Un ángel impuro (15 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

BOOK: Un ángel impuro
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Dejó la fotografía sobre su torso desnudo, que ya había empezado a secarse. «Jamás me habría esperado algo así», pensó. «Cuando Elin me dijo que debía partir hacia la costa y buscarme el sustento, jamás imaginé lo que sucedería». ¿Sería aquella reflexión la prueba de que Hanna se había convertido en una mujer adulta? ¿Sería el gran secreto, precisamente, la certeza de que uno jamás sabía lo que le esperaba al romper con todo y abandonar lo conocido y lo cotidiano?

«Elin no puede verme ahora», se dijo. «Ni Berta, ni tampoco mis hermanos. Vivo en un mundo que compartimos únicamente en la medida en que es inaprehensible, no sólo para ellos, sino también para mí, que me hallo inmersa en él».

Se adormiló tras haber retirado el cerrojo de la puerta. Laurinda no tardaría en presentarse allí con la bandeja de la cena. Habían acordado que, cuando Hanna no acudiese a la mesa un tanto apartada que el
senhor
Vaz le había asignado, Laurinda le subiría la bandeja a la habitación. Precisamente aquella noche había pescado frito, muy aceitoso, que Hanna había ingerido con anterioridad tras hacer verdaderos esfuerzos. Lo intentó de nuevo, pero apartó el plato y se comió el medio coco y las rodajas de piña que constituían el postre.

Cuando Laurinda regresó para retirar la bandeja, Hanna trató de retenerla. Cada vez que la veía, la invadían remordimientos por la bofetada que le había propinado. Pensaba que podía expiar en parte su desmán mostrándose amable y hablando con ella. Pero también había momentos en que necesitaba alguien con quien conversar. Tras numerosos intentos y un alarde de paciencia consiguió que Laurinda no respondiera a sus preguntas sólo con monosílabos. A veces lograba arrancarle historias completas.

Pero no hubo manera de que Laurinda se sentara. Siempre se quedaba de pie. Era incapaz de sentarse cerca de una mujer blanca.

Ya al principio de su estancia en O Paraiso, Hanna advirtió el pequeño tatuaje que Laurinda tenía en el cuello, cerca de la clavícula. Muchos de los marineros del
Lovisa
llevaban tatuajes. Incluido Lundmark, su marido, que lucía un ancla tatuada con una rosa roja en el brazo izquierdo. Pero Hanna no había visto jamás uno en aquella zona, junto a la clavícula, ni habría imaginado nunca que las mujeres se tatuaran.

No había conseguido dilucidar qué representaba el de Laurinda. ¿Un perro, tal vez?

Y ya no quiso esperar más. Le hizo a Laurinda una seña para que dejase la bandeja en la mesa y le señaló el tatuaje que se atisbaba debajo de la blusa.

—¿Qué es?

—Una hiena que amamanta a sus crías —respondió Laurinda.

La joven sirvienta comprendió que Hanna no sabía qué clase de animal era la hiena, que quizá ni siquiera supiera que se trataba de un animal, de modo que se levantó y se dirigió a un cuadro que había colgado en la pared. Los días que Hanna pasó sin salir de la habitación se dedicó a estudiar el cuadro, en el que habían plasmado una visión romántica de los distintos animales propios de la sabana.

Laurinda señaló uno de ellos.

—La hiena —repitió—. La noche que nací se oyó su risa. Mi padre, que la oyó en la oscuridad, le dijo a mi madre que la hiena me había dado la bienvenida al mundo, que su risa me había aportado el primer alimento.

Luego refirió sin vacilar, como si hubiese estado esperando el momento adecuado, lo que sucedió la noche que nació. Hanna no comprendía todo lo que le decía Laurinda, que tenía que repetir y que ayudarse de las manos o emitir varios sonidos, hasta que Hanna entendía.

Y también imitó el sonido de la hiena, un sonido como una risa.

