Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Oiga, Garzón, ¿por qué no la deja beber una copa?
La chica me miró aliviada. La cogí por el brazo y procedí a hacer las presentaciones, pero Garzón venía continuamente detrás de mí, como si pretendiera custodiarla. Todos estaban encantados con la nueva invitada, era como el gramo de hermosura que le faltaba a nuestra reunión para convertirse en una fiesta de verdad, pero cuando nos pusimos frente a Ricard me di cuenta por primera vez de cómo miraba a Yolanda. No era la suya una mirada de admiración, ni mucho menos lasciva, estaba simplemente fascinado, transportado por la observación de tanta belleza, de tanta juventud. Sonreía levemente, como si comprobara que, después de todo, Dios aún existía. Tardó un momento en darle la mano, en salir de su estupor contemplativo. Entonces su sonrisa se hizo abierta, transparente, franca; se notaba que nacía de una fuerte corriente de placer interior. Mientras él miraba a Yolanda, yo lo miraba a él, y me quedé pasmada ante la cantidad de matices sutiles pero rotundos que demostraba su reacción. Me ensombrecí. Era como si a medida que él iba siendo consciente de aquel esplendor yo fuera notando todos los defectos y agravios que había ido dejando la edad en mí. Por un momento me vi tal como era en la actualidad: con arrugas alrededor de los ojos, la piel sin brillo, un rictus amargo en los labios. Estaba empezando a sentirme mal, no por lo que había percibido en Ricard, sino por lo que había descubierto en mí. Garzón me ayudó a salir de aquel
impasse
doloroso. Agarró a Yolanda por la mano y la puso frente a su hijo, haciendo él mismo la presentación. Yo me metí un whisky en el cuerpo con la intención de que el alcohol devorara el resto de los humores malignos que bullían en mi interior. Me hizo efecto y la segunda copa acabó de remontarme hasta un nivel aceptable, casi normal.
La fiesta estaba en su apogeo, mis invitados comían, charlaban, reían y se solazaban en estado de perfecta relajación. Todos menos el subinspector, que estaba tenso y pesado, interrumpiendo y forzando las situaciones con una tendencia que me costó un buen rato comprender. ¿Qué pretendía insistiendo una y otra vez en llevar a Yolanda hacia Alfonso, a Alfonso hacia Yolanda? Se aseguraba de que estuvieran juntos, les daba tema de conversación... Parecía una escena de anticuado vodevil, pero era real: se trataba de un último intento a la desesperada para que su hijo, sorprendido por la belleza de la joven, volviera al redil heterosexual en una conversión a lo san Pablo. No podía creerlo, pero las dudas me abandonaban a medida que Garzón se ponía pelmazo. Comprendí que nunca asimilaría tener un hijo gay y me di cuenta del dolor que eso le provocaba. Afortunadamente, nadie se percataba de lo que estaba pasando, nadie excepto el propio Alfonso, por supuesto, y quizá también Beatriz, la amante de Garzón, que intentó un par de veces rescatar a Yolanda. La tenía por una mujer de gran sensibilidad, pero después de lo que sucedió poco más tarde, advertí que también era hábil y valiente.
Mercedes Enárquez propuso bailar, era una bailonga incansable. Hubo un momento de duda para escoger pareja en medio de la animación general. Garzón en seguida se acercó a su hijo:
—Yolanda baila muy bien, te encantará.
En ese momento, Alfonso se puso serio, tensó las mandíbulas y miró a su padre con ojos coléricos. Había decidido poner punto final al torpe acoso. Sonrió forzadamente y, con gesto firme, se dirigió hacia Alfred y lo tomó por la cintura. Dijo de modo claro y contundente:
—Creo que bailaré con Alfred, tengo más costumbre.
Tras un momento de incómodo silencio, Beatriz Enárquez dio un grito que pretendía ser divertido y en dos pasos se plantó junto a ellos y le arrebató la pareja a Alfonso.
—¡Ni hablar de costumbres! Hoy es un día excepcional y a este chico guapo me lo llevo yo.
Alfred rió a carcajadas, encantado. Yo secundé la acción oportuna de Beatriz y me uní a un Alfonso un tanto estupefacto.
—Pues a mí nadie me va a quitar a éste.
En pleno desmadre generalizado, Mercedes Enárquez enganchó a Garzón y el juez García Mouriños, nada dispuesto a que una fémina le tomara la delantera, invitó cortésmente a Yolanda. Ricard quedó desubicado pero con gran capacidad de reflejos, se fue a la cocina y reapareció tras un instante amarrado melosamente al palo de una escoba, con la que empezó a danzar. Una ocurrencia muy celebrada.
Y allí permanecimos bailando felices, como si fuera el resto del mundo quien estuviera loco. Cambiamos muchas veces de pareja, hicimos baile robado, cargando con la escoba el más corto de reflejos, y los ritmos a los que nos movíamos eran cada vez más enfurecidos. Todo formaba parte de una catarsis, de una especie de ritual donde lo más importante era pasarlo bien, reírse, beber y perder un poco el sentido de la aburrida realidad. Sin embargo, por mucho que me sintiera alienada y llena de júbilo, no pude por menos de controlar la mirada de Ricard cuando estaba cerca de Yolanda. En cuanto me daba cuenta de mi despreciable vigilancia, volvía la vista hacia otra parte.
