Se levantó y salió a la terraza. A través de los prismáticos divisó el tejado de la casa que alojaba el burdel. Además, adivinaba la silueta de la ventana de la que fue su habitación mientras estuvo enferma.
En el fondeadero se mecían despaciosas varias embarcaciones, pero en aquellos momentos no le interesaban. En cambio, se llevó a
Carlos
a casa ese mismo día, pues no quería estar sola, y también se llevó la gran lámpara del burdel, ya que
Carlos
solía dormir en ella.
A partir de ese momento,
Carlos
compartiría con ella la casa de piedra mientras permaneciese en aquella ciudad blanca y humeante a orillas de una bahía llamada la Laguna de la Buena Muerte.
L
A TENIA EN LA BOCA DEL CHIMPANCÉ
Cuando Hanna se despertó, vio la espalda velluda de
Carlos
, que estaba sentado en la cama. No le gustaba tenerlo allí, pues temía que le llenase el lecho de insectos que le picaran y le chuparan la sangre. Lo echó del dormitorio y cerró la puerta antes de acostarse de nuevo y apagar el quinqué. Pero
Carlos
abría la puerta, o quizá trepaba y entraba por la ventana que ella dejaba abierta. En cualquier caso, allí lo tenía todas las mañanas. Ella era quien vivía en una jaula, no
Carlos
.
Finalmente, Hanna comprendió que el mono añoraba la compañía tanto como ella. La convivencia que caracterizaba la vida de los chimpancés, el que permitiesen que otro individuo de la manada les inspeccionase y les expurgase la piel. Comprender aquello la llenó de tristeza. Por un instante, vio su soledad en la del mono, así que se sentó a su lado y empezó a rebuscar insectos entre el pelaje. Notó cómo el animal disfrutaba. Cuando
Carlos
quiso corresponderle limpiando de insectos su cabello, ella se lo consintió sin más.
Empezó a considerar que formaban una pareja desigual en la que el respeto mutuo crecía sin cesar, pese a que en realidad no tenían nada en común salvo aquel ritual matutino, que podía durar horas.
En los primeros meses de su nueva viudedad, Hanna pensó que, a lo largo de su corta vida, había cambiado de nombre dos veces. En una ceremonia brevísima y fugaz celebrada en la lejana ciudad de Argel cambió el apellido Renström por el de Lundmark, que ahora había sustituido el de Vaz. En todos los documentos que el abogado Andrade le pedía que leyera y firmara, figuraba con el nombre de Hanna Vaz, y con el título de
viuva
, viuda.
Pero la idea de aquella nueva y repentina viudedad no le afectaba tanto como la certeza de haberse convertido en una mujer extremadamente adinerada. El abogado le entregaba los balances contables y a ella se le nublaba la vista al pasar a coronas suecas las libras esterlinas, los escudos portugueses o los dólares americanos. Le daba vértigo comprobar que, probablemente, su capital superaba la suma de todas las propiedades de Jonathan Forsman. Y a veces se despertaba por las noches con la sensación de que le llovía dinero sobre la cama, monedas tintineantes y billetes sin doblar. Varios meses después todavía se le hacía irreal tanta riqueza. Y el dinero seguía entrando a raudales en su casa. Eber, aquel tesorero menudo de baja estatura, perteneciente a una familia alemana que había emigrado al sur de África, se presentaba en su casa con un maletín de piel rebosante de documentos. Ella firmaba el acuse de recibo del maletín, le entregaba a Eber el maletín vacío del día anterior y se encerraba acto seguido en el despacho que ocupó desde la muerte de su marido. En una de las paredes había una caja fuerte con doble llave que ella llevaba en una cinta colgada del cuello. Asentaba las cantidades en un libro de cuentas y dejaba los billetes y las monedas en la caja, antes de echar la llave. Ni siquiera a
Carlos
le permitía estar en la habitación mientras ella contaba el dinero del burdel.
Una vez al mes y siguiendo las instrucciones del tesorero, preparaba los pagos que debía realizar. En esas ocasiones, Eber llegaba siempre acompañado de varios soldados portugueses que lo seguían hasta el burdel con el abultado maletín lleno de dinero.
Ya nadie se alojaba como huésped en el hotel. Después de la estancia de Hanna, las habitaciones permanecían vacías o servían para uso de las prostitutas mientras reparaban las suyas tras el paso devastador de algún cliente salvaje. Hanna se preguntaba si alguna vez se alojó allí algún cliente normal antes de que ella llegara, o si el hotel había sido siempre una especie de decorado de decencia.
