Un hombre que promete (16 page)

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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Un hombre que promete
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—Tengo mis razones para no mantener una relación íntima contigo, Madeleine.

—¿Y cuáles son esas razones?

—Personales —repitió.

Eso la molestó un poco.

—Y además está el hecho de que un vínculo de ese tipo complicaría nuestra relación laboral, como ya dijiste en su momento —replicó.

—Exacto.

—Pero te gustaría —lo aguijoneó sin miramientos. Thomas recorrió muy despacio la parte de su rostro que se veía en la oscuridad.

—Sí, me gustaría —susurró—. Pero no ahora.

—Thomas…

Él se inclinó hacia ella. No fue la clase de beso que Madeleine había esperado tras charlar acerca de otro beso tan fogoso, pero fue un beso dulce, lo bastante tierno para acallar su réplica y para debilitarle las piernas. Thomas se alejó de ella un instante después.

—Se nos acaba el tiempo —dijo con un murmullo entrecortado—. Nos estamos acercando y no deberíamos arriesgarnos a hablar —Se echó a andar de nuevo sin soltarle los dedos.

Ella no discutió. A partir de ese momento no dijeron ni una palabra. Caminaron al borde del agua, ya dentro de la propiedad de Rothebury, y se acercaron a la casa desde el este. Una delgada capa de nubes había comenzado a cubrir parte de la luna, lo que obligó a Thomas a concentrar toda su atención en el sendero.

El problema de ambos, decidió Madeleine, era la falta de intimidad emocional entre ellos, y se le ocurrió de pronto que ésa podía ser la razón por la que Thomas se mostraba reacio a buscar una relación física más íntima. Se le vinieron dos posibles motivos a la mente. O bien él seguía llorando la muerte de su esposa, a la que había amado profundamente, y se negaba a sucumbir al deseo sexual por respeto a su memoria, o bien se sentía inseguro porque consideraba que tenía demasiados problemas físicos para llamar la atención de una mujer tan vital. Tal vez temía ser rechazado o terminar herido al final. Aunque a decir verdad, jamás había conocido a un hombre que no aceptara una relación física sin implicaciones emocionales.

Aun así, había un hecho de suma importancia. Él la deseaba tanto como ella a él. De eso ya no había duda. Poseía un fuerte autocontrol y nunca la habría besado si pretendiera mantener su relación en un plano superficial. Serían amantes con el tiempo, y tenía la absoluta certeza de que él lo sabía.

Thomas se detuvo de golpe, sacándola de sus agradables pensamientos, la estrechó con fuerza contra él y la silenció a toda prisa poniéndole un dedo sobre los labios.

Madeleine observó su rostro, que apenas se distinguía en la oscuridad, y vio que hacía un gesto con la cabeza hacia la izquierda.

Y allí estaba. Un tenue resplandor de luz que se movía de manera irregular a través del grupo de árboles que había al sur de la casa principal, a unos trescientos metros del lugar donde se encontraban, en el sendero por el que el barón solía cabalgar.

Thomas se salió del camino y comenzó a moverse hacia allí con pasos cuidadosos y lentos mientras escudriñaba la maleza. Sus movimientos eran precavidos y su expresión tan concentrada como la de ella.

Al observarlo mejor, Madeleine se dio cuenta de que debían de ser faroles. Había dos y su pálida luz amarillenta se abría paso en la oscuridad circundante, sin una voz que los acompañara en su vagar a través del silencioso bosque nocturno.

De repente, tan rápido como habían aparecido, las luces se desvanecieron, primero una y después la otra, en la negrura de la noche.

Por un momento, Madeleine se sintió desconcertada. Aquellos que sujetaban los faroles no se habían acercado lo bastante a la casa y desde luego no habían utilizado ningún sendero visible. ¿Por qué habían apagado las luces en mitad del bosque? A menos que hubiesen detectado a los intrusos o hubieran escuchado algún ruido, aunque tanto Thomas como ella se habían esforzado mucho en no hacer ninguno. Eso no le parecía posible. En ese instante se le vino a la mente el comentario de Desdémona: «He oído… rumores acerca de ciertas luces que aparecen de noche y sobre fantasmas que moran en la mansión del barón de Rothebury».

