Pero volvamos al señor Bloom, que, tras de su primera entrada, había sido consciente de algunas desvergonzadas burlas, las cuales, sin embargo, había soportado como frutos de esa edad a la que suele comúnmente acusarse de no conocer piedad. Los jóvenes pisaverdes, es cierto, estaban tan llenos de extravagancia como niños demasiado crecidos: las palabras de sus tumultuosas discusiones se entendían dificultosamente y a menudo no eran nada delicadas: su salvajismo y sus insultantes mots eran tales que el intelecto del señor Bloom se echaba atrás horrorizado, y tampoco eran escrupulosamente sensibles al decoro por más que la abundancia de recios espíritus animales hablara en defensa de ellos. Pero la palabra del señor Costello era para él un lenguaje nada bienvenido pues le repugnaba ese miserable, que le parecía una criatura medio desorejada de abortada gibosidad nacido fuera de matrimonio y lanzado al mundo ya jorobado y dentudo y con los pies por delante, lo cual hacía verosímil la marca de las pinzas del cirujano en su cráneo, como para traerle a la mente ese eslabón ausente en la cadena de la creación, deseado por el ingenioso señor Darwin, de feliz memoria. Estaba ya más allá del trecho medio de los años que se nos otorgan, por él pasados a través de las mil vicisitudes de la existencia, y, siendo de linaje cauto y él mismo hombre de rara previsión, había ordenado siempre a su corazón reprimir todos los movimientos de cólera levantada y, interceptándolos con la más alerta precaución, nutrir en su pecho esa plenitud de paciencia de que se mofan las mentes bajas, que desprecian los juzgadores precipitados y que todos encuentran soportable pero sólo soportable. A los que se hacen pasar por ingenios a costa de la delicadeza femenina (un hábito de mente que él jamás tuvo), a esos, nunca les concedería él, ostentar el nombre ni heredar la tradición de una educación elevada, mientras que para aquellos qué, habiendo perdido toda paciencia, ya no pueden perder más, quedaba el amargo antídoto de la experiencia para obligar a su insolencia a batirse en precipitada y deshonrosa retirada. No que él no fuera capaz de participar de los sentimientos de la fogosa juventud, la cual, sin cuidado ninguno por los reproches de los vejancones ni los gruñidos de los severos, siempre está dispuesta (para seguir la casta fantasía del Sagrado Autor) a comer del árbol prohibido, pero no hasta el punto de transgredir los límites de la humanidad bajo ninguna condición hacia una noble dama cuando estaba en sus legítimas obligaciones. Para concluir, si bien, por las palabras de la hermana, había calculado un rápido parto, sin embargo, debe confesarse, se sintió no poco aliviado por la información de que el resultado tan auspiciado tras una prueba de tal rigor diera ahora testimonio tanto de la misericordia cuanto de la generosidad del Ser Supremo.
Consiguientemente hizo patente su pensamiento a su vecino diciendo que, para expresar su idea sobre el asunto, su opinión (aunque por ventura no debería expresar ninguna) era que había que tener un carácter frío y un genio gélido para no regocijarse por estas recientísimas noticias de la fruición de su gestación, ya que ella había sufrido tantos dolores sin ninguna culpa propia. El elegante mozalbete dijo que era su marido quien la había puesto en tal expectación o al menos así debía ser salvo que ella fuera otra matrona efesia. Debo darles a conocer, dijo el señor Crotthers, dando una palmada en la mesa como para provocar un resonante comentario de énfasis, que el viejo Glory Alleluyerum se dio una vuelta por aquí otra vez hoy, un hombre de edad con patillas, emitiendo por la nariz el ruego de hablar con Wilhelmina, mi vida, como la llama él. Yo le indiqué que estuviera preparado, pues el acontecimiento se produciría en seguida. A fe mía, seré franco con ustedes. No puedo menos de alabar la potencia viril del viejo garañón que todavía le ha podido sacar a ella otro chico. Todos se dieron a alabarlo, cada cual a su manera, aunque el mencionado joven pisaverde mantuvo su anterior opinión de que otro que su cónyuge había sido el hombre en la brecha, un clérigo ordenado, un (virtuoso) portaantorchas o un vendedor ambulante de artículos necesarios en todo hogar. Notable, comentó el invitado consigo mismo, la admirablemente desigual facultad de metempsicosis que poseen éstos, de que el dormitorio puerperal y el anfiteatro de disecciones sean los seminarios de tal frivolidad, y que la mera adquisición de títulos académicos baste para transformar en un periquete a estos votarios de la frivolidad en ejemplares profesionales de un arte que la mayor parte de los hombres con alguna eminencia han considerado el más noble. Pero, añadió también, eso es por ventura para desahogar los reprimidos sentimientos que comúnmente les oprimen pues más de una vez he observado que dime con quién ríes y te diré quién eres.
