Un barco cargado de arroz (7 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—Depende de quiénes sean los demás. De ti sí soy diferente, y no me hagas decirte por qué.

—Petra, la divina, ¡siempre por encima de la media!, aunque no creas, de vez en cuando parece que te vuelves humana.

—Es una debilidad, Fernández, pero en cuanto me doy cuenta de en qué consiste lo humano, en seguida me retracto, no te preocupes.

Di media vuelta y me alejé muy altiva, oí cómo mi compañero se reía por lo bajo. Había sido un error prestarme a tener un pique con él, era justo lo que deseaba. Sin embargo, una serena felicidad me invadió por completo. No necesitaba la opinión de los demás para sentirme segura de lo que hacía, aun sabiendo que estaba mal. Si siempre hubiera obrado de la misma manera, a aquellas alturas sería una mujer feliz. De cualquier modo, mi actuación de policía violenta había servido para poco. Ninguno de aquellos abominables pelados había tenido nada que ver en el asesinato, y del testigo que teníamos apenas si me fiaba.

Llamé a la Guardia Urbana. La agente Yolanda se quedó bastante sorprendida, pero me brindó su ayuda sin dudarlo.

—Si he de cooperar con ustedes, necesito el permiso de mi jefe, inspectora.

—Claro, en seguida le llamaré.

Cuando le dije a Garzón que pusiera rumbo a la Guardia Urbana, no sospechó cuál era el motivo. Se lo expliqué:

—Nosotros no tenemos ni zorra idea sobre las costumbres de los
homeless
, ni siquiera sabemos dónde están sus campamentos. Le he pedido a alguien de la Policía Municipal que nos eche una mano.

Reaccionó como si una avispa le hubiera picado en la nariz:

—¿Cómo? ¡Vamos, inspectora, por favor, éramos pocos y parió la abuela! Usted sabe que ese tipo de ayudas dan un resultado fatal.

—No veo por qué.

—Lo último que necesitamos es un niñato que venga a tocarnos los cojones. Querrá saber más, preguntará, acabará creyendo que no resolveremos nada sin su ayuda.

Lo observé de reojo. Era incomprensible, ¿tan lejos llegaba su corporativismo? Hice una prueba.

—El agente es una chica, se llama Yolanda.

Lo miré de nuevo. La expresión de su rostro perdió toda agresividad. Dejó de protestar por completo. No era corporativismo, era algo mucho peor. Los hombres y sus normas de manada. Un macho joven no era bienvenido, amenazaba al macho de más edad. «No hay nada más primitivo que las reacciones de un hombre», pensé, ni siquiera el instinto maternal era peor; los hombres vivían con un pie en las cavernas. Pero no pensaba decirle nada; él hubiera aprovechado para echarme en cara mi forma violenta e irracional de conducirme con el skin. Era sano comportarse como un hombre alguna vez.

La agente Yolanda Santos sabía perfectamente lo que hacía. Se subió en la parte trasera del coche y empezó a hablar con su voz pizpireta y juvenil.

—Los dos emplazamientos que yo les señalé nos cogen de camino, pero si ya tienen un testimonio... Además, sé a qué parte de la Diagonal se refieren. Es una zona en la que pronto construirán, pero está sufriendo retrasos, y en cuanto eso sucede, empiezan a acudir los marginados y ocupan el terreno.

Aunque no fuera un macho joven, hablaba lo suficiente como para sacar de quicio a Garzón. La interrumpió con tono desabrido:

—Oiga, agente, ¿vamos bien por aquí?, lo digo porque, a lo mejor, con el fragor de la conversación, se le va el santo al cielo.

—¡No, qué va!, siempre llevo el santo al lado, ¿qué decía? ¡Ah, sí!, no esperen encontrar sólo mendigos en ese sitio. También hay inmigrantes sin papeles, y jóvenes drogadictos, gente sin trabajo... un poco de todo. Y no es por desanimarlos, pero será bastante difícil que contesten a sus preguntas sobre ese hombre. No suelen hablar: como no tienen nada que perder, prefieren no meterse en complicaciones, y cualquier cosa es una complicación para ellos.

Siguió charlando mientras Garzón levantaba los ojos al cielo. No llevaba razón, todo lo que decía resultaba interesante para el caso. O eso, o yo había decidido con magnanimidad hacer que aquella joven me perdonara mis anteriores reacciones desagradables.

Cuando llegamos al descampado de la avenida Diagonal, estaba anocheciendo. Yolanda nos hizo doblar un recodo y un espectáculo increíble se abrió a nuestros ojos. En una explanada, varias hogueras desperdigadas estaban encendidas. A su alrededor, hombres y mujeres envueltos en mantas o abrigos se movían sin destino aparente.

—En aquellas casetas de obra abandonadas hay más gente —dijo la guardia.

Nos acercamos. Despertábamos una curiosidad relativa a nuestro paso. Era como si todo el mundo estuviera adormecido, absorto en no hacer nada. Yolanda abrió la puerta de una de las casetas y pudimos ver a cuatro o cinco tumbados en el suelo. Olía a bebidas alcohólicas y a ropa húmeda.

