íntimos amigos como un culo y una camisa. Lo fueron, dice el señor Stephen, y el final fue que los hombres de la isla, viendo que no había remedio, puesto que las ingratas mujeres eran todas de la misma opinión, construyeron una balsa de salvamento, se embarcaron a bordo ellos mismos con todos sus hatos de bienes muebles, pusieron los mástiles erectos, prepararon las vergas, tomaron la caña, se tiraron allá, tendieron todo trapo al viento, dieron cara entre viento y marea, izaron anclas, pusieron rumbo a babor, ondearon el pabellón de la calavera y los huesos, lanzaron tres veces tres hurras, largaron la bolina, se echaron a su gabarra y se hicieron a la mar para redescubrir América. Esa fue la ocasión, dice el señor Vincent, en que un contramaestre compuso aquella balanceante canción