No se trataba de un rumor, y tampoco había fantasmas. Aquello era lo que había visto Desdémona, Madeleine estaba segura. Pero ¿cuándo? ¿En qué circunstancias? ¿Qué hacía una chica inocente en el bosque de noche?

Thomas siguió caminando muy despacio hasta que estuvieron cerca de los jardines de la mansión. Las luces habían aparecido justo a la izquierda del lugar donde se encontraban en esos momentos, observando los árboles distantes. La condujo hasta un enorme tocón redondo y Madeleine se sentó allí mientras él se arrodillaba a su lado, a la espera.

No ocurrió nada. No se produjo ningún movimiento, ningún ruido, y no apareció ninguna otra luz.

A la postre, temblando a causa del viento húmedo y frío y amparados por la oscuridad que había dejado la luna que se hundía en el cielo del oeste, regresaron a casa sin mediar palabra. Eran casi las dos y media de la madrugada.

Capítulo 9

L
as últimas cinco noches habían jugado al ajedrez antes de salir hacia la propiedad del barón. La primera de ellas él la había dejado ganar, y ella lo sabía; pero las noches siguientes había jugado sin concesiones y Madeleine había estado a punto de derrotarlo. Ella no estaba en forma, pero se le daba muy bien. Basaba su juego en la evaluación cuidadosa y en el pensamiento lógico, algo que había aprendido y perfeccionado durante los años que llevaba al servicio de Inglaterra en su profesión.

Estaba relajada en el sofá, frente al sillón en el que él se sentaba, y llevaba puesto su vestido de mañana, ya que Beth Barkley se había llevado el vestido de tarde para lavarlo cuando se había marchado un rato antes. Solo el tenue resplandor de la lámpara y el resplandeciente brillo del fuego iluminaban los brillantes mechones castaño-rojizos de su trenza y las diminutas arrugas de su frente mientras se concentraba en el tablero de ajedrez que había entre ellos. Thomas sabía, y era probable que ella lo hubiera averiguado a simple vista, que le estaba costando muchísimo apartar los ojos de su hermosa silueta. Eso lo hizo sonreír para sus adentros. Dejaría que ella sacara sus propias conclusiones sobre el escrutinio al que la estaba sometiendo, sobre la profundidad de su atracción. Tenía la intención de dar un nuevo paso en su relación muy pronto; con un poco de suerte, esa misma noche la besaría de nuevo.

—No he dejado de pensar en esos faroles, Thomas —comentó ella de repente.

Ésa era una de las razones por las que admiraba su inteligencia. Podía concentrarse en el juego mientras desentrañaba las complicaciones relacionadas con su trabajo. Era de lo más meticulosa.

Movió el alfil cinco casillas hacia la izquierda para atacar su dama.

—¿Ya estás pensando de nuevo, Madeleine?

—¿Tú no has pensado en ello? —preguntó ella con un leve matiz de entusiasmo en su voz serena—. En esa casa ocurre algo extraño, y Desdémona Winsett sabe más de lo que me ha contado.

Thomas respiró hondo y asintió muy despacio.

—Es probable. Aunque no se trata de fantasmas, ni de ninguna de esas tonterías.

Ella bajó la mirada hasta el tablero y movió un peón para bloquear la trayectoria del alfil.

—Ese hombre es el contrabandista.

—Es probable.

—Seguro que sí —enfatizó ella—, y aunque podría ser una operación organizada, no está siendo muy cuidadoso.

—¿Has deducido todo eso por los faroles que vimos durante treinta segundos hace dos noches? —bromeó él al tiempo que le comía el peón.

—Y por otras cosas —replicó ella, tratando de ocultar una sonrisa mientras observaba el tablero.

—Sí, claro, esas otras cosas… —dijo Thomas fingiendo recordarlo. Acto seguido añadió—. ¿Qué otras cosas?

Ella se encogió de hombros, pero no lo miró.

—La intuición, por ejemplo.

—Trabajo muchas veces siguiendo mi intuición —admitió Thomas al instante.

—En ese caso, estarás de acuerdo conmigo.