De repente, Beatriz se me acercó con cara preocupada:
—Petra, yo diría que está sonando su móvil.
—Buen oído, es verdad.
Tomé el teléfono de la mesilla en la que estaba y me fui a la cocina, donde el bosque de botellas de vino vacías empezaba a espesarse. Llevada por la euforia de la fiesta, solté un «
allô
!» lleno de afectado acento francés.
—¿Inspectora Petra Delicado?
—¿Quién es? —volví con desagrado al presente.
—¡Joder, Petra, vaya finura! Creía que hablaba con tu ama de llaves.
Reconocí en seguida la odiada voz de Fernández Bernal. ¿Qué podía querer?
—Es que en mi día de fiesta me olvido de que soy policía y hablo en francés. Porque hoy es mi día de fiesta, no sé si lo sabes.
—Sí, ya lo sé, pero hay un asunto que podría interesarte.
—¿Habéis recuperado un perro perdido?
—No, un fiambre. Y digo yo que te interesará, porque lleva un manojo de llaves colgando de un llavero como el que tienes tú.
—¿El de la caridad?
—Sí, ése tan hortera.
—¿Dónde estás?
—En el depósito.
—Voy para allá.
No estaba muy segura de que nadie se hubiera percatado de mi corta ausencia. En la sala continuaba el jolgorio. Pensé en una estrategia para salir sin armar mucho alboroto. Garzón estaba ejecutando una especie de claque aflamencado jaleado por el resto, en especial por Alfred, que parecía loco de contento. Me puse a su lado y taconeé también como una Ginger Rogers pasada de vueltas. Luego grité:
—¡Y ahora, todos!
El estrépito de patadas que se formó tenía bastante que ver con el desfile de un ejército, pero sin tanta coordinación. Entonces aproveché el desconcierto para decir al oído de Garzón:
—Disimule, Fermín, pero voy a largarme un momento. Han encontrado a un muerto que puede ser nuestro hombre, llevaba un llavero como los de Tomás
el Sabio
.
—¡No joda, yo me voy con usted!
—Ni lo sueñe, y siga pataleando, que no quiero deshacer la fiesta. Usted se queda aquí de anfitrión, que es la despedida de su hijo. Saque los pasteles y el cava, explíqueles que me han llamado para un asunto de servicio y que luego volveré. Procure que no decaiga.
—Pero...
—¡Siga pataleando, joder, que se van a dar cuenta!
Me alejé saltando de lado, en una especie de polca ridícula, yendo a parar a la entrada. Tomé mi bolso y mi gabardina y salí. El aire me pareció refrescante. Desde el interior de la casa emergía un estruendo atronador, como el que hacen las legiones de hormigas gigantes en las películas de ciencia-ficción de serie B. Lo más probable era que se presentara la Guardia Urbana en cualquier momento.
El depósito de cadáveres es siempre deprimente, pero mucho más si acabas de abandonar una fiesta. Allí encontré a Fernández Bernal y al subinspector Sabater fumándose un cigarro en el pasillo.
—Buenas noches.
—
Bonsoir
, madame! —me respondió irónico mi compañero. Quise empezar bien.
—Te agradezco que me hayas llamado, Bernal. Daba una fiesta en mi casa y he venido pitando.
—¿Y los invitados?
—Se han quedado allí.
—Te encontrarás la casa destrozada.
—No creo, aligerada de whisky y poco más. Contadme qué ha pasado. ¿Dónde lo encontraron?
—La cosa no es tan fácil como «encontrar». Tenemos un testigo en comisaría. Luego si quieres hablas con él, un tipo que trabaja de vigilante en un parking. Eran las doce y acababa su turno. Bajaba por la calle Balmes para coger su moto que tenía aparcada en la plaza Molina. De repente vio a dos tíos que llevaban a otro en medio, como si estuviera borracho. No me preguntes por qué, debe de pensar que eso de vigilar un parking lo convierte en detective, pero el caso es que les dio un grito, algo así como: «¡Oigan, ¿adónde van?!», y para su asombro los dos tipos empezaron a correr y se metieron por la calle Sanjuanistas, una lateral. El muy burro fue detrás y los tíos corrieron más deprisa. Entonces el que llevaban entre los dos se les cayó, o les pesaba demasiado y lo soltaron, no lo sabe con seguridad. El caso es que se quedó tieso en la calle. El vigilante se agachó a socorrerlo y los otros escaparon a todo trapo.
—Apuesto a que eran dos hombres jóvenes y fuertes.
—Exacto.
—¿Les vio la cara?
—No, y el muerto no llevaba identificación, pero sí dos cosas encima: el resguardo de una tintorería muy bien metidito en el bolsillo interior, que os va a venir de puta madre, y un manojo de llaves con tu llavero.
—¿Cómo murió?