Un día, mientras colocaba el dinero en la caja fuerte, descubrió en el último estante un pequeño bloc de notas cubierto de polvo que, inexplicablemente, debía de haber entrado por aquella puerta de acero hermética. Al examinar las hojas, vio que estaba en blanco. No había anotada una sola palabra. Era un obsequio de una naviera japonesa con puerto en Yokohama. En ocasiones acudían al burdel marineros japoneses. Eran limpios y respetuosos, pero no muy apreciados por las mujeres, pues su apetito sexual era tan desmedido que resultaban agotadores. Hanna había oído rumores sobre un oficial japonés que pagó por toda una noche y que aseguraba haber copulado diecinueve veces seguidas. Fuese o no verdad, los japoneses eran pertinaces como la sequía y debieron de darle el bloc al
senhor
Vaz como obsequio, como recuerdo, o quizás incluso como disculpa por un arranque erótico desaforado.
La piel olía a napa. Estaba teñida de un color oscuro. Las páginas eran blancas, de papel grueso pero suave, flexible. Cuando escribió en él su nombre, Hanna vio que el papel absorbía la tinta de color azul. No necesitaba papel secante.
Anotó la fecha, 26 de marzo de 1905. Con mucho cuidado, como si cada palabra pudiera constituir un peligro, plasmó una frase: «Anoche soñé con lo que ya no existe».
«Anoche soñé con lo que ya no existe». Eso era todo. Pero pensó que acababa de instaurar una costumbre nueva que seguiría cultivando. A partir de ahora no se limitaría a escribir cifras en sus libros contables, llevaría, además, un diario al que nadie más que ella tendría acceso.
Todos los días escribía en él unas líneas, después de la visita de Eber y tras haber puesto a buen recaudo en la caja fuerte los ingresos de la noche. A medida que pasaba el tiempo, se atrevía a alejarse más y más de los senderos habituales en los que las palabras únicamente trataban de lo que había soñado, de lo que había hecho
Carlos
o del tiempo que hacía. Empezó a escribir sobre las mujeres que trabajaban para ella, tanto en el burdel como en la casa donde vivía.
Al cabo de un mes hizo una anotación sobre el
senhor
Vaz y sus vanos intentos por satisfacerla a ella y a sí mismo. A medida que pasaba el tiempo empleaba un tono más crítico y sus juicios sobre las personas se volvían cada vez más despiadados. Ningún lector no autorizado tenía acceso a su diario.
Sin embargo, lo que escribía no le afectaba en las conversaciones cotidianas con las personas sobre las que ejercía su autoridad. Entonces se comportaba con la consideración y la amabilidad de siempre. En el diario, en cambio, escribía lo que pensaba y lo que opinaba. Allí se encerraba la verdad, una verdad que ella ocultaba.
Tan sólo otra persona conocía la existencia del diario. Era la joven Julietta, que ayudaba en las tareas de la casa. Un día la vio desde el umbral de la puerta mientras ella escribía. Hanna la llamó y le enseñó lo que estaba haciendo, consciente de que la muchacha era analfabeta y no entendía nada ni de letras ni de idiomas. Julietta quiso saber qué era aquello.
—Palabras —respondió Hanna—. Palabras del país en el que nací. No dijo más, pese a que Julietta continuó ansiosa haciéndole preguntas. Hanna se preguntó después por qué le había mentido. En el diario no decía nada sobre su vida en la montaña ni sobre el río gélido que discurría cerca de su hogar. Sin embargo, sí que había registrado en varias ocasiones comentarios despectivos sobre Julietta.
¿Por qué no le decía la verdad? ¿Habría empezado a volverse como los habitantes de la ciudad, que nunca parecían decir la verdad? En un principio creyó que el
senhor
Vaz tenía razón al decir que todos los negros mentían, pero luego comprendió que otro tanto ocurría con los blancos o con los hindúes o los árabes. Todos mentían, aunque cada uno a su manera. Se encontraba en una tierra que parecía tener su fundamento en la mentira y la hipocresía.
Le indicó a Julietta que se retirase. Luego escribió lo que acababa de pensar: «Los negros mienten para evitar que los torturen sin motivo. Los blancos, para justificar los abusos que cometen. Y los demás, los árabes y los hindúes, mienten porque ya no queda lugar para la verdad en la ciudad donde vivimos nuestras vidas».
También pensó, aunque no 10 puso por escrito, que lamentaba haberle enseñado el diario a Julietta. ¿Y si había cometido una imprudencia que tal vez se volviese contra ella un día?
Guardó el diario en la caja fuerte y se colocó junto a la ventana que daba al mar. A través de los prismáticos contempló la isla llamada Inhaca, hasta la que navegó un día junto con el
senhor
Vaz y el letrado Andrade, en la época ociosa de su vida allí.
Dirigió el catalejo hacia la ciudad, hacia la zona portuaria. Si se empinaba, podía ver al vigilante ante la puerta del burdel y quizás a alguna de las mujeres que vagueaban indolentes en la sombra, a la espera de algún cliente.
Y le vino aquella idea que tantas veces se le había cruzado por la mente: «Yo los veo. La cuestión es si ellos me ven a mí. Y si es así, ¿quién soy para ellos?».