Pero ¿con qué adecuación, sea lícito preguntarlo al noble señor su patrono, hace este extranjero, admitido a los derechos civiles por concesión de un gracioso príncipe, constituido en señor y juez de nuestra política interior? ¿Dónde está ahora esa gratitud que la lealtad le debería haber inspirado? Durante la reciente guerra, siempre que el enemigo tuvo una ventaja temporal con sus granadas, ¿no aprovechó ese momento este traidor a los suyos para descargar su arma contra el imperio de que él es inquilino tolerado mientras temblaba por la seguridad de sus cuatros por ciento? ¿Ha olvidado esto, igual que olvida todos los beneficios recibidos? ¿O es que, de ser engañador de otros, ha pasado a ser al fin su propia víctima, igual que ya es, si la fama no le calumnia, su propio y único gozador? Lejos quede de la franqueza violar la alcoba de una respetable dama, hija de un valiente comandante, o lanzar ni las más lejanas sombras sobre la virtud de ella, pero si nos desafía a que prestemos atención a ello (y ciertamente él habría tenido el más alto interés en no hacerlo), entonces sea así. Infeliz mujer, demasiado tiempo y con demasiada pertinacia se le ha negado la legítima prerrogativa de escuchar las quejas de este hombre con otros sentimientos que la irrisión de la desesperación. Es él quien lo dice, censor de la moral, un auténtico pelícano en su piedad, pero no tuvo escrúpulo, olvidando los lazos de la naturaleza, en intentar relaciones ilícitas con una doméstica extraída de los estratos más bajos de la sociedad. ¡Más aún, si la escoba de la moza no le hubiera servido de ángel tutelar, le habría ido tan mal como a Agar la egipcia! En la cuestión de los pastos, su atrabiliaria aspereza es notoria, y estando al alcance de los oídos del señor Cuffe atrajo sobre sí de un indignado ranchero una dura réplica envuelta en términos tan directos como bucólicos. Mal le conviene a él predicar ese evangelio. ¿Acaso no tiene más cerca de casa un campo de siembra que yace en barbecho por falta de arado? Un hábito reprensible en la pubertad se convierte en segunda naturaleza y en oprobio en mitad de la vida. Si debe esparcir su bálsamo de Judea en forma de panaceas y apotegmas de dudoso gusto para volver a la salud a una generación de libertinos implumes, que su práctica sea más consistente con las doctrinas en que ahora está absorbido. Su pecho marital es depositario de secretos que el decoro se resiste a sacar a luz. Las lúbricas sugerencias de alguna ajada belleza pueden consolarle de una consorte descuidada y echada a perder pero este nuevo exponente de moral y curador de males es, en el mejor de los casos, un árbol exótico que en su nativo oriente prosperó y floreció y fue abundante en bálsamo pero, trasplantado a un clima más templado, sus raíces han perdido el vigor de antaño mientras que la materia que emana de él está dormida, ácida e inoperante.
La noticia fue impartida, con una circunspección que recordaba los usos ceremoniales de la Sublime Puerta, por la segunda enfermera al menos antiguo de los oficiales médicos en residencia, el cual a su vez anunció a la delegación que había nacido un heredero. Una vez que se trasladó al departamento de las mujeres para asistir a la ceremonia prescrita de las secundinas en presencia del secretario de estado para asuntos exteriores y los miembros del consejo privado, silenciosos en unánime agotamiento y aprobación, los delegados, impacientes por la longitud y solemnidad de su vigilia y con esperanza de que el gozoso suceso paliara una licenciosidad hecha más fácil por la simultánea ausencia de sirvienta y oficial, prorrumpieron al punto en una rivalidad de lenguas. En vano se oyó la voz del Agente de Publicidad señor Bloom esforzándose en apremiar, en suavizar, en refrenar. El momento era demasiado propicio para el desborde de esa discursividad que parecía ser el único vínculo de unión entre tan divergentes temperamentos. Todas las fases de la situación fueron desentrañadas una tras otra: la repugnancia prenatal de los hermanos uterinos, la sección cesárea, la postumidad respecto al padre, y, forma más rara, respecto a la madre, el caso de fratricidio conocido como el crimen Childs, hecho memorable por el apasionado alegato del abogado Bushe que logró la absolución del erróneamente acusado, los derechos de primogenitura y la generosidad real en cuanto a mellizos y trillizos, abortos e infanticidios, simulados y disimulados, el
fœetus in fœetu