—Tiene un tiro en el pecho, a bocajarro. Le han sacado la bala y es una nueve milímetros corto. Ya se la han llevado al laboratorio.
—¿Le habéis tomado las huellas?
—Ya está todo listo, ahora el forense de guardia le está practicando los «primeros auxilios», algo más nos aportará. Si quieres volver a tu fiesta, yo te mantengo informada. Esta noche poco más se puede hacer.
—No, quiero echarle una ojeada al tipo, y hablar con el testigo.
—¿Crees que es tu hombre?
—Todo pinta que sí, pero tengo a alguien que lo puede identificar, además, contamos con las huellas del muerto y mi hombre estaba fichado.
—Cojonudo. Entonces he hecho bien en llamarte.
—No podrías haberlo hecho mejor, Bernal, te lo agradezco.
Si Confucio hubiera sido policía, hubiera escrito sin duda: «Nunca digas de ningún colega que es un cabrón porque acabarás bebiendo de su mano.» Y ése sería uno de sus proverbios de mayor aplicación.
El forense de turno se hizo esperar un rato todavía. No amplió mucho los datos iniciales que le había dado a Bernal. Al tipo se lo habían cargado con un solo disparo a bocajarro en pleno pecho. Murió inmediatamente, a las doce de la noche más o menos. No tenía señales de violencia, sólo dos marcas leves bajo los brazos por haber sido arrastrado tal y como sucedió.
—¿Quieres verlo? —me preguntó Bernal.
Estaba ya rígido, con la cara color de cera, pero sus facciones no se veían alteradas. Era el hombre de nuestra ficha policial. Si se trataba del mismo a quien Genoveva daba de comer en su restaurante, ella lo reconocería sin ninguna dificultad.
—¿Vamos a comisaría?
—¿No piensas volver a tu fiesta?
—Tengo quien haga los honores por mí.
Pasé escueta revista a los objetos personales de la víctima, que estaban en el despacho de Bernal: un resguardo de una tintorería de Gracia y el manojo de llaves, con el llavero que rápidamente mi compañero había identificado. Otra comprobación interesante que deberíamos hacer sería probar aquellas llaves en el apartamento de la calle Princesa que tan ágilmente había sido vaciado. El hallazgo de aquel muerto iba a conseguir que avanzáramos. Eso era muy esperanzador, pero justamente aquel hombre aparecía como nuestro principal sospechoso. ¿Y qué se hace cuando a tu principal sospechoso lo quitan de en medio? ¿volver a empezar? Sufrí un vahído. La muerte de un sospechoso de asesinato nunca es casual; entonces ¿quién estaba detrás de todo aquello?, ¿debíamos seguir por el mismo camino o aquel hallazgo implicaba una desviación? Estaba mareada, el deseo y la urgencia de saber me provocaban una impaciencia de difícil control. Una etapa que yo ya conocía: es completamente distinto encontrar dificultades al principio de un caso que asistir al embarullamiento de unas pruebas que teóricamente habías conseguido ordenar. De ese frenesí de la curiosidad a la absoluta desmoralización tan sólo dista un paso, y yo me encontraba a punto de darlo. El subinspector Sabater me sacó de mis meditaciones:
—Inspectora, ¿no quiere interrogar al testigo? Así le dejamos que se marche a su casa. El pobre se ha quedado dormido en la silla.
—Déjela, Sabater, la inspectora está reflexionando. El testigo que espere —terció Bernal.
—No, ¡qué más quisiera yo que tener algo claro sobre lo que reflexionar! Vamos a verlo.
El guardia del parking era feo y enormemente gordo, una especie de
freak
. Al verlo me pregunté cómo había sido capaz de correr tras los dos hombres, cómo lo había intentado siquiera. Debía de tener una gran confianza en sí mismo, una autoestima muy elevada. Era joven, unos treinta años, pero su modo de hablar y su inteligencia apuntaban a un niño de diez. No tenía malditas ganas de interrogarlo, sabía que añadiría muy poco a lo que había dicho ya, pero no hacerlo hubiera sido una descortesía hacia Bernal y Sabater, de modo que me encaré a él procurando no demostrar el más mínimo cansancio:
—Así que los pescaste, ¿eh?
—Sí —dijo muy orgulloso.
—¿Te diste cuenta en seguida de que pasaba algo raro?
—Sí, lo llevaban a rastras, pero hay que estar más que borracho para que te cuelguen los pies así. Los borrachos cuando los llevan de esa manera andan un poco.
—Ya. ¿Sabías que estaba muerto?
—No, creí que le habían dado una paliza. Los tíos no iban tranquilos, miraban a un lado y a otro por si alguien los veía a ellos. En cuanto se dieron cuenta de que los seguía, empezaron a correr, yo corrí detrás, que aunque a ustedes no se lo parezca, yo corro que me las pelo. Cuando lo soltaron y el pobre hombre se cayó al suelo como un saco de patatas, ya me di cuenta de que debía de estar muerto.
—¿Los viste, les viste las caras?
—Estaban lejos.
—¿Eran altos, fuertes, atléticos, bastante jóvenes?