Él sacudió la cabeza.

—No exactamente. Lo que necesitamos son pruebas definitivas. El problema de la intuición es que puede cambiar nuestros puntos de mira sin hechos constatados.

Madeleine recorrió la trenza con los dedos de arriba abajo mientras se la pasaba por el hombro para dejarla caer sobre su pecho derecho.

—Explícame eso.

Thomas hizo una pausa para aclararse las ideas mientras observaba sus movimientos.

—Puede que el barón esté pasando el opio de contrabando por razones desconocidas, aunque es probable que esos motivos no sean otros que monetarios. Sin embargo, si decidimos que el contrabandista es él basándonos en la intuición y en unos cuantos sucesos extraños que hemos tenido la oportunidad de presenciar, podríamos cometer un error al concentrarnos en él si luego resulta que nos equivocábamos…

—Es él.

Thomas sonrió. Era toda una mujer, de la cabeza a los pies.

—Estoy de acuerdo en que debemos descubrir lo que sabe Desdémona. Más allá de eso, creo que deberíamos evitar sacar conclusiones precipitadas.

—También necesitamos entrar en su casa.

—Lo haremos.

—Pronto.

—Lo haremos —repitió él.

Esos brillantes y traviesos ojos azules se clavaron en los suyos. Acto seguido, con una sonrisa triunfante que le derritió el corazón, Madeleine movió el caballo hacia delante para comerle el alfil.

—Jaque.

Thomas observó el tablero de nuevo. Tenía problemas.

—Creo, señor Blackwood, que estás a punto de ser derrotado —señaló ella con evidente placer—. ¿Es ésta la primera vez que una mujer ha tomado el control en tu presencia y te ha hecho sucumbir?

La sutil indirecta no pasó desapercibida. Thomas estiró las piernas antes de cruzarlas y se apoyó en el respaldo del sillón para contemplarla sin rodeos.

—¿Cómo aprendiste a hablar mi idioma tan bien?

El mínimo instante en el que ella abrió los ojos de par en par le dio a entender que la pregunta la había sorprendido.

—¿Estás tratando de cambiar de tema porque vas perdiendo? —preguntó en voz baja al tiempo que alzaba el brazo para apoyarlo cómodamente sobre el respaldo del sofá.

—No, yo nunca pierdo —contestó él con sequedad al tiempo que la miraba a los ojos con una leve expresión arrogante—. Lo que pasa es que creo que ha llegado el momento de profundizar un poco en nuestra amistad —Realizó una pequeña pausa para llamar su atención y después añadió en un murmullo—. ¿No te parece?

Ella tardó el tiempo suficiente en contestar para que Thomas comprendiera que no tenía claras cuáles eran sus intenciones y que no sabía muy bien qué responder. Su expresión, sin embargo, no cambió en absoluto.

—Le pedí a un buen amigo que me lo enseñara.

—¿Un buen amigo?

Ella sonrió y se relajó por completo en el mullido sofá; su adorable expresión parecía cargada de dulces recuerdos.

—Se llamaba Jacques Grenier, el hijo repudiado, aunque rico, de un conde francés. También era un poeta magnífico, cantante y un actor brillante. Se tomó un especial interés en mí educación y me enseñó… cómo funciona el mundo.

—¿Lo repudiaron porque era actor?

—Así es —respondió ella con un leve movimiento de cabeza.

—Era tu amante —añadió Thomas con serenidad, aunque por dentro se le retorcían las entrañas; ya lo sabía, pero de repente se sentía irracionalmente celoso. Lo que más lo sorprendió, no obstante, fue lo mucho que lo había afectado pronunciar esas palabras en voz alta.

Las perfectas cejas femeninas se alzaron muy despacio, pero ella no intentó ocultarle nada.

—Sí, era mi amante. Era una virgen de quince años la primera vez que me acosté con él, así que podría decirse que me sedujo. Estuvimos juntos casi seis años, tres de ellos manteniendo una relación íntima, y durante ese tiempo fue lo bastante generoso para enseñarme a hablar tu idioma. Jacques había disfrutado de una educación excelente y lo hablaba con fluidez.