—Si quieren, empiece usted por aquí, subinspector, y yo voy a la otra caseta. La inspectora Delicado puede interrogar a los que están al aire libre, no huelen tan mal.

Le dimos una foto y cumplimos su sugerencia. Mientras Garzón se dirigía a su labor, lo oí rezongar:

—¡Cojonudo, encima esta nena nos manda!

Aproximándome a una de las hogueras, me sentí como si el tiempo hubiera iniciado una vertiginosa vuelta atrás. Era como si no existiera la civilización, los asentamientos de hombres primitivos se calentaban a cielo abierto y no me hubiera sorprendido nada que salieran de caza. Había tres hombres y una mujer. Se apartaron un poco, me miraron como si nunca hubieran visto a nadie de mi raza. No sabía por dónde empezar, ni siquiera sabía si debía dar las buenas noches o resultaba ridículo. Saqué la foto y la exhibí en la mano:

—¿Alguien conoce a este hombre? Me han dicho que vivía aquí.

Nadie daba síntomas de comprender lo que estaba diciendo. Corría un aire helado. La mujer era joven, rubia, de aspecto nórdico. Los tres hombres parecían de origen pakistaní.

—¿Entienden el español? —pregunté, pero siguieron sin contestarme—. Por favor, les ruego que respondan. Sólo quiero saber si este hombre pasaba las noches en este sitio, si alguien lo conoce.

—¿Por qué está así? —dijo la chica con acento extranjero.

—Lo han matado. Le hicieron la foto cuando ya era cadáver, por eso está así. ¿Lo conoce?

Asintió imperceptiblemente. Tenía los rasgos finos, las pestañas rubias. Me pregunté qué estaba haciendo en un sitio como aquél una chica joven y hermosa.

—Vivía aquí hace dos meses, pero se marchó. Unos hombres vinieron en un coche a buscarlo y se fue con ellos.

—¿Quiénes?

—No lo sé.

—¿Habían venido otras veces?

—A lo mejor sí, a lo mejor no.

—¿Hablaron?, ¿cree que se conocían?

—Hablaron poco, creo que sí se conocían. Se marcharon como amigos. Él recogió sus cosas.

—¿Eran jóvenes?

Se encogió de hombros, esbozó una sonrisa perdida y volvió a encogerse de hombros.

—¿Sabe su nombre, sabe cómo se llamaba este hombre?

—No, no sé el nombre.

—¿Hablaba con él?

—No, yo pasaba y él me daba tabaco, un cigarrillo, dos. Siempre tenía tabaco. Me decía: pelo de sol. —Se señaló el cabello lacio y dorado.

La observé sin saber qué añadir. Sentía una enorme curiosidad.

—¿Qué hace usted aquí?, ¿no tiene casa?, ¿de qué país es?

—Soy de Lituania. Él es mi marido —dijo señalando a uno de los tres presuntos pakistaníes. El hombre me miró hoscamente. ¿Su marido? No lograba entender nada. No parecía haber ningún rasgo fácilmente deducible en aquellas vidas. Era obvio que no seguían las pautas ajenas. Una lituana con un pakistaní que le llevaba diez años calentándose en un descampado de la Diagonal. Supuse que, aunque me contaran todos los meandros que los habían llevado hasta donde estaban, no serían fáciles de comprender. El quid de aquella gente no estaba sólo en la pobreza de sus países de origen, ni en los hechos que podrían haber vivido, sino en su personalidad. Fijé la vista en sus bonitos ojos.

—¿Cree que era español, le pareció que hablaba español sin acento?

Amplió su sonrisa y comprobé que le faltaban varios dientes, lo cual arruinaba por completo su belleza y le daba un aire desolador.

—Sí, hablaba bien español, era español.

Le di las gracias, reculé y por fin me di la vuelta y eché a andar. Tenía la sensación de dejarla al borde de un precipicio, a punto de ser devorada por un gran monstruo, en un peligro máximo y, sin embargo, no le prestaba el más mínimo auxilio, la dejaba allí. Así era en realidad. Todos vivíamos al lado de aquellas tribus abandonadas a su suerte y, sin embargo, nadie corría en su busca para llevarlos de vuelta al lugar seguro. Era así, y difícilmente podía cambiarse.

La agente Yolanda se percató de lo que me sucedía.

—Está impresionada, ¿verdad, inspectora? ¿Nunca había visto a la gente viviendo de esta manera?

—Es algo que se sabe, pero no se ve.

—Ahí está la diferencia, lleva razón. ¿Ha tenido más suerte que nosotros con los interrogatorios?

—Una mujer lo ha reconocido. Es cierto que vivía aquí, pero hace un par de meses unos tipos vinieron a buscarlo y se lo llevaron. No han vuelto a verlo.

—Extraño —dijo Garzón.

—Muy extraño. ¿Qué se puede pensar? ¿Lo secuestraron? ¿Lo han tenido en su poder durante dos meses y al final lo han matado?

—Cuesta creerlo. ¿Qué valor puede tener un mendigo como moneda de cambio en un secuestro?

—No lo sé, quizá sabía algo o había sido testigo de algo inconveniente.