—Yo fui el primer hijo de mis padres —explicó Laurinda—. No sé cuántos años tengo, pero, antes de morir, mi tío paterno me dijo que había nacido el año en que los cocodrilos proliferaron de tal modo en el río que terminaron devorándose unos a otros. El mismo año en que el flamenco perdió el color rosa y se volvió blanco por completo. Fue un año en que se produjeron muchos acontecimientos insólitos. Mis padres vivían a orillas de un afluente del gran río Zambeze, en un poblado donde todos cultivaban su propio terreno, todos tenían una choza, cabras y una sonrisa para todo aquel con quien se cruzaran a lo largo de la jornada. Crecí en un mundo que consideraba inmutable. Pero un día, cuando ya tenía tres hermanos pequeños y había crecido lo suficiente para poder ayudar a mi madre en el campo, llegaron al poblado unos hombres blancos. Llevaban la barba muy larga y la ropa manchada de sudor, y parecían detestar el calor del sol y tener mucha prisa. Iban armados, le mostraron al jefe del poblado unos documentos con muchas letras escritas y, unas semanas más tarde, nos sacaron de allí unos soldados que actuaban a las órdenes de los hombres blancos. Pensaban convertir nuestros huertos en una gran plantación de algodón. Quienes quisieran quedarse y trabajar en el nuevo cultivo podrían hacerla. A los demás los expulsaron de allí. Mi padre, que se llamaba Papadjana, era un hombre que rara vez se dejaba abatir y vencer ante las dificultades. Y aquellos hombres blancos y su campo de algodón constituían una dificultad de las grandes, pero tampoco en esa ocasión pensaba él dejarse avasallar. Habló con los hombres blancos y dijo que ni tenía intención de marcharse, ni de trabajar recogiendo algodón. Que, dijeran aquellos documentos lo que dijeran y por numerosos que fueran los soldados, él estaba decidido a no moverse de allí. Cuando se dirigió a los hombres blancos, les habló en voz bien alta, y todos los habitantes del poblado, que se habían agolpado a su alrededor, se fueron animando a mostrar su ira contenida al ver que uno de ellos no tenía miedo. Ignoro lo que ocurrió después, pero llegaron más soldados y, una mañana, mi madre me contó llorando que habían encontrado a mi padre flotando en las aguas del río, muerto, destrozado a cuchilladas. Era al alba, muy temprano. Yo estaba tumbada en la estera, en la oscuridad de la choza, y ella se inclinó sobre mí para contármelo. Me dijo que debía irme a la ciudad, que no podía quedarme en el poblado. Ella se marcharía con mis hermanos pequeños hacia el interior del país, donde vivían sus padres. Pero yo debía marcharme rumbo al mar y a la ciudad. No quería irme, pero ella me obligó.

Laurinda enmudeció de pronto, como si los recuerdos le resultaran demasiado dolorosos. Hanna guardaba silencio y pensó que lo que Laurinda acababa de contarle le recordaba en cierto modo a su propia existencia. Ambas procedían de un mundo que ponía en fuga a las mujeres, hacia la ciudad y hacia el mar, para que buscaran trabajo y pudieran sobrevivir.

—Llegué a la ciudad —continuó Laurinda cuando por fin rompió el silencio—. Todos estos años he estado pensando que, un día, volvería a buscar a mi madre y a mis hermanos. A veces, por las noches, cuando estoy durmiendo, sueño que la hiena que llevo tatuada se libera y se lanza a la búsqueda. Y que al alba, cuando regresa, se echa a dormir de nuevo en mi piel. Un día encontrará a mi madre y a mis hermanos.

Laurinda recogió la bandeja y salió de la habitación. Hanna se tumbó en la cama y pensó en lo que acababa de oír. ¿Qué animal dejó escapar su grito la noche en que ella nació?

Oyó unos golpecitos en la puerta. Al abrir comprobó que se trataba del
senhor
Vaz. Iba muy elegante, vestido con un frac y un sombrero de copa bajo el brazo.
Carlos
estaba a su lado, con las piernas encogidas, también luciendo un frac.

El
senhor
Vaz hizo una leve inclinación.

—He venido a declararme —anunció.

En un primer momento, Hanna no comprendió a qué se refería. Al cabo de un instante, sin embargo, entendió que lo que el
senhor
Vaz le estaba proponiendo era que se casara con él.

—Ni que decir tiene que no preciso una respuesta inmediata —prosiguió el hombre—. Pero ya sabe cuál es mi deseo.

Dicho esto volvió a inclinarse, se dio media vuelta y se marchó de nuevo en dirección a la escalera.

De repente,
Carlos
empezó a saltar y a gritar mientras trepaba a la lámpara después de haberle arrebatado el sombrero al
senhor
Vaz.

Hanna cerró la puerta, al otro lado de la cual se oía el caos que se había desatado.
Carlos
estalló en uno de sus raros ataques de rebeldía, que fue apagándose despacio hasta desaparecer por completo. Después de aquellos accesos, lo castigaban siempre encerrándolo varios días en una jaula. Y como el mono odiaba la jaula más que nada en el mundo, solía mostrarse dócil cuando lo soltaban.

Hanna se tumbó en la cama a reflexionar sobre lo que le había dicho el
senhor
Vaz.

Se sentía como si estuviera cayendo en una trampa. Aunque aún podía marcharse de allí y desaparecer.

Al día siguiente bajó temprano al puerto para ver qué embarcaciones había en el muelle o en el fondeadero. Cuando salió a la calle, vio que quien llevaba ahora el sombrero destrozado de Vaz era el vigilante, que siempre estaba durmiendo.

Se le acababa el tiempo. Hanna empezaba a sentir la urgencia.

38

Varios días después de la declaración del
senhor
Vaz, se difundió por la ciudad el rumor de que habían avistado un iceberg imponente cerca de la costa norte y que ahora iba a la deriva rumbo sur, con las corrientes marinas. Hanna se lo oyó contar a Felicia, que, exaltada, se había quitado la escueta indumentaria que solía llevar y se había vestido con ropa de paseo más decente. Acababa de estar con un cliente, un maquinista de tren de la lejana Salisbury que visitaba el burdel dos veces al año. El maquinista sintió el mismo entusiasmo que Felicia y que todos los demás ante el rumor de la llegada del iceberg. El
senhor
Vaz ya se había marchado al puerto cuando Hanna bajó la escalera. Pero Judas, que era quien ahora llevaba el sombrero deshilachado, la esperaba junto al primer peldaño.