—¿Por qué deseabas tanto aprenderlo? —preguntó Thomas en voz baja a pesar de que conocía la respuesta.

Ella lo evaluó con detenimiento y una expresión vacilante, bien porque estaba repasando sus recuerdos o bien porque le intrigaba un poco su interés; estaba claro que no sabía cuánto revelar. Después de un momento, su expresión se tornó seria.

—Mi padre era inglés, Thomas, un capitán de la Marina Real británica. Murió de cólera en las Indias Occidentales cuando yo tenía doce años. Solo lo vi cuatro veces antes de que muriera, pero los pocos días que pasamos juntos fueron maravillosos… los recuerdos más felices que tengo de mi infancia. Me dijo una vez que había deseado casarse con mi madre cuando se enteró de que estaba embarazada y que ella lo rechazó. Esa mujer siempre fue manipuladora y egoísta, y despreciaba todo lo que él representaba: un tipo inglés, un conservador de voz suave, un veterano condecorado y el segundo hijo de una familia de clase media aunque de buena reputación.

Tras dejar escapar un suspiro, enlazó las manos sobre el regazo y se volvió para contemplar el resplandor de las llamas.

—No estoy del todo segura, pero creo que se acostó con ella durante un corto período de tiempo mientras estaba de servicio y ella trabajaba con la compañía de actores en algún lugar cercano a la costa mediterránea. Al parecer, fue un romance tórrido y rápido. Según él, mi madre le importaba de verdad, aunque ella lo negaba. No tardó en convertirse en una adicta al opio, y jamás pasó de ser una actriz mediocre; me crió como si yo fuera una sirvienta y me arrastró de un apestoso y abarrotado teatro a otro sin dejar de darme órdenes y sin preocuparse lo más mínimo por mí. Me consideraba una más de los remilgados y arrogantes ingleses, y la verdad es que lo era (medio inglesa, al menos); no obstante, se negó a permitirme que reclamara mi herencia inglesa y a que viniera a Inglaterra a conocer a la familia de mi padre.

Se detuvo un instante, perdida en los recuerdos. El fuego crepitó en la chimenea; el viento y la lluvia aullaban fuera con todo el rigor del invierno, pero ella no pareció notarlo. Thomas no la interrumpió por miedo a que dejara de hablar de sí misma y cambiara de tema. Sin embargo, tras tomarse unos segundos para ordenar sus pensamientos, continuó con expresión serena.

—No me informaron de su muerte hasta un año después de que ocurriera. Arrugada en un cajoncillo lateral del armario de mi madre, encontré una nota de la familia de mi padre en la que se describía su muerte con todo detalle. Al parecer, ella había olvidado mostrármela cuando llegó porque estaba demasiado concentrada en sí misma para tomarse el tiempo necesario. En ese momento, Thomas, cuando Jacques me leyó esa carta arrugada que me informaba de que mi maravilloso padre llevaba muerto casi dos años mientras yo esperaba su regreso cada día, decidí que a partir de entonces tomaría el control de mi vida y de mi destino. Era tanto inglesa como francesa. A mi madre le desagradaba el simple hecho de verme, así que mi parte francesa carecía de toda importancia. Al menos, a ella no le importaba en absoluto. Me mantenía tan solo porque le resultaba útil. Mi padre me había amado y deseaba que creciera con él, así que decidí que, a partir de ese momento, me consideraría su hija inglesa. Decidí aprender su idioma como si se tratara de mi lengua nativa, y así lo hice durante años, primero con Jacques y después por mi cuenta. Se convirtió en mi trabajo, en mi objetivo. El único problema, y la razón por la que no puedo hacerme pasar por inglesa hoy en día, es que jamás conseguí librarme de este marcado acento. Además, conozco muy bien Francia, a su gente y eso es lo que me convierte en alguien clave para el gobierno británico. Por primera vez en mi vida, sirvo para algo que realmente merece la pena —Dejó escapar un fuerte suspiro e inclinó la cabeza hacia un lado—. Quizá no sea muy racional, pero a mí sí me lo parece. A los trece años decidí que aunque por fuera pareciera francesa, por dentro era y siempre seré inglesa.

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