—En ese caso, se le mata rápidamente y en paz. No me parece verosímil. A lo mejor eran unos tipos cualesquiera con los que se cruzó por casualidad. ¿Qué comportamiento es normal en un hombre así? Hablaron, lo invitaron a unas cervezas y luego se marchó a vivir a otro lugar.

—También extraño, cualquier hipótesis resulta extraña. Hay que buscar los rastros de ese hombre como sea.

—¿Quieren que los lleve a los otros lugares que conozco? Si era un hombre al que le gustaba acampar en un sitio como éste, es lógico pensar que al mudarse buscara un alojamiento parecido.

—Buena deducción. Tenemos tiempo para que nos lleve a uno de ellos.

—De acuerdo, vamos al cuartel abandonado de Sant Andreu.

Un cuartel abandonado lleno de marginales no era mi idea de un plan maravilloso para pasar la tarde. Por primera vez desde que nos habíamos hecho cargo del caso, tuve dudas sobre mi capacitación para resolverlo. Desconocía por completo el ambiente en el que nos movíamos, el tipo de individuo tras el que andábamos y, encima, todo aquel mundo me deprimía. La fuerza con la que me había propuesto llevar a cabo la investigación empezaba a fallar. No iba a ser un caso corto y sencillo, sólo identificar al muerto podía durar semanas, quizá meses, y ¿por qué clase de antros me vería obligada a transitar?

El cuartel abandonado de Sant Andreu era una prueba para estómagos fuertes. Toda serie de okupas de diversos pelajes habían tomado el lugar al asalto. No había agua ni luz, pero cada uno de aquellos desheredados parecía empeñado en convertir algún rincón en su hogar. Vi habitaciones donde había incluso jarrones con flores. No parecía lógico ni normal que aquellos para quienes no existía una vida cotidiana con los mínimos necesarios desearan convertir su miseria en algo acogedor, pero así era. Los usos sociales tenían mucha más fuerza de lo que pudiera pensarse.

Pertrechados con las fotos de nuestro hombre, iniciamos una búsqueda incierta. Uno a uno, todos aquellos inmigrantes, jóvenes desarraigados, mendigos y viejos enfermos fueron interrogados. Las reacciones no eran demasiado variadas: miedo, incomprensión, indiferencia y extrañeza. Ninguno de ellos mostró violencia o indignación porque nos metiéramos hasta el centro de su precaria intimidad; habían perdido cualquier capacidad de rebeldía. Los más difíciles de abordar eran sin duda los mendigos tradicionales. Escuchaban sin oír y hablaban sin rendir tributo a la lógica. Podría haberse pensado que pertenecían a una raza diferente en la que nadie nace y es niño, crece y es joven, envejece y tiene recuerdos.

Tres horas más tarde salíamos de allí con las manos vacías. Nadie había visto jamás al hombre asesinado. Me preguntaba si aquellos testimonios eran fiables. Incluso sin mentir, la diferencia entre haberlo visto o no debía de ser mínima para ellos, una sombra más con la que se cruzaban en un deambular sin sentido.

—¿De dónde sacan el dinero para vivir? —le pregunté a Yolanda una vez en el coche.

—Mendigan, tocan instrumentos en la calle, reciben algunas pequeñas cantidades de la beneficencia. Con poco pasan, especialmente los
homeless
. Son los que suelen ir más asiduamente a los comedores de caridad, y una vez comidos... sus necesidades son pequeñas. No tienen esposa ni hijos... se limitan a vegetar.

—Cuéntenos cómo funciona la caridad institucional con estos hombres.

—Hay albergues para dormir, públicos y privados. Cuando se cree que existe una posibilidad de reinserción, también realizan trabajo social. Creo que no pueden dormir más de quince días en el albergue, para que no se hagan «crónicos».

—¡Cojonudo! —soltó Garzón—. ¿Y si los echan tienen la seguridad de que se reinsertarán en la sociedad?

—No les dan facilidades. Además, cuando se van, dejan de verlos, y eso es lo más importante, se los quita de en medio. Lo tengo comprobado, siempre que nos piden algún servicio a la Guardia Urbana relacionado con marginados, es para hacerlos desaparecer: cuando hace demasiado frío en invierno, cuando alguien importante visita la ciudad o hay algún acontecimiento público... A veces el ayuntamiento les paga la mitad de un billete de tren para que se vayan a otra ciudad.

—Muy propio. Oiga, Yolanda, me temo que me veré obligada a hablar con su jefe otra vez. Pensé que no sería necesario recorrer todos los centros sociales de Barcelona, pero veo que no tendremos otro remedio. La necesitamos, sabe usted un montón de cosas sobre esta gente.

Sonrió, orgullosa, y miró al subinspector, para ver si también él estaba contento con su ayuda. Pero el jamelgo de mi subordinado se mostró serio y desabrido como siempre.

—Yo estoy encantada de investigar con ustedes, inspectora. Me apetece mucho más que el trabajo que hago normalmente.

Tal y como esperaba, al quedarnos solos, Garzón protestó:

—Me apetece más, ¿qué significa «me apetece más»?, ¿desde cuándo un trabajo tiene que apetecer como si fuera un helado o un merengue?

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