acardíaco, la aprosopia debida a congestión, el agnatismo de cierto chino sin mentón (mencionado por el doctorando Mulligan) a consecuencia de la defectuosa reunión de los botones maxilares a lo largo de la línea media de modo que (así dijo) una oreja podía oír lo que decía la otra, las ventajas de la anestesia o sueño crepuscular, la prolongación de los dolores de parto en la gravidez avanzada a causa de presión en la vena, la descarga prematura del líquido amniótico (según lo ejemplificaba el caso actual) con el consiguiente peligro de sepsis para la matriz, la inseminación artificial por medio de jeringas, la involución del útero subsiguiente a la menopausia, el problema de la perpetuación de la especie en el caso de hembras preñadas por violación delictiva, ese terrible procedimiento de parto llamada por los brandenburgueses Sturzgeburt, los ejemplos registrados de nacimientos multigéminos bispermáticos y monstruosos concebidos durante el período cataménico o por progenitores consanguíneos —en una palabra, todos los casos de natalidad humana que ha clasificado Aristóteles en su obra maestra con ilustraciones cromolitográficas. Los problemas más graves de obstetricia y medicina forense fueron examinados con tanta animación como las creencias más populares sobre el estado de embarazo, tales como el prohibir a una mujer gestante saltar sobre una tapia de campo no sea que, por su movimiento, el cordón umbilical estrangule a su criatura, y el mandato, en caso de un antojo mantenido ardientemente y sin efecto, de colocar la mano contra esa parte de su persona que el largo uso ha consagrado como sede del castigo. Las anormalidades de labio leporino, verruga de nacimiento, dedos supernumerarios, enfermedad azul, marca de fresa y mancha de vino fueron alegadas por uno como explicación natural
prima facie
e hipotética de los niños ocasionalmente nacidos con cabeza de cerdo (no se olvidó el caso de Madame Grissel Steevens) o con pelo de perro. La hipótesis de una memoria plásmica, sugerida por el delegado caledonio y digna de las tradiciones metafísicas del país que éste representaba, contemplaban en tales casos una detención del desarrollo embrionario en alguna fase antecedente a la humana. Un delegado extranjero opuso a estas dos teorías, con tal acaloramiento que casi logró infundir convicción, la teoría de la copulación entre mujeres y machos de animales, basándose según propia confesión en el apoyo de fábulas tales como la del Minotauro, que el genio del elegante poeta latino nos ha legado en las páginas de sus
Metamorfosis
. La impresión causada por sus palabras fue inmediata pero efímera. La borró, tan fácilmente como se había producido, una alocución del Doctorando señor Mulligan, en esa vena placentera que nadie mejor que él sabía cómo afectar, postulando, como el objeto supremo de deseo, un hermoso anciano bien limpio. Simultáneamente, habiéndose producido una acalorada discusión entre el Delegado señor Madden y el Doctorando señor Lynch en cuanto al dilema jurídico y teológico en el caso de que un hermano siamés premuera al otro, la dificultad, por común consentimiento, se remitió al Agente de Publicidad señor Bloom para su inmediata presentación ante el Diácono Coadjutor señor Dedalus. Éste, hasta entonces silencioso, bien para mejor mostrar por su preternatural gravedad la curiosa dignidad del hábito con que estaba investido, o bien por obediencia a una voz interior, pronunció con brevedad, y a juicio de algunos de modo rutinario, la ordenanza eclesiástica prohibiendo al hombre separar lo que Dios ha unido.
Pero el relato de Malaquías empezó a congelarles de horror. Conjuró la escena ante ellos. El panel secreto junto a la chimenea se deslizó lentamente y en el hueco apareció… ¡Haines! ¿Quién de nosotros no sintió que se le erizaba el pelo? Llevaba en una mano un portafolio lleno de literatura céltica, en la otra un frasquito rotulado
Veneno
. Sorpresa, horror, repugnancia se pintaron en todos los rostros mientras él les observaba a todos con una mueca espectral. Ya me esperaba yo semejante recepción, empezó, con una risa diabólica, de la que, al parecer, la culpa es de la historia. Sí, es cierto. Yo soy el asesino de Samuel Childs. ¡Y cómo soy castigado! El infierno no tiene terrores para mí. Esto es lo que se lee en mi rostro. Oh siglos, ¿cómo podría yo descansar de algún modo, murmuró con voz confusa, yo, mientras tanto vagabundeando por Dublín otra vez con mi porción de cantos, y él mismo en pos de mí como un súcubo o un duende? Mi infierno, y el de Irlanda, está en esta vida. Esto es lo que he intentado por obliterar mi crimen. Distracciones, caza de cuervos, la lengua del Eire (recitó algo), el láudano (levantó el frasquito a los labios), dormir al aire libre. ¡En vano! Su espectro me persigue. La droga es mi única esperanza… ¡Ah! ¡Destrucción! ¡La pantera negra! Con un grito, se desvaneció súbitamente y el panel volvió a deslizarse en su sitio. Un instante después su cabeza asomó por la puerta de enfrente y dijo: ¡Id a encontrarme en la estación de Westland Row a las once y diez! ¡Se fue! Lágrimas brotaron de los ojos de la depravada hueste. El vidente levantó la mano al cielo, murmurando: ¡La venganza de Mananaán! El sabio repitió:
Lex talionis
. El sentimentalista es el que querría disfrutar sin incurrir en la inmensa deuda de la cosa hecha. Malaquías, abrumado por la emoción, calló. El misterio estaba desvelado. Haines era el tercer hermano. Su verdadero nombre era Childs. La pantera negra era ella misma el espectro de su propio padre. Bebía drogas para obliterar. Por este alivio muchas gracias. La casa solitaria junto al cementerio está deshabitada. Ni un alma viviría allí. La araña teje su red en la soledad. La rata nocturna atisba desde su agujero. Hay un maldición sobre ella. Está habitada por fantasmas. Propiedad del asesino.