Las calles estaban llenas de gente que se dirigía a la playa o que trepaba monte arriba, para llegar a la parte más alta de la ciudad, con la esperanza de ver el iceberg antes que los demás.

Sin embargo, la montaña de hielo no apareció en el horizonte. Hacía un día caluroso y agobiante. Los curiosos oteaban expectantes los confines del mar, empapados de sudor bajo las sombrillas. Algunos se sintieron decepcionados al pensar que el iceberg ya se habría derretido bajo el peso del calor. Pero los mayores decían que, seguramente, el rumor habría nacido fruto de la invención de unos cuantos, como en tantas otras ocasiones. Nadie había visto jamás un iceberg. En cualquier caso, cada diez años aproximadamente circulaba la noticia y toda la ciudad se ponía en movimiento.

De camino al puerto, Hanna se dio cuenta de algo en lo que no había reparado con anterioridad. Los blancos transitaban las aceras y empujaban a todos los negros, hombre o mujer, que amenazaban con acercárseles demasiado.

Por un instante parecía que se le hubiese revelado otra sociedad que, como si estuviera en pruebas, volvía a desaparecer enseguida.

La misma noche en que el misterioso iceberg se convirtió en el recuerdo de una decepción que no tardaría en esfumarse del todo empezó a llover sobre la ciudad. Comenzó como una lenta llovizna que fue cobrando fuerza paulatinamente. Hacia las tres de la madrugada, el estruendo despertó a Hanna. La lluvia azotaba con violencia los tejados de latón. Se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia era un muro blancuzco que se recortaba sobre el fondo negro de la noche. Sin embargo, hacía el mismo calor que durante el día. Extendió la mano y dejó que el aguacero le sacudiese la piel igual que un látigo, y notó que el agua estaba muy caliente, como si hubiese empezado a hervir en su descenso a la tierra.

Finalmente, logró conciliar el sueño de nuevo, pero cuando se despertó al alba, comprobó que la lluvia caía con igual intensidad y que había inundado las calles.

Cuatro días persistió la lluvia. Cuando cesó de repente, ya había empezado a anegar el suelo de piedra del burdel, pese a que todos tuvieron que ponerse manos a la obra, coser sacos que llenaron de arena y guijarros para impedir el violento avance del agua. Puesto que habían cortado todos los accesos por tierra, sólo acudían al burdel los marineros. El
senhor
Vaz les negaba la entrada. Se hallaban en una situación de emergencia y el establecimiento permanecería cerrado un tiempo. Un joven que apareció chorreando y que lucía el uniforme de la marina francesa objetó que también él se hallaba en una situación de emergencia. El
senhor
Vaz y Esmeralda se compadecieron de él y le permitieron instalarse allí.

Una vez hubo cesado la lluvia, a la que sucedió una densa bruma de vapor, el aire se llenó del incesante aletear de hordas de insectos. Cerraron todas las ventanas y los espacios abiertos y sellaron las rendijas y ranuras. Cuando el vigilante de la puerta entraba a coger algo,
Carlos
se abalanzaba sobre él de inmediato y se comía todos los insectos que traía en el cuerpo. Los de color blanco se habían acomodado formando una especie de corona clara sobre la cabeza negra del vigilante. Y
Carlos
se los comía. Era obvio que, para el mono, aquello era una exquisitez.

Poco a poco, todo volvió a la normalidad. La gente empezó a salir despacio del encharcamiento. Les humeaba el cuerpo, como si también se hubiesen llenado de agua por dentro. Durante el alboroto causado por la noticia del iceberg y los días de lluvia persistente, el
senhor
Vaz no la molestó con preguntas sobre su declaración. Hanna tuvo tiempo de pensar mientras la lluvia azotaba la ciudad. El
senhor
Vaz había sido sincero, ni asomo de duda al respecto. Pero ¿quién era el
senhor
Vaz? ¿Quién era aquel hombre menudo que ostentaba una pulcritud irreprochable en el pelo, el bigote y las uñas, llevaba la ropa siempre planchada y era capaz de ponerse en evidencia y estallar en furibundos ataques de ira si se manchaba de café? «Es un hombre amable», se dijo Hanna. «Seguramente, me dobla con creces la edad. No me inspira nada de lo que había entre Lundmark y yo. Me infunde seguridad en este medio extraño, pero la idea de hacer el amor con él, de permitirle que entre en mi lecho, me resulta imposible».

Es decir, Hanna había resuelto que rechazaría la oferta cuando cesara la lluvia, cuando los insectos hubieran abandonado el lugar y el burdel abriera de nuevo sus puertas.

Y entonces huyó
Carlos
. Una mañana, el mono había desaparecido.

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