Dejó el catalejo con el trípode en el alféizar de mármol de la ventana y cerró los ojos. A pesar del calor, pudo evocar la sensación de cuando iba sentada en el trineo de Jonathan Forsman, envuelta en sus pieles con olor a manteca y a perro.
Cuando abrió los ojos de nuevo, pensó que pronto tendría que adoptar una decisión sobre si se quedaría allí o volvería a casa.
Pero precisamente el día en que le mostró el diario a Julietta, experimentó otra sensación.
Estaba asustada. Era como si sintiera un peligro inminente. Había algo en su entorno que aún no había descubierto.
Una amenaza creciente. Que le pasaba inadvertida. Aunque ella sabía que se aproximaba a toda prisa, como un trineo acelerado sobre la nieve congelada.
Un tiempo después de que empezara a escribir en su diario sobre el
senhor
Vaz, Hanna convocó a las mujeres y a todos los demás trabajadores del burdel. Los reunió una mañana, muy temprano, cuando el local solía estar vacío y la mayoría dormía tras haber despedido a los últimos clientes. Muchos de éstos se habían marchado en los coches de caballos y algunos en automóviles, que los trabajadores negros que contravenían la prohibición de pasearse por la ciudad después de la puesta del sol enceraban y abrillantaban por la noche. La policía hacía la vista gorda, pues si dejaban en paz a los trabajadores nocturnos, obtenían a cambio el derecho a las mujeres de los diversos burdeles que ofrecían sus servicios en la concurrida
rua
Bagamoio.
Hanna pensó que los coches recién lustrados que partían al alba rumbo a la frontera sudafricana eran señal de que los hombres que visitaban el burdel querían eliminar su rastro por completo. Era como si también los vehículos se ensuciasen con el negocio del burdel. De modo que en aquellos carruajes y automóviles relucientes regresaban a un país donde era censurable desde un punto de vista moral y casi punible, con pena de prisión, que un blanco tuviese relaciones con una mujer negra.
Hanna reunió, pues, a las mujeres y a los vigilantes en torno al jacarandá del jardín. También le había pedido a Andrade que acudiera y se había llevado a
Carlos
, sin la chaqueta blanca de camarero. En efecto, últimamente había decidido permitirle que fuera quien en realidad era, o sea, un chimpancé separado de la manada que viviría en algún punto del corazón ignoto de la sabana.
Carlos
pareció ponerse nervioso al ver que volvía al burdel. Sin embargo, se serenó después de haber aporreado varias veces la tapa del piano y fue a sentarse, como solía, en el regazo de Zé.
Zé no parecía consciente de que su hermano hubiese fallecido recientemente de forma inesperada. Asistió al entierro, pero en ningún momento dio muestras de pena o de dolor. Estuvo sentado al piano afinando unas cuerdas que no parecían alcanzar la armonía que él ansiaba.
Hanna comenzó explicando que, en realidad, a partir de aquel momento nada cambiaría. En líneas generales todo seguiría igual. Como viuda del
senhor
Vaz, tenía el propósito de mantener las normas, las obligaciones y las ventajas que su marido había aplicado, gracias a las cuales aquel lugar siempre había gozado de la mejor fama. Seguiría siendo generosa a la hora de conceder permisos y, como su marido, tampoco ella pensaba tolerar que hubiese clientes que se comportasen de un modo agresivo o improcedente en general.
No obstante, y como era natural, no todo permanecería inmutable, dijo aproximándose al final del pequeño discurso que había preparado y aprendido de memoria en portugués, a fin de cerciorarse de que no perdía el hilo de las palabras y las ideas. Ella era una mujer. No poseía la misma fuerza física que su marido. Y no podía, por tanto, intervenir personalmente llegado el caso. Por esa razón, pensaba contratar a otros dos vigilantes robustos capaces de proteger a las mujeres y garantizar su seguridad.
Había otro aspecto que debía experimentar un cambio necesariamente, debido a su condición femenina. A ella le resultaría más fácil hablar con las mujeres de aquello que éstas se reservaban para sí cuando su marido estaba al frente del negocio. Esperaba que llegasen a entablar otro tipo de relación de mayor confianza. En su opinión, era un cambio que sólo podía ser beneficioso para todos, dijo antes de poner punto final a su breve alocución.
Un prolongado silencio la envolvió entonces. Lenta e ingrávida como una pluma cayó al suelo una solitaria flor de jacarandá. Hanna notó que aquel silencio contenía algo que la llenaba de inquietud. No había contado con que nadie se pronunciara, pero aquel silencio la atemorizaba. No era el silencio habitual entre blancos y negros, se componía de algo que ella no era capaz de interpretar.
Con un gesto de la mano, les indicó que daba por concluida la reunión. Podían marcharse. Las mujeres recogieron las sillas y entraron en el local, Judas empezó a barrer la explanada, pero Hanna lo despachó de allí. Zé regresó junto al piano, con
Carlos
durmiendo en su regazo.